26

Steve, Hugh, los Lufts y Hank Lamont se hallaban sentados en torno a la mesa del comedor. Dora acababa de traer una cafetera llena de café recién hecho y unos bizcochos de maíz bien calientes. Steve los miró sin interés. Tenía la barbilla apoyada en la mano. La otra noche Neil le había dicho: «Siempre me dices que no ponga los codos sobre la mesa y tú lo haces todo el tiempo, papá».

Rechazó el pensamiento. Era inútil. Tenía que concentrarse en lo que había de hacer. Estudió a Bill Lufts cuidadosamente: era indudable que había pasado la noche consolándose con una botella. Tenía los ojos inyectados en sangre y le temblaban las manos.

Acababan de escuchar la grabación de las veinte palabras de la primera llamada telefónica. Era imposible reconocer aquella voz ahogada y difusa. Hugh se la había hecho escuchar tres veces y luego había apagado súbitamente el magnetófono.

—Bien —había dicho—. Se lo llevaremos a la señora Perry para que lo oiga tan pronto como nos avise su esposo. Veremos qué dice ella. Pero ahora es sumamente importante que dejemos bien claras unas cuantas cosas.

Consultó la lista que tenía ante él y un momento después siguió hablando.

—Primero, habrá un agente apostado en esta casa hasta que se resuelva el caso. Creo que ese hombre que se hace llamar Zorro es demasiado inteligente para arriesgarse a llamar aquí o a casa de los Perry. Se imaginara que hemos intervenido las líneas. Pero siempre queda una posibilidad… El señor Peterson tiene que ir a Nueva York, así que si suena el teléfono, señora Lufts, cójalo inmediatamente. El agente Lamont estará escuchando en el otro aparato y grabará toda la conversación. Si el secuestrador llega a llamar, no pierda usted los estribos. Trate de mantenerle en la línea lo más posible. ¿Podrá hacerlo?

—Lo intentaré —articuló Dora trémulamente.

—¿Qué han hecho con la escuela de Neil? ¿Llamaron para decir que estaba enfermo?

—Sí. A las ocho y media, tal como usted dijo.

—Bien. —Hugh se volvió hacia Steve—. ¿Habló con su oficina, señor Peterson?

—Sí. El presidente del consejo me recomendó que llevara a Neil de vacaciones unos días hasta que pasara la ejecución. Le dejé recado de que iba a hacerlo.

Hugh se volvió hacia Bill Lufts.

—Señor Lufts, no quiero que salga de casa al menos hasta mañana. ¿Cree que a alguien puede parecerle extraño?

Su mujer rió irónicamente.

—Sólo a los habituales de la taberna El Molino.

—Muy bien. Gracias a los dos.

El tono de Hugh dejaba bien a las claras que no tenía más que decirles. Los Lufts se levantaron y entraron en la cocina dejando la puerta entornada tras ellos.

Hugh se acercó y la cerró de un portazo. Miró a Steve alzando una ceja.

—Creo que los Lufts no se pierden una sola palabra de lo que se dice en esta casa —comentó.

Steve se encogió de hombros.

—Lo sé, pero desde que Bill se jubiló a principios de año, han permanecido aquí como favor. Están deseando irse a vivir a Florida.

—¿Dice que llevan dos años a su servicio?

—Un poco más. Dora venía a limpiarnos la casa con anterioridad a la muerte de Nina. Antes de que Neil naciera venía una vez a la semana. La casa en que vivíamos antes está sólo a seis manzanas de aquí. Estaban ahorrando dinero para cuando se jubilaran. Cuando mataron a mi esposa acabábamos de mudarnos y yo necesitaba a alguien que cuidara del niño. Les dije que podían ocupar la habitación de arriba, la del tercer piso, que es muy grande. De ese modo ellos podían ahorrarse el dinero del alquiler y yo seguía dándole a Dora lo que le pagaba antes por venir a limpiar.

—¿Cómo ha resultado el arreglo?

—Bastante bien. Los dos tienen mucho cariño a Neil y ella le cuida mucho, quizá demasiado. Siempre está encima de él. Pero desde que Bill no tiene nada que hacer, se da mucho a la bebida. Sinceramente le diré que me alegraré el día que se vayan.

