No quería ser un llorica. Siempre trataba de dominarse todo lo que podía, pero eso de llorar era igual que cuando le daba un ataque de asma. No había forma de detenerlo. Se le hacía un nudo en la garganta, se le tapaba la nariz, y unas lágrimas de niño le humedecían el rostro. En el colegio lloraba mucho. Sabía que los otros niños le consideraban muy crío por eso, y también la profesora, aunque ella nunca se reía de él.
Pero algo en su interior le hacía sufrir todo el tiempo. Era una sensación de miedo, de preocupación constante. Todo comenzó el día en que murió mamá y se fue al cielo. Él estaba jugando con sus trenes. Desde entonces no había querido volver a verlos.
El recuerdo de aquel día le hizo jadear. No podía respirar bien por la boca a causa de la mordaza. Su pecho se agitaba angustiosamente. Quiso aspirar una bocanada de aire y la gasa se introdujo entre sus dientes. La notó áspera y seca. Trató de decir «No puedo respirar», pero la venda se incrustó aún más en su boca. Se ahogaba. Iba a echarse a llorar.
—¡Neil, basta!
La voz de Sharon sonaba rara, ronca y profunda, como si saliera de lo más hondo de la garganta. Pero el rostro de la muchacha estaba junto al suyo, y aunque les separaba un trozo de tela, sentía cómo se movían los músculos de su cara mientras hablaba. Debía estar también amordazada.
¿Dónde estaban? Hacía mucho frío y el ambiente estaba enrarecido. Les habían echado algo encima, una manta probablemente. La venda que le cubría los ojos estaba muy apretada y no podía ver absolutamente nada.
Un hombre había abierto la puerta de un empujón y le había derribado al suelo. Luego les había atado y se había llevado a Sharon. Al rato había vuelto, le había recogido del suelo y le había metido a duras penas en una especie de bolsa. Un día que jugaban al escondite en casa de Sandy se había escondido en una bolsa de plástico de esas que utilizan los jardineros para recoger hojas secas. Entonces había experimentado la misma sensación. No recordaba nada de lo sucedido después de que el hombre le introdujera en la bolsa. Nada hasta que Sharon le sacó de ella. Se preguntó por qué cayó al suelo.
No quería pensar en eso. En este momento Sharon decía:
—Respira lentamente, Neil. No llores. Tú eres un chico valiente.
También ella le consideraba un llorica, estaba seguro. Esa misma noche, cuando había llegado a casa, le había encontrado llorando. Poco antes, cuando no había querido tomarse la tostada y el té que acababa de prepararle la señora Lufts, ésta le había dicho:
—Se ve que tendremos que llevarte con nosotros a Florida cuando nos vayamos, Neil. De algún modo tenemos que engordarte.
«¡Claro!», se dijo. Ahí estaba la prueba. Si papá se casaba con Sharon, pasaría lo que había dicho Sandy. A los niños enfermos no los quiere nadie. Le obligarían a ir con los Lufts.
Por eso se había echado a llorar.
Pero ahora estaba enfermo y Sharon no parecía furiosa con él. Con esa voz tan rara que le salía de pronto, le decía:
—Aspira, exhala… despacito. Respira por la nariz. —Y él trataba de obedecer—. Eres un niño muy valiente, Neil. Piensa en lo que dirán tus amigos cuando se lo cuentes.
A veces Sandy le preguntaba acerca del día en que habían matado a su madre. Una vez le había dicho:
—Si alguien tratara de hacer daño a mi mamá, yo se lo impediría.
Quizá él debió tratar de defender a su madre. Muchas veces había querido hablar de eso a papá, pero nunca había podido.
Su padre siempre le decía que no tenía que volver a pensar en ese día. Pero a veces no podía evitarlo.
Respiró lentamente. El cabello de Sharon le rozaba la mejilla. No parecía que a ella le importara estar tan apretada contra él. ¿Por qué les habría traído aquí ese hombre? Sabía quién era. Le había visto hacía un par de semanas, el día en que el señor Lufts le llevó adonde trabajaba.
Desde entonces había tenido muchas pesadillas. Quiso contárselo a su padre, pero la señora Lufts entró justo en el momento en que empezaba a decírselo y él se sintió tan estúpido que no dijo una palabra más.
La señora Lufts siempre le estaba preguntando tonterías: «¿Te has lavado ya los dientes? ¿Te dejaste la bufanda puesta durante el almuerzo? ¿Estás bien? ¿Has dormido a gusto? ¿Has comido todo? ¿Tienes los pies húmedos? ¿Has colgado tu ropa?».
Y nunca le dejaba contestar. Registraba su cabás cuando él volvía del colegio para ver si se había comido todo lo que le había puesto, y siempre le estaba haciendo abrir la boca para mirarle la garganta.
Cuando mamá vivía en casa, era diferente. La señora Lufts venía sólo un día por semana a limpiar. Pero cuando su madre se fue al cielo los Lufts se instalaron en la habitación de arriba y todo cambió.
