Al salir de la cabina telefónica se encaminó directamente a Grand Central. Era mejor ir ahora, cuando había muchos pasajeros. Los policías de la terminal tenían un sexto sentido.
Sharon y el niño probablemente no habían cenado el día anterior. Debían tener hambre. No quería que Sharon sufriera, pero sabía que ella no comería si no le daba también al chico. Pensar en Neil le ponía nervioso. Hacía un par de semanas había sentido verdadero pánico al levantar la vista y encontrarse con aquellos ojos infantiles que le contemplaban desde el coche, unos ojos castaños, de pupilas tan grandes que parecían negros, le miraban igual que en sus sueños. Acusadores, siempre acusadores…
Mañana todo habría pasado. Tendría que comprar un billete de avión para Sharon. Ahora no tenía bastante dinero, pero a partir de esta noche no tendría que preocuparse más por eso. Haría la reserva. Pero ¿qué nombre utilizaría? Tendría que inventarse uno para ella.
Ayer mismo, en el programa Today la habían presentado como escritora y periodista. Era muy conocida entre el público.
Por eso le parecía aún más maravilloso que estuviera tan enamorada de él.
Había sido invitada en el programa Today.
Mucha gente la reconocería.
Frunciendo el ceño se detuvo en seco. La mujer que le seguía apresuradamente, tropezó con él. La miró indignado. «Perdone», dijo ella, y continuó andando a toda prisa. Respiró. Se le notaba que no había querido ser grosera. De hecho le había dirigido una sonrisa, una sonrisa sincera. Muchas mujeres le sonreirían cuando supieran que era rico. Siguió lentamente a lo largo de la avenida Lexington. El tráfico había convertido la nieve en una masa sucia de color marrón. Se había helado toda excepto la que quedaba directamente bajo las ruedas de los autobuses y de los coches. Ojalá pudiera ir ahora al Biltmore. El cuarto que tenía allí era tan confortable… Nunca había estado en un hotel así.
Se quedaría con Sharon y con el niño hasta la tarde. Luego tomaría el tren a Carley. Pasaría por casa para ver si tenía algún recado. No quería que nadie se preguntara qué había sido de él. Se esforzó por pensar dónde podría dejar la casete. Era posible que Peterson se negara a pagar el rescate si no la recibía.
Tenía que conseguir ese dinero. Ahora le resultaba demasiado peligroso quedarse en el condado de Fairfield. Además tenía una buena coartada. Todos sabían que iba a marcharse.
—¿Alguien de por aquí ha desaparecido de pronto? —preguntaría la policía.
—¿Él? No. Precisamente se ha quejado mucho de que le echaran del local. Le rogó repetidas veces al casero que le renovara el contrato.
Pero eso había sido antes de la muerte de las dos chicas. «El asesino de la carretera», le llamaban los periódicos. Si supieran…
Hasta había asistido al funeral de Bárbara Callaban. ¡Nada menos que al funeral!
De pronto cayó en la cuenta de cuál era el sitio más indicado para dejar la cinta. Un lugar donde la encontrarían con toda seguridad y la entregarían al destinatario.
Satisfecho, entró en Nedicks y pidió café, leche y unos bollos. Les daría algo de comer ahora y otra vez luego, antes de irse. No quería que Sharon le juzgara cruel.
Cuando se apartó de la vía del tren de Mount Vernon, tuvo la clara sensación de que alguien le observaba. Tenía muy buen instinto para estas cosas. Se detuvo y escuchó. Creyó oír algo y volvió atrás de puntillas. Era sólo una de esas viejecitas que pululaban por la estación cargadas con sus bolsas. Subía la rampa hacia la terminal. Probablemente había dormido en el andén.
Con infinito cuidado desprendió el cable que había pegado con cinta adhesiva a la puerta de la habitación. Sacó la llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura. Abrió milímetro a milímetro para no mover el cable, se deslizó al interior de la habitación y cerró la puerta.
Encendió los tubos de luz fluorescente y dio un gruñido de satisfacción. Sharon y el niño seguían tal y como él les había dejado. Neil, naturalmente, no podía ver nada a través de la venda que le cubría los ojos, pero tras él, Sharon levantó la cabeza. Dejó el paquete en el suelo, se acercó a ella presuroso y le arrancó la mordaza de la boca.
