—No lo creo —dijo Steve a Hugh rotundamente—. Y si enfoca el caso como si se tratara de un fraude pondrá en peligro las vidas de Sharon y Neil.
Acababa de regresar de Nueva York y se paseaba por el salón con las manos metidas en los bolsillos. Hugh le contemplaba con una expresión mezcla de compasión y de enojo. Admiraba el férreo dominio de sí mismo que demostraba su interlocutor, pero reconocía que había envejecido diez años en pocas horas. Aquella misma mañana había reparado en las profundas arrugas que la angustia había trazado en torno a sus ojos y su boca.
—Señor Peterson —dijo—, le aseguro que estamos llevando el caso como si se tratara de un autentico secuestro. Sin embargo, empezamos a creer que la desaparición de Sharon y de Neil está relacionada directamente con un intento de recabar clemencia para Ronald Thompson.
—Y yo le dijo que no es verdad, que se equivoca. ¿Ha sabido algo de Glenda?
—Me temo que no.
—¿Zorro no ha mandado una cinta grabada?
—No. Lo siento.
—Entonces sólo podemos esperar.
—Sí. Prepárese para salir hacia Nueva York a medianoche.
—No va a llamarme hasta las dos.
—Las carreteras están bastante peligrosas, señor Peterson.
—¿Cree usted que Zorro tendrá miedo de acudir a la cita, de no poder escapar después en estas condiciones?
Hugh negó con la cabeza.
—No puedo decirle más de lo que usted ya sabe. Naturalmente hemos intervenido la línea de la cabina de la calle Cincuenta y dos. Pero sospecho que le hará dirigirse inmediatamente a otro teléfono, como hizo en el caso anterior. No podemos arriesgarnos a colocar un micrófono dentro de su automóvil porque no sabemos si Zorro subirá a él o no. Hemos apostado a varios agentes en los edificios de los alrededores de la cabina para que puedan seguir sus movimientos. La zona estará vigilada por varios automóviles que le tendrán siempre a la vista y enviarán mensajes a otros coches de la policía para que le sigan. El aparato electrónico que lleva en la maleta nos permitirá seguirles a varias manzanas de distancia.
Dora asomó la cabeza al salón.
—Perdonen —dijo.
Su voz sonaba diferente. Algo en la frialdad acerada de Hugh la intimidaba. No le gustaba la forma en que les vigilaba constantemente. Sólo porque a Bill le gustara el alcohol no quería decir que fuera una mala persona. La tensión de las últimas veinticuatro horas había sido demasiado para ella. Neil y Sharon volverían sanos y salvos. Confiaba en ello. Steve Peterson era un hombre demasiado bueno para seguir sufriendo como había sufrido durante aquellos dos años.
Por otra parte, ella y Bill estaban deseando irse. Era hora de retirarse a Florida. Se hacía vieja y estaba demasiado cansada para hacerse cargo del niño y de la casa. Neil necesitaba una persona joven, alguien con quien hablar. Sabía que le agobiaba con su constante preocupación por él. «No es bueno para un niño que alguien se lleve un susto cada vez que estornuda», se dijo.
¡Neil! Era un niño tan alegre cuando vivía su madre. Entonces no sufría de asma, ni siquiera se acatarraba. Y aquellos ojos castaños eran reidores y no tristes y ausentes como ahora.
El señor Peterson debía volver a casarse cuanto antes, si no con Sharon, con una mujer que pudiera hacer de aquella casa un verdadero hogar.
Dora se dio cuenta de que Steve la miraba con expresión interrogadora. Tenía que decir algo. Pero no podía pensar con claridad. Estaba muy ocupada y había pasado despierta toda la noche. ¿Qué quería decirle? ¡Ah, sí!
—Imagino que no tendrá mucha hambre, pero podría prepararles algo de cenar. ¿No les gustaría comerse un par de filetes a usted y al señor Taylor?
—Para mí no, gracias. Dora. Pero quizá el señor Taylor…
—Prepare un bistec para cada uno si no le importa, señora Lufts —interrumpió Hugh. Luego posó una mano sobre el brazo de Steve—. Desde ayer no ha probado bocado y va a pasar toda la noche en vela. Tendrá que conducir y concentrarse en las instrucciones que reciba.
