27

Glenda Perry durmió hasta la una en punto. El ruido que hizo el coche de Marian al salir del sendero del garaje a la calle, la despertó totalmente. Antes de abrir los ojos permaneció perfectamente inmóvil, esperando. Pero el dolor que solía acompañar el primer movimiento del día, no llegó. Había sido tan fuerte durante la noche… Peor de lo que le había dicho a Roger. Aunque él probablemente lo adivinaba. El médico estaba muy preocupado por el último cardiograma.

Pero de ningún modo iría al hospital. Le darían tal cantidad de calmantes que la dejarían totalmente inutilizada. Y eso no podía permitirlo. Sabía por qué los dolores habían sido tan fuertes últimamente. Por la ejecución de Ronald Thompson. Era un chico tan joven… Y su testimonio había contribuido a la condena.

—¿La arrojó al suelo, señora Perry?

—Sí. Salía corriendo de la casa.

—Pero era de noche, señora Perry. ¿Está segura de que fue él?

—Completamente. Dudó un segundo en la puerta antes de chocar conmigo. La luz de la cocina estaba encendida.

Y ahora Neil y Sharon. «¡Dios mío! ¡Haz que recuerde esa voz!». Se mordió el labio inferior… Un destello de dolor… «No te preocupes. No te servirá de nada. ¡Por lo que más quieras, piensa!», se dijo. Se introdujo una pastilla bajo la lengua. Aminoraría el dolor antes de que se agudizara. Zorro. Esa palabra, el modo en que la había pronunciado, le había recordado algo. ¿Con qué la había asociado? Con algo sucedido no hacía mucho tiempo.

La puerta se entreabrió y vio a Roger que la miraba.

—Pasa, cariño. Estoy despierta.

—¿Cómo te encuentras?

Roger se acercó a la cama y posó una mano sobre las de su esposa.

—No estoy mal. ¿Cuánto tiempo he dormido?

—Más de cuatro horas.

—¿Quién acaba de irse?

—La señora Vogler.

—Me había olvidado de ella. ¿Qué ha hecho?

—Ha estado muy ocupada en la cocina. La he visto subida en la escalera bajando cosas de lo alto de los armarios.

—Gracias a Dios. Me daba miedo subirme allá arriba y todo eso está lleno de polvo. Roger, ¿que ha ocurrido? ¿Habló Steve con Zorro?

Roger le explicó lo sucedido:

—… así que sólo cruzaron unas palabras. ¿Te encuentras con fuerzas para escucharlas?

—Sí.

Quince minutos después, apoyada la espalda en unos cojines y con una taza de té en la mano, Glenda veía a Hugh Taylor entrar en la habitación.

—Se lo agradezco mucho, señora Perry. Sé que esto representa un gran esfuerzo para usted.

Ella rechazó la disculpa con un movimiento de mano.

—Señor Taylor, estoy avergonzada. Le he hecho perder toda la mañana. Por favor, déjemelo escuchar.

Oyó atentamente la cinta.

—La voz suena tan baja… Es imposible.

La tensa expresión de esperanza que había iluminado el rostro de Hugh, se disipó. Cuando habló, lo hizo con voz neutra.

—Muchas gracias por escucharla, señora Perry. Vamos a analizar el tipo de voz. No constituirá una prueba admisible, pero una vez que detengamos al secuestrador, al menos servirá para confirmar su identificación.

Cogió la grabadora.

—No. Espere.

Glenda puso la mano sobre el aparato.

—¿Es ésta la única grabación que ha hecho de la llamada?

—No. Tenemos dos cintas.

—¿Podría dejarme una?

—¿Para qué?

—Sé que conozco al hombre con quien hablé anoche. Le conozco. Voy a tratar de recordar paso por paso lo que he hecho durante las dos últimas semanas. Si logro acordarme de algo importante me será muy conveniente oír la voz otra vez.

—Señora Perry, si pudiera usted recordar…

Hugh se mordió los labios cuando Perry le dirigió una mirada de advertencia. Al momento abandonaba la habitación seguido de Roger.