—¿Qué les retiene aquí? —preguntó Hugh de repente—. ¿La cuestión económica?

—No, creo que no. A Dora le gustaría que yo me casara para que Neil tuviera una madre. Es muy buena mujer, de verdad.

—¿Y usted iba a casarse con Sharon Martin?

Una sonrisa helada distendió los labios de Steve.

—Eso esperaba.

Se levantó inquieto y se acercó a la ventana. Había empezado a nevar otra vez. La nieve caía blanda y silenciosamente. Pensó que tenía tanto control sobre su vida, como uno de esos copos sobre su propio destino… podían aterrizar sobre un arbusto, sobre la hierba, sobre la calzada, podía derretirse o helarse al contacto con el suelo, podía ser arrastrado, atropellado por las ruedas de un coche, aplastado por la suela de una bota…

Se sentía ligero, incapaz de concentrarse, como si flotara. Haciendo un enorme esfuerzo, atrajo su pensamiento al presente. No podía quedarse inmovilizado, impotente. Tenía que hacer algo.

—Cogeré el talonario del banco e iré a Nueva York —dijo a Hugh.

—Un momento, señor Peterson. Tenemos que decidir un par de cosas.

Steve esperó.

—¿Qué va a hacer si no recibe la grabación de Sharon y su hijo?

—Me prometió…

—Puede que no le sea posible cumplir su promesa. ¿Cómo va a arreglárselas para hacer que usted la reciba? Eso suponiendo que quiera mandarla. Mi pregunta es: ¿está usted dispuesto a pagar el rescate sin pruebas?

Steve meditó un momento.

—Sí. No quiero correr el riesgo de provocar su irritación. Es posible que deje la casete o la cinta en algún lugar donde nadie la encuentre y si yo no le pago…

—Bien. Esa posibilidad la discutiremos más adelante. Si la grabación no ha llegado antes de las dos de la madrugada, cuando le llame al teléfono público de la calle Cincuenta y nueve puede usted intentar retrasar el encuentro. Puede decirle que no la ha recibido y si él afirma que la ha dejado en algún sitio, puede pedirle tiempo para ir a recogerla. Pero ahora pasemos al siguiente punto. ¿Va a darle el dinero en efectivo? Podría pagarle con dinero falso que después sería muy fácil de rastrear.

—Me niego a correr ese riesgo. Ese dinero que tengo en el banco estaba destinado a los estudios de Neil. Si algo le ocurriera al niño…

—Bien. Entonces sáquelo de la cuenta y llévelo al Banco Federal. Que le den un cheque. Unos agentes del FBI fotografiarán allí los billetes del rescate. Así al menos tendremos algún dato.

Steve le interrumpió.

—No quiero que marquen el dinero.

—No he dicho que vayan a marcarlo. No hay forma posible de que el secuestrador llegue a saber que el dinero ha sido fotografiado. Pero la operación llevará tiempo. Ochenta y dos mil dólares en billetes de diez, veinte y cincuenta suponen un montón de billetes.

—Lo sé.

—Señor Peterson, tengo que rogarle que tome unas cuantas precauciones. Primero, permítanos que montemos unas máquinas fotográficas en su automóvil. De ese modo tendremos alguna pista después de su encuentro con el secuestrador. Una fotografía de él o de la matrícula del coche que conduzca. También instalar en su automóvil un instrumento electrónico que emita una señal que nos permita seguirle a cierta distancia. Le prometo que el secuestrador no podrá detectarla. Por último, y esto depende únicamente de su decisión, nos gustaría ocultar otro instrumento electrónico en la maleta en que vaya a entregarle el dinero.

—Suponga que lo encuentre. Se dará cuenta de que he avisado a la policía.

—Suponga que no lo ponemos y que no vuelve a saber del secuestrador. Habrá pagado el rescate y no tendrá ni a su hijo ni a Sharon. Créame, señor Peterson, nuestra intención es devolvérselos a usted sanos y salvos. Una vez conseguido este propósito, nos dedicaremos a buscar a los delincuentes. Pero, como le digo, la decisión le corresponde a usted.

—¿Qué haría usted si se tratara de su hijo y de… su esposa?