—Supongo que tiene razón.
Acababan de sentarse a la mesa cuando sonó el timbre de la puerta. Hugh se levantó como impulsado por un resorte.
—Abriré yo —dijo.
Steve dejó sobre la mesa la servilleta que acababa de desplegar para colocársela sobre el regazo. ¿Sería la prueba que había pedido? ¿Podría oír la voz de Neil, la de Sharon…?
Hugh volvía en ese momento seguido de un hombre joven, moreno, que le resultó vagamente conocido. ¡Claro, era el abogado defensor de Ronald Thompson! Kurner. ¡Eso, Robert Kurner! Parecía nervioso y tenía un aspecto bastante desaliñado. Llevaba el abrigo desabrochado y el traje arrugado como si hubiera dormido con él puesto. La expresión de Hugh era inescrutable.
Bob no pidió disculpas por interrumpir la cena.
—Señor Peterson —dijo—. Tengo que hablarle acerca de su hijo.
—¿De mi hijo? —Steve leyó en los ojos de Hugh una mirada de advertencia. Apretó los puños bajo la mesa—. ¿De qué se trata?
—Señor Peterson, soy el abogado de Ronald Thompson. Mi defensa fue un fracaso.
—No fue culpa suya que le condenaran —dijo Steve. No miraba a su interlocutor. Contemplaba su plato fijamente viendo cómo se apagaban poco a poco las burbujas que bullían en la tira de grasa que ribeteaba el bistec. Apartó el plato. ¿Tendría razón Hugh? ¿Sería todo una farsa?
—Señor Peterson, Ronald no mató a su mujer. Le condenaron porque la mayoría del jurado creyó que había matado también a la señorita Carfolli o a la señora Weiss.
—Pero sus antecedentes…
—Eso ocurrió en su juventud y una sola vez…
—Atacó a una muchacha. Quiso ahogarla…
—Señor Peterson, se trataba de una chica de quince años y el incidente sucedió durante una fiesta. Hicieron un concurso para ver quién podía beber más cerveza. ¿Quién de nosotros no ha hecho nada semejante durante su adolescencia? Cuando estaba ya casi inconsciente alguien le dio cocaína. No sabía lo que hacía. Luego no recordó siquiera haberle puesto la mano encima a la muchacha. Todos sabemos lo peligrosa que es la mezcla de drogas y de alcohol. Ronald tuvo la mala suerte de meterse en un lío serio la primera y última vez que se emborrachó en su vida. Tras aquel incidente no volvió a beber en dos años. Y tuvo también la increíble mala suerte de entrar en esta casa un segundo después de que su esposa fuera asesinada.
Bob hablaba con voz temblorosa. Las palabras surgían atropelladamente de su boca.
—Señor Peterson, he estudiado con detenimiento la transcripción del juicio. Ayer obligué a Ronald a repetir una y otra vez todo lo que hizo y dijo entre la hora en que habló con la señora Peterson en la tienda de Timberly y el momento en que halló el cadáver. Y me he dado cuenta de que cometí un error. Señor Peterson, su hijo declaró que al oír a su madre, bajó las escaleras y vio a un hombre estrangulándola. Que vio la cara de ese hombre…
—La cara de Ronald Thompson.
—¡No! ¿Es que no se da cuenta? Mire, lea la transcripción.
Bob dejó la cartera sobre la mesa, sacó de ella un mazo de papeles y los ojeó rápidamente hasta dar con una página determinada.
—Aquí está. El fiscal preguntó a Neil cómo podía estar tan seguro de que se trataba de Ronald. Y su hijo contestó: «Se había encendido una luz. Estoy seguro». Yo no reparé en ese detalle. Me pasó por alto. Cuando Ronald repitió ayer su declaración una y otra vez, dijo que aquella tarde llamó a la puerta principal, que esperó un par de minutos y volvió a llamar. Neil no dijo una palabra durante el juicio de que hubiera oído el timbre de la puerta.
—Eso no demuestra nada —interrumpió Hugh—. Neil estaba jugando con sus trenes. Probablemente estaba absorto en lo que hacía. Los trenes meten mucho ruido.