Cuando ambos se hallaban ya en el piso de abajo, Perry habló.

—¿Por qué decidió que la señora Vogler se quedara aquí hoy? No sospechará usted…

—No podemos dejar ninguna posibilidad sin estudiar. Creo que no tiene nada que ver con el caso. Parece una mujer de buen carácter. Su situación familiar es buena, está bien considerada por todos… Creo que ha sido sólo una coincidencia que mencionara a Neil esta mañana. En cualquier caso, la mejor coartada de todos los posibles implicados en el caso es la de este matrimonio.

—¿Cómo es eso?

—La cajera del cine recuerda haberla visto entrar y salir del local. A su marido lo vieron los vecinos en casa con sus hijos. Y poco después de las siete, ambos estaban en la comisaría de policía denunciando el robo de su automóvil.

—¡Ah, sí! Algo me dijo de eso. Por suerte lo encontraron.

—Sí. Encontramos un cacharro viejo como ése, y no somos capaces de hallar una sola pista de las víctimas de un secuestro. Señor Perry, ¿qué opinión tiene de Sharon Martin? ¿Cree que podría ser capaz de planear una cosa así?

Roger meditó la pregunta.

—Mi instinto me dice que no.

—¿Qué opina usted de la relación que une a la muchacha con el señor Peterson?

Roger pensó en la última vez que Steve y Sharon les habían visitado. Ella parecía un poco deprimida y Glenda le preguntó qué le sucedía. En un momento en que Steve se fue a la cocina a buscar hielo, Sharon le contestó: «No es nada importante. Pero me preocupa que Neil me rechace».

Cuando Steve pasó junto a la muchacha al volver de la cocina, le revolvió cariñosamente el pelo. Roger recordó la expresión de aquellos dos rostros.

—Creo que están muy enamorados. Más de lo que ambos se imaginan. Creo que a Sharon le preocupa la actitud de Neil, y naturalmente a Steve también. Por otra parte, él está pasando en estos momentos por una situación económica difícil. Invirtió todo lo que tenía en la revista Events. Estoy seguro de que lo recuperará con creces, pero hasta ahora el asunto le ha preocupado. Él mismo me lo ha dicho.

—Y luego la ejecución de Ronald Thompson.

—Sí. Mi mujer y yo teníamos esperanzas de que Sharon consiguiera salvarle. Glenda está destrozada por su participación en el caso.

—¿Quería Sharon que el señor Peterson intercediera ante la gobernadora?

—Creo que al final se dio cuenta de que no iba a hacerlo y de que la gobernadora no iba a aceptar un llamamiento puramente emocional. No olvide que la han criticado mucho por haber concedido a Thompson dos suspensiones de la sentencia.

—Señor Perry, ¿qué opina de los Lufts? ¿Cree que puedan tener algo que ver con el caso? Están tratando de ahorrar dinero y sabían su número de teléfono. También es posible que estuvieran al tanto de la existencia de la cuenta bancada de Neil.

Roger negó con la cabeza.

—Imposible. Cuando Dora le trae algo a Glenda del mercado, se pasa veinte minutos asegurándose de que da el cambio exacto. Y él es igual. A veces lleva mi coche al mecánico y luego viene presumiendo de cuánto dinero me ha ahorrado. Puedo asegurarle que ambos son honrados hasta la exageración.

—Muy bien. Sé que usted nos llamará a casa del señor Peterson si su esposa tiene algo que comunicarnos.

Hank Lamont esperaba ansioso la llegada de Hugh. Algo en su expresión delataba que tenía noticias frescas. Hugh no perdió el tiempo con preliminares.

—¿Qué pasa?

—La señora Thompson…

—¿Qué hay de ella?

—Anoche habló con Sharon Martin.

—¿Qué?

—Nos lo ha contado Ronald, su hijo. Don y Stan le interrogaron en su celda. Le dijeron que habían amenazado al hijo de Peterson y le advirtieron que si era obra de sus amigos, era mejor que nos diera sus nombres antes de que se metieran en un buen lío.

—No le dirían que habían secuestrado a Sharon y a Neil…

—Claro que no.