—Señor Peterson, no tratamos con gente honorable. No crea que todo consiste en entregar el dinero y recibir a cambio a las víctimas del secuestro. No es tan sencillo. Es posible que los suelte. No lo niego. Pero también puede abandonarlos en algún lugar donde no puedan liberarse por sí mismos. Tenemos que tener en cuenta todas las posibilidades. Al menos, si nos es posible seguir al secuestrador por medio de uno de esos chismes electrónicos, podremos reducir los límites de nuestro campo de acción.

Steve se encogió de hombros, impotente.

—Haga lo que tenga que hacer. Me iré a Nueva York en el coche de Bill.

—No. Quiero que vaya en el suyo y lo deje en el aparcamiento de la estación como de costumbre. Es muy posible que le estén vigilando. Haremos que le siga de lejos un agente. Deje las llaves en el suelo del automóvil. Nosotros las recogeremos e instalaremos los aparatos. Cuando usted vuelva de Nueva York, lo encontrará donde lo dejó. Ahora le diré adonde tiene que ir con el dinero…

Steve se dispuso a tomar el tren de las diez cuarenta con destino a Grand Central. Llegó con diez minutos de retraso y no arribó a Nueva York hasta las once cincuenta. Una vez fuera de la terminal, echó a andar en dirección a la Avenida Park con una maleta vacía en la mano.

La sensación de angustia y de tristeza que hacía horas experimentaba se agudizó conforme recorría las manzanas que separaban la estación de la calle Cincuenta y uno. En este segundo día de nieve, los neoyorquinos transitaban por las calles como de costumbre mostrando su habitual resistencia a los elementos. Se notaba incluso una cierta euforia en el modo en que pisaban las aceras heladas, en la forma en que evitaban los remolinos de nieve. La mañana anterior, él y Sharon se habían detenido sobre la acera nevada a poca distancia de allí. Él había posado una mano sobre el rostro de la muchacha y la había despedido con un beso. Los labios de Sharon no habían respondido a su caricia, como tampoco respondieron los suyos a la caricia de Nina la última vez que ésta le besara.

Al fin llegó al banco. La noticia de que quería retirar los fondos de la cuenta de Neil, a excepción de doscientos dólares, fue recibida con la más absoluta frialdad. El empleado abandonó su puesto para ir a consultar al director de la sucursal que se acercó a Steve apresuradamente:

—Señor Peterson, ¿ocurre algo?

—No, señor Strauss. Sólo quiero retirar cierta cantidad.

—Tendré que pedirle que llene unos impresos para el gobierno federal. Nos lo exigen cuando se trata de cantidades tan elevadas. Espero que no le importe.

—Steve luchó por conservar la calma en su tono y expresión.

—En absoluto.

—Muy bien. —La voz del encargado adquirió un frío tono profesional—. Puede llenar los formularios en mi despacho. Sígame, por favor.

Steve rellenó los impresos de forma puramente mecánica. Cuando acabó, el cajero tenía ya el cheque preparado.

El señor Strauss lo firmó rápidamente, se lo entregó, y se levantó. Su expresión era meditabunda.

—No considere usted una intromisión en sus asuntos personales lo que voy a decirle, pero espero que no se halle usted en ninguna dificultad, señor Peterson. ¿Puedo ayudarle en algo?

Steve se levantó.

—No, no. Gracias, señor Strauss.

Su voz sonaba en sus propios oídos tensa, poco convincente.

—Me alegro. Le apreciamos mucho, como cliente y como amigo. Si tiene alguna dificultad y podemos ayudarle en algo, no dude en darnos la oportunidad de servirle.

Le tendió la mano. Steve se la estrechó…

—Es usted muy amable, pero no ocurre nada. Se lo aseguro.

Salió con la maleta en la mano, paró un taxi y se dirigió al Banco Federal. Allí le condujeron a una sala donde unos cuantos agentes del FBI contaban y fotografiaban con expresión sombría el dinero que iban a entregarle a cambio del cheque que traía. Les contempló sin darse exacta cuenta de lo que hacía.

«El rey contaba su dinero en la tesorería». La canción de cuna acudió a su pensamiento. Nina solía canturreársela a Neil mientras le ponía el pijama.