—Esta vez no estaba muy apretada —le dijo, pues le pareció ver una mirada de reproche en sus ojos.
—No.
La encontró muy nerviosa, nerviosa de un modo distinto al de antes. Le miraba con expresión aterrada. No quería que tuviera miedo de él.
—¿Tienes miedo, Sharon? —le dijo con una voz estremecedoramente suave.
—No… En absoluto.
—Te he traído algo de comer.
—¡Qué bien! ¿Quieres quitarle la mordaza a Neil?, por favor. Y desátanos. Aunque sea sólo las manos, como antes…
Él frunció el entrecejo. La notaba distinta.
—Claro que sí, Sharon.
Frotó la nariz contra el rostro de la muchacha. Tenía una gran fuerza en los dedos y pudo deshacer los nudos con suma facilidad. Al minuto siguiente las manos de la muchacha estaban libres y él se disponía a desatar al niño. Éste se apretó contra Sharon.
—No temas, Neil —dijo ella—. Recuerda lo que te dije.
—¿Qué le dijiste, Sharon?
—Que su padre va a darte el dinero que le has pedido y que mañana le dirás dónde puede encontrarle. Le he dicho que yo me iré contigo, pero que su padre vendrá a buscarle después de que nosotros nos hayamos ido. ¿No es verdad?
Hablaba con voz cautelosa, pensativos los ojos brillantes.
—¿Estás segura de que quieres venir conmigo, Sharon?
—Sí, claro que sí… Me gustas mucho. Zorro.
—Os he traído bollos, café y leche.
—Eres muy amable.
Sharon flexionó los dedos. La vio frotar las muñecas de Neil y apartarle unos mechones de pelo que le caían sobre la frente. Advirtió después que apretaba las manos del niño entre las suyas como si le recordara una señal, un pacto secreto.
Acercó al catre el cajón de naranjas y depositó sobre él la bolsa de papel. Ofreció a Sharon un vaso de cartón lleno de café.
—Gracias. —Lo puso sobre el suelo sin probar un sorbo siquiera—. ¿Dónde está la leche de Neil?
Él le entregó otro vaso que ella colocó entre las manos del niño.
—Toma, aquí tienes. Bebe despacio.
La respiración de Neil era áspera, ronca, irritante. Le traía recuerdos a la memoria.
Sacó los bollos de la bolsa. Había pedido que les pusieran mucha mantequilla, como a él le gustaban. Sharon cogió unos de ellos, lo partió y le dio un pedazo al niño.
—Toma, Neil, come.
Le hablaba en tono tranquilizador, como si los dos hubieran tramando alguna conspiración contra él.
Les miró con expresión sombría. Se tomó el café de un trago, casi sin saborearlo. Entre Sharon y Neil se comieron un bollo y bebieron el café y la leche.
Él no se había quitado el abrigo. Hacía mucho frío en aquella habitación y además no quería mancharse el traje. Cogió la bolsa de papel, la dejó en el suelo, se sentó en el cajón y les contempló.
Cuando acabaron de comer, Sharon sentó a Neil en su regazo. El niño seguía respirando con fatiga, ruidosamente. El sonido irritaba a Zorro, le enervaba. Sharon no le miraba. Frotaba suavemente la espalda de Neil mientras le hablaba con cariño, diciéndole que tratara de dormir. La vio besar la frente del niño, apoyar la cabeza infantil en su hombro.
Era buena y probablemente sólo quería tranquilizarle. Podía eliminar al chico ahora y dejar que empezara a mostrarse un poco cariñosa con él. La expresión de su rostro cambió. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios y empezó a pensar en los distintos modos en que Sharon podía demostrarle su amor. Su cuerpo se inundó de calor anticipándose al placer. Se dio cuenta de que la muchacha le miraba y vio que sus brazos se apretaban en torno al cuerpo del niño. Deseó que esos mismos brazos le rodearan a él.
Se levantó y avanzó hacia el catre. Al hacerlo, tropezó contra el magnetófono. ¡El magnetófono! La cinta que Peterson le había pedido. Era demasiado pronto para matar al niño. Furioso y desilusionado, volvió a sentarse.