—¿Qué dijo él?

—No tiene nada que ver con el asunto. Las únicas visitas que ha recibido durante todo el año han sido las de su madre, su abogado y su párroco. Sus amigos íntimos del colegio estudian ahora en la universidad. Nos dio sus nombres. Todos están fuera de la ciudad. Pero sí nos dijo que Sharon llamó a su madre.

—¿Han hablado con la señora Thompson?

—Sí. Se aloja en un motel muy cerca de la prisión. La encontraron.

—¿En el motel?

—No, en la iglesia. Pobre mujer. Estaba allí arrodillada, rezando. No puede creer que vayan a ejecutar a su hijo mañana. Se niega a creerlo. Dice que Sharon la llamó pocos minutos antes de las seis. Quería saber si podía hacer algo por ella. La señora Thompson admite que perdió el control, que la culpó de recorrer todo el país pregonando que su hijo era culpable. Le dijo que no le respondía de lo que pudiera hacerle si su hijo moría. ¿Qué opina usted?

—Veamos —dijo Hugh—. Supongamos que Sharon Martin se asusta con la llamada, cree que la madre de Thompson va a hacer lo que le ha dicho, desesperada llama a alguien para que les recoja al niño y a ella. Planea un espectacular golpe de efecto. Hace pasar su desaparición por un secuestro y retiene después a Neil como rehén por la vida de Thompson.

—Es una posibilidad —dijo Hank.

El rostro de Hugh se endureció.

—Es más que una posibilidad. Creo que este pobre hombre, Peterson, está pasándolas moradas y que la señora Perry está a punto de tener una trombosis sólo porque Sharon Martin se cree que puede manipular a su antojo la justicia.

—¿Qué hacemos ahora?

—Continuaremos como si se tratara de un auténtico secuestro. Averiguaremos lo que podamos acerca de los colegas y amigos de Sharon Martin, especialmente de los que vivan por esta zona. Si la señora Perry pudiera recordar donde ha oído esa voz, descubriríamos todo el pastel.

En su habitación, Glenda escuchaba la cinta una y otra vez. «¿Peterson? Le llamaré dentro de diez minutos al teléfono público de la gasolinera que hay nada más pasar la salida veintiuno». Meneó la cabeza y apagó el magnetófono con un gesto de impotencia. Así no llegaría a ninguna parte. Tenía que recordar paso a paso lo que había hecho durante las dos últimas semanas. En aquella casete había algo, ¿qué era?

El día anterior no había salido de casa. Había hablado primero con la farmacia y luego con Agnes y Julie acerca de la función a beneficio del hospital. Chip y Marian habían llamado desde California y su nieto se había puesto al teléfono. Aquélla fue la última vez que usó el teléfono hasta que llamó Zorro.

El domingo había ido a Nueva York con Roger después de salir de la iglesia. Habían tomado un desayuno-almuerzo en Pierre y habían ido después al Carnegie Hall a oír a Serkin. Aquel día no habló con nadie por teléfono.

El sábado fue a ver al tapicero para lo de las fundas de los sillones y luego a la peluquería, ¿o fue el viernes? Movió la cabeza impaciente. Así no había forma. Ese no era el modo de recordar sistemáticamente. Bajó de la cama, se acercó a su escritorio y sacó su agenda. Le diría a Roger que le trajera también el calendario de la cocina. A veces escribía en él algunas notas. Consultaría también los recibos de las compras que había hecho durante esos días. Los guardaba todos juntos y estaban fechados. Le ayudarían a recordar dónde había estado. Y el talonario de cheques. Sacó éste de un compartimiento del escritorio y los recibos de uno de los cajones.

Volvió a la cama con todo ello suspirando en un momento en que la presión que sentía en el pecho se convirtió en un dolor agudo.

Cogió una tableta de nitroglicerina, apretó el botón que ponía en marcha el magnetófono y escuchó de nuevo la casete. El ronco susurro sonó de nuevo en sus oídos. «¿Peterson? Le llamaré dentro de diez minutos al teléfono público de la gasolinera que hay nada más pasar la salida veintiuno».