—No, no. Dijo textualmente que se había encendido una luz. Señor Peterson, aquí está la clave. Ronald llamó a la puerta principal. Esperó, llamó de nuevo, y luego dio la vuelta a la casa, oportunidad que el asesino aprovechó para escapar. Por eso estaba abierta la puerta de atrás. Ronald encendió la luz de la cocina, ¿no se da cuenta? Neil pudo ver claramente su rostro gracias a la luz que provenía de la cocina. Señor Peterson, un niño de corta edad baja corriendo las escaleras y ve cómo estrangulan a su madre. El salón estaba casi a oscuras. Recuérdelo. Sólo estaba encendida la luz del recibidor. ¿No es posible que sufriera una conmoción, que incluso llegara a desmayarse? Se sabe que a muchos adultos les ha sucedido. Luego recobra el sentido y ve. Ve porque ahora la luz de la cocina ilumina el salón. Ve a un hombre inclinado sobre su madre, con las manos sobre su garganta. Era Ronald que trataba de desanudar el pañuelo que la ahogaba. Pero no pudo hacerlo. Estaba demasiado apretado. Se dio cuenta de que Nina estaba muerta y de que todos le creerían culpable. Le invadió el pánico y huyó. Si hubiera sido el asesino, ¿cree que habría dejado vivo a un testigo como Neil? ¿Habría dejado escapar viva a la señora Perry sabiendo que probablemente le reconocería? También ella era cliente de Timberly. Un criminal no deja testigos a su espalda, señor Peterson.
Hugh meneó la cabeza.
—Su teoría no tiene una base sólida. Es sólo conjetura. No hay la menor sombra de evidencia en todo ello.
—Pero Neil puede darnos la prueba que necesitamos —suplicó Bob—. Señor Peterson, ¿nos daría permiso para hipnotizarle? He hablado hoy mismo con varios médicos. Dicen que está reprimiendo algo que muy probablemente puede revelarse por medio de la hipnosis.
—¡No! —Steve se mordió el labio. Poco le había faltado para decir que era imposible hipnotizar a un niño al que habían secuestrado—. ¡Fuera! —exclamó—. ¡Váyase de aquí!
—No. No me iré. —Bob dudó un segundo y luego volvió a coger su cartera—. Siento tener que enseñarle esto, señor Peterson. No quería hacerlo. He estado estudiándolas detenidamente. Son las fotografías que tomaron de su casa inmediatamente después del asesinato.
—¿Está usted loco? —Hugh le arrebató las fotografías—. ¿De dónde diablos las ha sacado? Pertenecen a los archivos estatales.
—No importa de dónde las haya sacado. Miren ésta. ¿Lo ven? Es la cocina. La bombilla está al descubierto, sin globo. Eso significa que la luz era mas fuerte de lo normal.
Bob abrió de un violento empujón la puerta de la cocina arrojando casi al suelo a Dora y a Bill Lufts que escuchaban ocultos tras ella. Sin prestarles ninguna atención, acercó una silla a la lámpara, se subió a ella y desenroscó rápidamente el globo de cristal. La claridad aumentó notablemente en la habitación. Volvió después al vestíbulo y apagó la luz. Finalmente, hizo lo mismo con las lámparas del salón.
—Miren al salón. Ahora es perfectamente posible distinguir un rostro. Esperen.
Volvió corriendo a la cocina y apagó la luz. Steve y Hugh, sentado aún a la mesa, le miraban fascinados. Bajo la mano de Steve había una fotografía del cadáver de Nina.
—¡Miren! —exclamó Bob—. Con la luz de la cocina apagada, el salón queda prácticamente en tinieblas. Suponga que es usted un niño que baja por las escaleras. Por favor, vaya al vestíbulo y deténgase en el rellano. Mire al interior del salón. ¿Qué pudo ver Neil? Nada más que una silueta. Alguien ataca a su madre. Queda inconsciente. No oye el timbre. Recuerden que no oyó el timbre. El asesino escapa. Para cuando Ronald, cansado de llamar a la puerta, se dirige a la puerta de servicio, el asesino ha huido. Y Ronald probablemente salvó la vida de su hijo al venir aquí aquel día.
«¿Será posible? —se preguntó Steve—. ¿Será posible que el muchacho fuera inocente?». Permaneció de pie, inmóvil, en el vestíbulo mirando hacia el salón. ¿Que había visto Neil? ¿Había perdido el sentido durante unos minutos?