—Ahora voy a grabar tu voz para Peterson —le dijo a Sharon.
—¿Vas a grabarla?
Estaba tensa y nerviosa. Hacía un segundo hubiera jurado que iba a hacerles algo. Había notado algo en la forma en que les miraba, en la expresión de su rostro. Trató de pensar. ¿Habría algún modo de escapar? Desde que Neil le había dicho que aquel hombre era el asesino de su madre, pensaba frenéticamente en el modo de escapar de allí. Mañana por la noche podía ser demasiado tarde para Ronald Thompson y para el niño. No sabía a qué hora pensaba Zorro ir a recogerla, si es que realmente llegaba a hacerlo. Algo tramaba aquel hombre. El recuerdo de su campaña por salvar a Ronald la torturaba. La madre del chico había tenido razón. Al insistir en su culpabilidad había contribuido a que le condenaran. Ahora no le importaba nada más que salvar la vida de Neil e impedir que ejecutaran a Thompson. A costa de lo que pudiera sucederle a ella. Fuera lo que fuese, se lo tenía merecido. Y pensar que había tenido la osadía de decirle a Steve que asumía el papel de Dios…
Zorro tenía una pistola. La llevaba en el bolsillo del abrigo. Si pudiera conseguir que la abrazara, se la sacaría.
Si lo lograba, ¿sería capaz de matarle?
Miró a Neil, pensó en el condenado a muerte que esperaba la hora final en su celda… Sí, podría matarle.
Le vio manipular el magnetófono con manos expertas. En ese momento insertaba la cinta. Se trataba de un modelo TWZ que se vendía en todas partes. Imposible que pudiera constituir una pista. Ahora acercaba el cajón de naranjas al catre.
—Toma, Sharon. Lee esto.
Le entregó un papel en el que había escrito el siguiente mensaje: «Steve, si quieres volver a vernos vivos paga el rescate. El dinero, ochenta y dos mil dólares, debe ir en billetes de diez, veinte y cincuenta. No dejes de entregárselo y no permitas que lo marquen. Acude a la cabina telefónica de la esquina de la calle Cincuenta y nueve y la avenida Lexington a las dos de la madrugada. Ve solo y no llames a la policía».
Le miró.
—¿Puedo añadir algo más? Verás, nos peleamos y rompimos. Es muy posible que si no le pido perdón no quiera pagar más que el rescate de su hijo. No sabes lo testarudo que es. Es capaz de darte sólo la mitad del dinero, lo de Neil. Porque sabe que no le quiero. Pero nosotros necesitamos todo el dinero, ¿no?
—¿Qué quieres decir, Sharon?
¿Estaba jugando con ella? ¿De verdad la creería?
—Unas palabras de disculpa, eso es todo.
Trató de sonreír. Dejó a Neil sentado sobre el catre, se acercó a Zorro y le acarició la mano.
—No quiero trucos, Sharon.
—¿Por qué iba a engañarte? ¿Qué quieres que diga Neil?
—Sólo que quiere volver a casa. Nada más.
Tenía un dedo posado sobre el mando del magnetófono correspondiente a la grabación.
—Cuando apriete, empieza a hablar. El micrófono está empotrado en el aparato.
Sharon tragó saliva. La cinta comenzó a girar.
—Steve…
Leyó el mensaje tratando de ahorrar tiempo, tratando de pensar qué diría después. Acabó de leer:
—… no llames a la policía.
Se detuvo. Él la miraba atentamente.
—Steve. —Tenía que comenzar ya—. Steve, ahora va a hablarte Neil. Pero primero quiero decirte que me equivoqué. Espero que puedas perdonarme.
Se oyó el clic del magnetófono en el momento en que iba a decir: «He cometido un tremendo error…».
—Basta, Sharon. Con esto basta para disculparte.
Luego señaló al niño. Sharon rodeó los hombros de Neil con un brazo.
—Vamos —le dijo—, di algo a tu papá.
El esfuerzo que hizo el niño por hablar, acentuó el silbido de su respiración.
—Papá, estoy bien. Sharon me está cuidando. Pero a mamá no le gustaría verme aquí.