Volvió a Grand Central. El tren de las tres y cinco acababa de partir. El siguiente no saldría hasta dentro de una hora. Llamó a casa. Dora contestó al teléfono y el agente Lamont habló desde el otro aparato. No había nada nuevo. Ni rastro de la cinta. Hugh Taylor estaría de vuelta para cuando él llegara.

La perspectiva de una hora de espera le horrorizaba. Le dolía la cabeza. Era un dolor lento, sordo, que partía del centro de la frente y volvía a reunirse en la nuca después de dar vuelta a la cabeza como una arandela cada vez más tensa. De pronto cayó en la cuenta de que no había probado bocado desde el almuerzo del día anterior.

La Ostrería. Entraría y tomaría una sopa de ostras y una copa. Pasó junto al teléfono desde el que había llamado a Sharon la noche anterior. Allí había comenzado la pesadilla. Cuando nadie respondió a su llamada, supo que algo malo sucedía. Sólo habían transcurrido veinte horas desde entonces y parecía toda una vida.

Veinte horas. ¿Dónde estarían Sharon y Neil? ¿Les habrían dado algo de comer? Hacía tanto frío… ¿Habría calefacción en el lugar donde estuvieran? Sharon cuidaría de Neil si pudiera, de eso estaba seguro. ¿Y si Sharon hubiera contestado a su llamada la noche anterior? ¿Y si los tres hubieran pasado la velada como él había planeado? Una vez Neil se hubiera acostado, él habría hablado a Sharon. «Sé que no puedo ofrecerte mucho —le habría dicho—. Saldrás ganando si esperas, pero no esperes. Cásate conmigo. Seremos felices juntos».

Probablemente ella le habría rechazado. Despreciaba la actitud que él había adoptado con respecto a la pena capital. Su postura era rígida, inflexible. Estaba seguro de poseer la verdad.

¿Sentiría en este momento la madre de Ronald Thompson lo mismo que él sentía?

Aun después de que su hijo muriera, ella seguiría sufriendo toda su vida.

Como seguiría sufriendo él si algo les ocurría a Sharon y a Neil.

El ritmo de la terminal se aceleraba. Los ejecutivos que salían temprano de sus oficinas para evitar las aglomeraciones de la hora punta, caminaban presurosos hacia los trenes de New Haven que habían de conducirles a Westchester y Connecticut. Las mujeres que habían venido de compras a Nueva York, consultaban los horarios ansiosas de llegar a casa a tiempo de hacer la cena.

Steve descendió las escaleras que conducían a la planta inferior y entró en La Ostrería. El restaurante estaba casi vacío. La hora del almuerzo había pasado hacía tiempo y aún era pronto para los aperitivos y la cena. Se sentó en la barra poniendo el pie derecho sobre la maleta y pidió al camarero lo que iba a tomar.

El mes pasado, él y Sharon se habían encontrado allí para comer. Ella estaba eufórica aquel día. Su campaña para que la sentencia de Thompson fuera conmutada, estaba hallando una calurosa acogida.

«—Lo conseguiremos, Steve —le había dicho confiada». Estaba tan contenta. Aquel asunto era muy importante para ella. Le habló con entusiasmo del viaje que pensaba emprender para lograr mayor apoyo.

«—Te echaré de menos —le había dicho él.

»—Yo también a ti».

—Te quiero, Sharon. Te quiero, Sharon. Te quiero, Sharon.

«¿Se lo dije aquel día?», se preguntó.

Apuró de un trago el martini que el camarero le sirvió en la barra.

Permaneció sentado en La Ostrería sin probar bocado hasta las cuatro menos cinco, hora en que pagó la cuenta y se dirigió al andén de donde partía el tren para Carley. No reparó en que cuando entraba en el vagón de fumadores un hombre sentado en el último asiento ocultó su rostro tras el periódico que iba leyendo. Cuando hubo pasado, el periódico bajó unos milímetros y unos ojos brillantes le siguieron mientras avanzaba por el pasillo con la maleta en la mano.

Ese mismo pasajero se bajó también en Carley, pero esperó cautelosamente en el andén hasta que Steve entró en el aparcamiento y desapareció en el interior del automóvil que ahora iba equipado con cámaras fotográficas ocultas tras los faros y el espejo retrovisor.