Su habitación. Lally tenía que ir a su habitación. El frío no le importaba. Dos mantas y entremedias una capa de periódicos le bastarían para abrigarse. La echaba tanto de menos. El tugurio de la Décima Avenida en que Rosie y la mayoría de sus compañeros habían dormido la mayor parte del invierno, estaba demasiado lleno. Necesitaba estar sola algún tiempo. Necesitaba su cuarto para soñar.
Años antes, cuando era joven, después de leer en el periódico las secciones de Louella Parsons y Hedda Hopper, se dormía soñando que en vez de una maestra de escuela fea y solterona era una estrella de cine que llegaba a la estación de Grand Central donde la esperaban periodistas y fotógrafos.
Se bajaba del Twentieh Century Limited vestida unas veces con un abrigo de zorro blanco, y otras con un traje sastre de seda, su estola de marta al brazo. La acompañaba su secretaria que llevaba el maletín con sus joyas.
Una vez soñó que asistía al estreno de su película en Broadway. Iba vestida con el traje de noche que llevaba Ginger Rogers en Sombrero de copa.
Con el tiempo sus sueños se disiparon y se acostumbró a ver la vida tal como era: sombría, monótona, solitaria. Pero cuando llegó a Nueva York y empezó a pasar el día entero en Grand Central… De pronto fue como si realmente viviera su apogeo de estrellato, como si no fuera ficción.
Cuando Rusty le dio la llave de aquel cuarto y ella pudo dormir en su estación oyendo el ruido de los trenes que iban y venían, sus deseos se colmaron.
A las ocho y media en punto de la mañana del martes, se dirigió al andén de Mount Vernon, situado en el nivel inferior de la terminal, cargada con sus bolsas de grueso papel marrón. Se mezclaría con los viajeros del tren de las ocho cincuenta y, aprovechando la confusión, se escurriría hacia su habitación. En la galería que conducía al hotel Biltmore se detuvo en un bar de la cadena Nedicks y pidió un café y un par de bollos. Acababa de leer las revistas Time y Newsweek que había rescatado de una papelera.
El hombre que esperaba en la cola del mostrador donde preparaban desayunos para llevar, le resultaba vagamente conocido. ¡Vaya! ¡Pero si era el que le había estropeado el plan la noche anterior al bajar al andén de Mount Vernon con la chica del abrigo gris! Le oyó, no sin cierto rencor, pedir dos cafés, unos bollos y leche. Le siguió con mirada hostil cuando fue a pagar su cuenta. Se preguntó si trabajaría por allí. No podría decir por qué, pero hubiera jurado que no.
Cuando salió de Nedicks vagó sin rumbo por la estación para no despertar sospechas entre los vigilantes. Pero al fin se halló en la rampa que conducía al andén de Mount Vernon. Los pasajeros subían al tren. Los que se dirigían a la plataforma andaban apresuradamente. Satisfecha, Lally se unió a la riada humana y bajó hacia el andén. Mientras los otros subían a los vagones, ella se escurrió hacia el túnel y dobló a la derecha. Un segundo después se había escabullido del mundo exterior.
Y en aquel momento le vio. Era el hombre que acababa de comprar el café, la leche y los bollos. El hombre que había visto bajar al andén la noche anterior. Andaba de prisa, de espaldas a ella. En ese instante desaparecía en las profundidades palpitantes de la terminal.
Sólo podía dirigirse a un sitio: a su cuarto.
¡La había encontrado! Por eso había bajado a la plataforma la noche anterior.
No iba a esperar al tren. Iba al cuarto con la chica.
Había comprado dos cafés, leche y bollos. Ella debía estar esperándole allí.
Lágrimas de desilusión y de amargura anegaron los ojos de Lally. Le habían robado su cuarto. Pero de pronto, su capacidad de adaptación a las contrariedades, capacidad que había practicado durante toda su vida, vino a rescatarla. Solucionaría el problema. Se desharía de ellos. Vigilaría y cuando estuviera segura de que el hombre se había ido, entraría en el cuarto y le diría a la chica que la policía sabía que estaban allí y venían a detenerlos. Eso bastaría para hacerla huir. El tipo tenía un aspecto bastante sospechoso, pero la muchacha no era de las que se veía merodeando por la estación. Probablemente estaba corriendo una aventura. Se iría más que corriendo y se lo llevaría a él.
Satisfecha ante la idea de engañar a los intrusos, Lally se volvió y se encaminó a la sala de espera del piso superior. Su imaginación voló junto a la muchacha que estaría ahora tendida en su catre esperando a que su novio le trajera el desayuno. «No te hagas ilusiones, señorita. Muy pronto tendrás compañía».