La cinta se detuvo de nuevo. Neil había intentado enviar un mensaje a Steve, había tratado de relacionar su secuestro con la muerte de su madre. El hombre hizo retroceder la cinta y escuchó el mensaje. Al acabar, dirigió una sonrisa a Sharon.
—Muy bien. Si yo fuera Peterson, pagaría por rescatarte.
¿Estaba tendiéndole una trampa deliberadamente?
—Sharon. —Neil buscó la manga de la muchacha y tiró de ella—. Tengo que…
—¿Quieres ir al lavabo, chico? —dijo Zorro con desenvoltura—. Es lo natural después de todo este tiempo.
Se acercó a Neil, le cogió en brazos, entró al baño con él, y cerró la puerta. Sharon esperó su regreso aterrada, pero al poco tiempo le vio volver llevando al niño bajo el brazo. Se dio cuenta de que le llevaba con la cara vuelta hacia el otro lado, como si temiera que Neil pudiera ver a través de la venda que cubría sus ojos. Dejó al niño en el catre.
El chiquillo temblaba.
—Sharon.
—Estoy aquí.
Le acarició suavemente la espalda.
—¿Quieres ir tú? —El secuestrador señaló el retrete.
—Sí, gracias.
La cogió del brazo y la condujo hasta el húmedo cubículo. Las cuerdas se le clavaban en las piernas y en los tobillos obligándola a doblegarse de dolor.
—Hay pestillo, Sharon —dijo él—. Dejaré que lo corras mientras estás ahí dentro porque si no la puerta se abre. Pero te aconsejo por tu bien que salgas cuanto antes. —Su mano acarició la mejilla femenina—. No me hagas enfadar porque me cargo al chico ahora mismo.
Salió cerrando la puerta tras él.
Sharon echó el pestillo precipitadamente y miró en torno suyo. Sumida en la oscuridad que reinaba en el pequeño cubículo, tanteó con las manos la pared y el depósito del inodoro. Quizá pudiera encontrar algo. Un trozo de cañería, un objeto cualquiera puntiagudo… Tanteó también el suelo.
—Date prisa, Sharon.
—Ya voy.
Cuando abría la puerta sintió que el picaporte se aflojaba bajo la presión de su mano. Inmediatamente trató de hacerlo girar. Si pudiera desprenderlo se lo metería en el bolsillo de la falda. Quizá tuviera algún borde agudo… Pero no podía sacarlo.
—¡Sal de ahí!
La voz del hombre revelaba de nuevo nerviosismo. Sharon abrió, quiso salir, tropezó y se aferró al marco de la puerta. Él se acercó. Deliberadamente, Sharon se abrazó a su cuello. Venciendo su repugnancia, le besó en la mejilla y los labios. Los brazos del hombre se tensaron. Sintió el rápido latir de su corazón. ¡Dios mío, por favor…!
Dejó que sus manos se deslizaran a lo largo de los hombros masculinos, de la espalda… La izquierda subió al cuello de Zorro y se detuvo en una lenta caricia. Mientras, la derecha se deslizaba hacia abajo, se hundía en el bolsillo de la chaqueta del secuestrador, sentía el frío de la hoja de acero…
Zorro la apartó de un empujón, arrojándola contra el suelo de cemento. Las piernas, fuertemente amarradas, se plegaron bajo ella. Sintió un dolor agudo, cegador, en el tobillo derecho.
—¡Eres como las otras, Sharon! —gritó el hombre. Estaba de pie, junto a ella. Ella le miraba desde el suelo. Las oleadas de dolor empujaban lo poco que acababa de comer a su garganta, la ahogaban. El hombre se inclinó sobre ella. Tenía el rostro totalmente desencajado. El pulso le latía bajo los ojos. Unas manchas rojas acentuaban la línea aguda de sus mejillas. Sus pupilas eran dos pozos negros de los que surgía la rabia a borbotones—. ¡Perra! —exclamó—. ¡Perra!
De un empujón la lanzó sobre el catre. Luego le retorció los brazos a la espalda con violencia. El dolor hundió a Sharon en una nube oscura.
—¡Mi brazo! —gimió.
—¡Sharon, Sharon! ¿Qué ha pasado? —La voz de Neil revelaba el terror que experimentaba el niño.