Hugh pasó junto a él, entró en el salón y encendió una lámpara.
—No es suficiente —dijo con decisión—. No es más que una conjetura, una pura y simple conjetura. No hay nada que demuestre que lo que dice es cierto.
—Neil puede darnos la prueba. Él es nuestra única esperanza, señor Peterson. Le ruego que nos deje interrogarle. He hablado por teléfono con el doctor Michael Lane. Está dispuesto a venir esta misma noche. Pertenece al cuadro médico del hospital Monte Sinaí. Por favor, señor Peterson, no le niegue usted a Ronald la oportunidad de seguir viviendo.
Steve miró a Hugh, que negó débilmente con la cabeza. Si confesaba la desaparición de Neil, el abogado aprovecharía la ocasión para aducir que el secuestro estaba relacionado con la muerte de Nina. Eso significaría publicidad y posiblemente el fin de la esperanza de recuperar a Sharon y Neil sanos y salvos.
—Mi hijo no está aquí —dijo—. He recibido algunas amenazas a causa de mi actitud con respecto a la pena de muerte y no quiero decir a nadie dónde se encuentra.
—¡No quiere decir a nadie dónde se encuentra! Señor Peterson, un joven de diecinueve años al que se acusa de un crimen que no ha cometido va a morir mañana en la silla eléctrica, y usted se niega a declarar dónde se encuentra su hijo…
—No puedo ayudarle. —Steve perdió la calma—. ¡Váyase! ¡Váyase y llévese esas malditas fotos de aquí!
Bob se dio cuenta de que no le serviría de nada insistir. Se dirigió apresuradamente al comedor, metió los documentos en su cartera y recogió las fotografías. Iba a cerrarla cuando sacó violentamente de ella una copia de las declaraciones que había hecho Ronald el día anterior. La arrojó sobre la mesa.
—Lea esto, señor Peterson —dijo—. Léalo y luego dígame si le parece que el que habla es un asesino. Sentenciaron a Ronald a morir en la silla eléctrica porque las muertes de la señorita Carfolli y la señora Weiss, además de la de su esposa, tenían aterrado a todo el condado de Fairfield. Durante los últimos quince días han muerto asesinadas otras dos mujeres que se hallaban solas de noche en la carretera. Ya lo sabe. Juro por Dios que esos cuatro crímenes están relacionados y juro también que la muerte de su esposa tiene que ver con todos ellos. Las cinco mujeres fueron estranguladas con pañuelos o cinturones. No lo olvide. La única diferencia es que, por alguna razón que desconocemos, en el caso de su esposa, el asesino entró en una casa. Pero las cinco mujeres murieron del mismo modo.
Un segundo más tarde había desaparecido después de dar un portazo. Steve miró a Hugh.
—¿Qué me dice ahora de su teoría de que el secuestro está relacionado con la ejecución de mañana? —preguntó acusadoramente.
Hugh meneó la cabeza.
—Lo único que sabemos con seguridad es que Kurner no participa en la conspiración, cosa que, por otra parte, nunca habíamos sospechado.
—¿Hay alguna posibilidad, por débil que sea, de que esté en lo cierto acerca de la muerte de Nina?
—Se está agarrando a un clavo ardiendo. Todo son quizá y conjeturas. Es abogado y quiere salvar a su cliente.
—Si mi hijo estuviera aquí, permitiría que ese médico hablara con él, que le hipnotizara si fuera necesario. Neil ha tenido pesadillas muy a menudo desde esa noche. Precisamente me habló de ello la semana pasada.
—¿Qué le dijo?
—Algo de que tenía miedo y no podía olvidar. He hablado con un psiquiatra de Nueva York que me ha sugerido que puede tratarse de un caso de represión. Hugh, dígame sinceramente, ¿está convencido de que Ronald Thompson mató a mi mujer?
Hugh se encogió de hombros.
—Señor Peterson, cuando las pruebas son tan decisivas como en este caso, es imposible llegar a otra deducción.
—No ha contestado a mi pregunta.
—La he contestado del único modo que puedo hacerlo. Ese bistec estará ya incomible. Pero, por favor, tome alguna cosa.