Pensando en todo aquello, escuchando a Sharon, había dejado de llorar. Ahora tenía miedo, pero no tanto como aquel día en que mamá cayó al suelo y él quedó solo… No tanto como aquel día.
Aquel hombre…
Volvió a respirar agitadamente. Se ahogaba.
—Neil. —Sharon frotaba ahora su mejilla contra la de él—. Trata de pensar en lo que pasará cuando salgamos de aquí. En lo contento que se pondrá tu papá al vemos. Estoy segura de que nos llevará a alguna parte para celebrarlo. ¿Sabes? Me gustaría ir a patinar sobre hielo contigo. No viniste por fin aquella vez que tu papá quiso traerte a Nueva York a patinar. Pensábamos llevarte después al zoológico que hay cerca de la pista de patinaje…
Escuchó. Parecía que Sharon decía la verdad. Aquel día había pensado ir, pero cuando Sandy le dijo que probablemente Sharon no quería que fuera, que fingía querer verle sólo por darle gusto a su padre, decidió quedarse en casa.
—Tu padre me ha dicho que el año que viene va a empezar a llevarte a los partidos de fútbol de Princeton —le decía ahora—. Yo solía ir a los de la Universidad de Darmouth cuando era estudiante. Todas las temporadas jugaban un partido contra Princeton, pero para entonces tu papá se había graduado ya. Fui a una universidad de chicas, a Mount Holyoke. Estaba sólo a dos horas de Darmouth y muchas solíamos ir allí todos los fines de semana, especialmente durante la temporada de fútbol.
«Hablaba con voz rara, como si le retumbara en algún sitio», se dijo Neil.
—Muchos padres llevan a sus hijos a los partidos. Tu papá está muy orgulloso de ti. Me ha dicho que eres muy valiente cuando te ponen las inyecciones para el asma. Dice que otro cualquiera armaría un escándalo si tuvieran que ponerle una inyección cada semana, pero que tú nunca lloras ni te quejas. Hay que tener mucho valor para eso.
Sharon tragó saliva. Hablar le costaba mucho esfuerzo.
—Neil, haz planes. Eso hago yo cuando tengo miedo o estoy enferma. Pienso en algo que me gustaría hacer. El año pasado fui al Líbano, un país que está como a cinco mil kilómetros de distancia, a escribir para el periódico sobre la guerra que había allí. Estaba en un hotel horrible y una noche me puse enferma. Había cogido una gripe y estaba sola. Me dolían las piernas, los brazos, todo. Lo mismo que me duelen ahora con estas cuerdas. Entonces pensé que cuando volviera a casa tenía que hacer algo que deseara mucho. Recordé un cuadro que había querido comprar. Era una vista de un puerto con muchos barcos. Me dije que tan pronto como volviera a casa, me compraría ese cuadro. Y lo hice.
Su voz sonaba cada vez más baja. Tenía que escuchar atentamente para entender todo lo que decía.
—Creo que deberíamos pensar algo muy bueno para ti. Algo de verdad sensacional. Ya sabes que tu papá dice que los Lufts están deseando irse a Florida.
Neil sintió una opresión en el pecho.
—Tranquilo, Neil. Recuerda, respira despacio. Verás, cuando tu papá me enseñó la casa, vi la habitación de los Lufts. Miré por la ventana y creí estar viendo ese cuadro de que te he hablado. Se ve todo el puerto y los barcos, y el canal, y la isla. Yo que tú, cuando los Lufts se vayan a Florida, me quedaría con su habitación. Pondría estanterías para los libros, y unas baldas muy anchas para tus juegos, y un escritorio bien bonito. Es un cuarto tan grande que tienes sitio de sobra para tus trenes. Tu papá me ha dicho que te encantan los trenes. A mí también me gustaban mucho cuando era pequeña. Verás, tengo unos trenes Lionel estupendos que eran de mi papá. Son viejísimos. Te los regalaré.
«Cuando los Lufts se vayan a Florida. Cuando los Lufts se vayan a Florida…». Estaba claro que Sharon no pensaba que él fuera a irse con ellos. Acababa de decirle que debía quedarse en su habitación.
—Ahora tengo miedo y me duele todo y daría cualquier cosa por no estar aquí, pero me alegro de que estés conmigo y le contaré a tu papá lo valiente que has sido y el cuidado que has tenido de respirar despacio para no ahogarte.
La pesada losa negra que sentía siempre sobre su pecho se elevó ligeramente. La voz de Sharon la movía muy suavecito del mismo modo que él se movía los dientes cuando se le aflojaban. De pronto sintió mucho sueño. Tenía las manos atadas, pero podía mover los dedos. Los deslizó a lo largo del brazo de Sharon hasta que encontró lo que quería. Un trozo de su manga al que aferrarse. Apretando entre los dedos la suave lana, se sumió poco a poco en el sueño.