Haciendo un terrible esfuerzo, ella se dominó.
—Me he caído.
—¡Como todas las demás! ¡Fingiendo! Sólo que tú eres peor. Has querido engañarme. Sabía que estabas mintiéndome, engañándome… ¡Lo sabía!
Sintió unas manos en torno al cuello. «¡Dios mío!». Unos dedos poderosos se hundían en su garganta. «¡Señor, ayúdame!».
—No.
La presión desapareció. Dejó caer la cabeza hacia atrás, inerte.
—Sharon, Sharon…
Neil lloraba y se sofocaba.
La muchacha aspiró profundamente y volvió el rostro hacia él. Los párpados le pesaban. Se esforzó por mantenerlos abiertos. Zorro estaba junto a la pila mojándose el rostro con agua. Debía de estar helada. Le miró aterrada. Era evidente que trataba de controlarse. Había estado a punto de matarla. ¿Qué le había detenido? Quizá creyera que aún podía necesitarla.
Se mordió el labio inferior para dominar el dolor. No había forma de escapar, era imposible. Mañana, cuando tuviera el dinero les mataría a los dos. Y Ronald Thompson moriría por un crimen que no había cometido. Ella y Neil eran los únicos que podían demostrar su inocencia. Se le hinchaba el tobillo. Las cuerdas se clavaban en la carne inflamada haciendo presión contra el cuero de la bota. «¡Dios mío, ayúdame!». Se estremeció y su rostro se cubrió de sudor.
En ese momento Zorro se secaba la cara con un pañuelo. Se acercó después al catre, volvió a maniatar a Neil y les amordazó a los dos. Adhirió de nuevo a la puerta el cable unido a la maleta.
—Me voy, Sharon —dijo—. Volveré mañana. Sólo una vez más, la última…
No entraba en sus planes el irse tan pronto, pero sabía que si se quedaba allí acabaría matándola. Y podía volver a necesitarla. Cabía la posibilidad de que Peterson exigiera más pruebas de que ella y el niño seguían vivos. Y quería ese dinero. No podía arriesgarse a matarla todavía.
A las once en punto llegaba un tren de Mount Vernon. Faltaban sólo unos minutos. Se quedó esperando junto a la salida del túnel. Estaba muy oscuro.
Pisadas. Se apretó contra la pared y asomó cautelosamente la cabeza. ¡Un hombre! Era un vigilante que miró cuidadoso en torno suyo, paseó un momento por aquella zona, examinó las cañerías y las válvulas, echó una ojeada a la escalera metálica que conducía al cuarto, y volvió a subir lentamente la rampa que iba a desembocar en el andén de Mount Vernon.
Sintió su cuerpo empapado por un sudor frío. La suerte empezaba a abandonarle. Lo sabía. Tenía que acabar con aquel asunto como fuera y huir. Se oyó un ruido atronador y el rechinar de unos frenos. Se deslizó cautelosamente entre los ventiladores y las bombas hasta llegar a la rampa y, una vez en el andén, se unió con un suspiro de alivio a los pasajeros que descendían de los vagones.
Eran sólo las once. No quería quedarse esperando hasta la tarde en su habitación del hotel. Estaba demasiado nervioso. Cruzó la calle Cuarenta y dos en dirección oeste y se metió en un cine. Durante cuatro horas y media contempló absorto la pantalla en que se exhibieron tres películas pornográficas que despertaron sus sentidos y colmaron sus necesidades. A las cuatro y cinco se hallaba a bordo del tren que le conducía a Carley.
No vio a Steve Peterson hasta que estuvo sentado en el vagón. Por casualidad alzó la vista en el momento en que pasaba a su lado. Afortunadamente, pudo ocultarse tras el periódico que había desplegado ante su rostro para evitar que alguien pudiera reconocerle y sentarse a su lado.
Steve transportaba una pesada maleta.
¡Era el dinero! Lo sabía. Y esta noche sería todo suyo. La sensación de inminente desastre que poco antes le embargara, desapareció como por ensalmo. Cuando, una vez seguro de que Steve se había alejado en su coche, salió de la estación de Carley, iba lleno de esperanza y buen humor. Recorrió con agilidad las cuatro manzanas nevadas que le separaban de su hogar, un miserable garaje situado en un callejón sin salida. Un letrero clavado sobre la puerta rezaba: «A. R. Taggert-Reparación de automóviles».