Pasaron al comedor. Steve partió un panecillo y se sirvió un café. Al hacerlo rozó con el codo los papeles de la declaración de Ronald. Cogió la primera página y empezó a leer: «Sentía perder el empleo, pero comprendía las razones del señor Timberly. Él necesitaba a una persona que pudiera trabajar más horas. Pero a mí me importaba mucho jugar al fútbol porque eso podía facilitarme la admisión en una universidad y hasta incluso podía valerme una beca. Por eso no podía seguir trabajando tanto. La señora Peterson oyó al señor Timberly. Me dijo que sentía mucho que me despidieran y que siempre había sido muy amable con ella al ayudarla a llevar las bolsas al coche. Me preguntó qué tipo de trabajo iba a buscar ahora y yo le dije que trataría de pintar alguna casa durante el verano. Hablamos de eso mientras íbamos hacia su coche. Me dijo que ellos acababan de comprarse una casa y que querían pintarla por dentro y por fuera. Mientras metía las bolsas en el portaequipajes me dijo que fuera a echar un vistazo a la casa. Yo le dije que ése era mi día, que como decía mi madre a veces la mala suerte de pronto se transforma en buena. Bromeamos un poco y ella rió y comentó: “En cierto modo también es mi día de suerte porque han cabido todas las bolsas en el maletero”. Me confesó que no le gustaba nada ir a la compra y que por eso se llevaba tanta comida de una vez. Eran las cuatro en punto. Luego…».
Steve dejó de leer. ¡Conque su día de suerte! ¡Su día de suerte! Apartó el manuscrito de un manotazo.
En ese momento sonó el teléfono. Steve y Hugh se levantaron de un brinco. El policía corrió a la cocina. Steve descolgó el auricular de la extensión del despacho.
—Steve Peterson al habla —dijo con cierto temor. «¡Por favor, que sean buenas noticias!», rogó.
—Señor Peterson, soy el padre Kennedy, de la parroquia de Santa Mónica. Me temo que ha ocurrido algo muy extraño.
Steve sintió que los músculos de la garganta se le agarrotaban. Hizo un esfuerzo por articular unas palabras.
—¿De qué se trata, padre?
—Hace veinte minutos, cuando me acerqué al altar mayor para decir la misa de la tarde, hallé un pequeño paquete apoyado contra la puerta del sagrario. Le leeré exactamente lo que dice: «Para entregar a Steve Peterson de inmediato. Asunto de vida o muerte». Y su número de teléfono. ¿Puede tratarse de una broma?
—Steve oyó la ronquera de su propia voz, notó el sudor frío que empapaba las palmas de sus manos.
—No, no es una broma. Puede ser importante. Voy para allá inmediatamente, padre. Y, por favor, no hable de esto con nadie.
—Naturalmente, señor Peterson. Le esperaré en la rectoría.
Cuando Steve regresó media hora más tarde, Hugh le esperaba con el magnetófono preparado, ambos se inclinaron sombríos sobre el aparato cuando las ruedas comenzaron a girar.
Por unos instantes se oyó una respiración áspera y jadeante y luego la voz de Sharon. Steve palideció y se aferró al brazo de Hugh. El mensaje. La voz de Sharon leía el mensaje que el secuestrador había redactado. ¿Qué quería darle a entender al decir que se había equivocado? ¿Por qué tenía que perdonarla? La grabación se cortaba bruscamente como si alguien la hubiera interrumpido. Neil. De él provenía ese sonido áspero de respiración. Neil tenía un ataque de asma. Steve escuchó la voz entrecortada de su hijo. Sharon le cuidaba. Pero ¿por qué mencionaba de pronto a su madre? ¿Por qué en ese preciso momento?
Apretó los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos y se los llevó a la boca para dominar los sollozos que sacudían su pecho.
—Eso es todo —dijo Hugh. Alargó la mano hacia el magnetófono—. Oigámoslo otra vez.
Pero antes de que pudiera detener la cinta, ocurrió. Una voz cálida, alegre, melodiosa, acogedora, invadió la habitación.
«¡Qué amabilidad la suya! Pase, por favor».
Steve dio un salto y un grito de angustia surgió de su garganta.
—¿Qué pasa? —preguntó Hugh—. ¿Qué es esto?
—¡Dios mío! —exclamó Steve. Es mi mujer. ¡Nina!