Abrió la puerta con un llavín y desapareció en el interior del local. No habían echado ningún mensaje por debajo de la puerta. Bien. Eso indicaba que no le habían echado de menos. Pero aunque le hubieran buscado, nadie se habría extrañado de su ausencia. A veces arreglaba los coches de sus clientes a domicilio.
El local era frío y sucio, casi tanto como el cuarto de Grand Central. Lo cierto era que siempre había trabajado en antros repugnantes como ése.
Su coche estaba allí, listo para partir. Lo llenó con la gasolina que sacó de la bomba que tenía en un rincón. Instalar aquella bomba fue la mejor idea que había tenido en su vida. A los clientes les resultaba muy cómodo recoger sus coches reparados, con los depósitos llenos de gasolina y listos para salir a la carretera. Y a él también. De ese modo podía salir a recorrer los caminos por la noche. «¿Se ha quedado sin gasolina, señora? Verá, yo llevo un bidón en el maletero. Soy mecánico, ¿sabe?…».
Había sustituido las matriculas del coche por otras que había cambiado a un cliente dos años antes. Valía la pena prevenirse por si alguien anotaba el número esa noche. Había quitado también el pequeño radiotransmisor, que estaba ahora sobre el asiento delantero. Finalmente se había deshecho de todas las matrículas acumuladas durante los últimos seis años y de las llaves que se había hecho para poder utilizar los automóviles de sus clientes. Lo había arrojado todo a un vertedero de basuras cercano a Pughkeepsie.
Aún quedaban en los estantes unas cuantas herramientas y piezas usadas, además de unos pocos neumáticos apilados en un rincón. Que el viejo Montgomery se molestara en deshacerse de ellos. Bastantes porquerías tendría que llevarse de allí de todos modos.
Era la última vez que pisaba aquel tugurio. Mejor. De todos modos no había podido trabajar mucho durante los dos últimos meses. Estaba demasiado nervioso. Suerte que se había decidido a arreglar el coche de los Vogler. Con ese dinero se las había arreglado durante ese tiempo.
Aquél era el final.
Entró en la mísera habitación que se abría al fondo del garaje y sacó de debajo de la cama una maleta vieja. De una cómoda desvencijada extrajo su reducida colección de prendas de ropa interior y calcetines que colocó después en la maleta.
De la percha que había detrás de la puerta descolgó una vieja chaqueta de color rojo y unos pantalones a cuadros que dobló y metió en la maleta. El mono, manchado de grasa, lo arrojó sobre la cama. Lo dejaría allí. Con todo el dinero que iba a tener, no volvería a necesitarlo.
Sacó el magnetófono del bolsillo de su chaqueta y escuchó de nuevo la grabación de las voces de Sharon y de Neil. La otra grabadora, la Sony, estaba sobre la cómoda. La puso sobre la cama, revolvió las cáseles hasta encontrar la que buscaba y la introdujo en el aparato. Sólo necesitaba la primera parte.
Ésa era.
Volvió a oír la cinta de Sharon y Neil hasta que se desvaneció el eco de la última palabra del niño. Apretó entonces el botón correspondiente a la grabación mientras hacía sonar la cinta que había introducido en la Sony.
La operación le llevó sólo un minuto. Cuando acabó, escuchó del principio al fin la cinta que iba a enviar a Peterson. Perfecta. Sencillamente perfecta. La envolvió en papel marrón y cerró el paquete con cinta adhesiva. Finalmente escribió sobre él unas palabras con un bolígrafo rojo de punta gruesa.
Colocó después las otras cintas y los dos magnetófonos entre su ropa, cerró la maleta y la llevó hasta el coche. La del dinero la llevaría con él en el interior del avión. Esta la facturaría junto con el pequeño radiotransmisor.
Abrió la puerta del garaje, subió al coche y lo puso en marcha. Escuchó el sonido del ralentí y sonrió. «Ahora una visita a la iglesia y después una cerveza», se dijo.