Su respiración, ronca y jadeante, adquirió al menos un ritmo regular. Sharon oyó temerosa el silbido que surgía de la garganta del niño y notó la agitación de su pecho. Aquel cuarto era húmedo y frío y Neil estaba acatarrado. Pero al menos estaban tan apretados el uno contra el otro, que ella podía transmitirle su calor.
¿Qué hora sería? Habían llegado a aquel cuarto a las siete y media. El hombre. Zorro, había permanecido con ellos varias horas. ¿Cuánto tiempo haría que se había ido? Debía ser pasada la medianoche. Era martes. Zorro les había dicho que iba a tenerles allí hasta el miércoles. ¿De dónde iba a sacar Steve ochenta y dos mil dólares? Y ¿por qué esa cifra tan rara? ¿Trataría de ponerse en contacto también con sus padres? No le sería fácil porque ahora vivían en Irán. Cuando Neil despertara le hablaría de eso, le contaría que su padre era ingeniero.
«El miércoles por la mañana tú y yo nos iremos y a Peterson le diré dónde puede encontrar a su hijo».
Pensó en aquella promesa. Tendría que fingir que estaba deseando irse con él. En cuanto Neil estuviera a salvo y ella se hallara con el secuestrador en la sala de espera de la estación, empezaría a gritar. Pasara lo que pasase. Tendría que correr el riesgo.
¿Por qué le había secuestrado? Había algo extraño en el modo en que miraba a Neil. Como si le odiara o le… temiera. Pero eso era imposible.
¿Le había dejado puesta la venda porque temía que el niño le reconociera? Quizá viviera en Carley. Si era así, ¿cómo iba a permitir que siguiera viviendo? Neil le vio cuando entró en la casa. Se le había quedado mirando. Si volvía a verle, le reconocería. Estaba segura de ello. Y él tenía que saberlo también. ¿Estaría planeando matar a Neil tan pronto como tuviera el dinero en su poder?
Sí, eso era.
Aunque ella se fuera con él, Neil no se salvaría.
El miedo y la indignación la impulsaron a apretarse aún más contra él, a pegar las piernas a las del niño, a tratar de protegerle con un arco de su cuerpo femenino.
Mañana.
El miércoles.
Eso mismo debía sentir ahora la señora Thompson. Esa sensación de rabia, de temor, de impotencia, unida al instinto ancestral de proteger a su hijo. Neil era el único hijo de Steve, y Steve había sufrido tanto… Debía estar desesperado. Él y la señora Thompson estaban pasando por idéntica agonía.
No la culpaba por haberle hablado del modo en que lo hizo. No sabía lo que decía, sus amenazas no eran más que una reacción momentánea. Ronald era culpable. No había la menor esperanza de que nadie pudiera creer lo contrario. Eso era lo que la señora Thompson no quería entender, que la única posibilidad de salvar a su hijo era elevar una protesta masiva contra la ejecución.
Al menos ella, Sharon, había tratado de salvarle, ¡Steve! ¡Oh, Steve! «¿Me entiendes ahora? ¿Lo ves claro al fin?», exclamó interiormente.
Trató de frotar las muñecas contra la pared. El cemento estaba áspero y desconchado, pero ella tenía las manos atadas y sólo lograba tocar el muro con los nudillos y el canto de la mano.
Cuando Zorro regresara, le diría que tenía que ir al baño. No le quedaría más remedio que desatarla. Quizá entonces encontrara el modo de…
Esas fotos. Él había matado a esas tres mujeres. Sólo un loco podía hacer una fotografía a la mujer que acababa de asesinar y ampliarla a aquel tamaño.
También a ella la había fotografiado.
La bomba. ¿Y si alguien se acercaba a la habitación? Si la bomba estallaba morirían ella, Neil, y quién sabe cuántos más. ¿Qué potencia tendría?
Trató de rezar y sólo fue capaz de repetir una y otra vez: «Por favor. Señor, haz que Steve nos encuentre a tiempo. Por favor, no permitas que le arrebaten a su hijo».
Ése debía ser también el ruego de la señora Thompson: «¡Salva a mi hijo!».
«La considero a usted responsable, señorita Martin».
El tiempo pasaba con angustiosa lentitud. El dolor que sentía en los brazos y en las piernas se transformó de pronto en insensibilidad. Neil dormía por un auténtico milagro. A veces se despertaba y exhalaba un gemido. Jadeaba y luchaba por cobrar aliento y, al segundo, volvía a hundirse en su sueño inquieto.
Pronto sería de día. El ruido de los trenes se hacía cada vez más frecuente. ¿A qué hora abrían la estación? ¿A las cinco? Debería ser esa hora poco mas o menos.
A las ocho la terminal estaría llena de gente. ¿Qué pasaría si la bomba estallaba?
Neil se revolvió inquieto. Murmuró algo. No pudo entender. Se despertaba.
El niño trató de abrir los ojos, pero no pudo. Tenía que ir al baño. Le dolían los brazos y las piernas. Le costaba trabajo respirar. De pronto recordó lo ocurrido. Había corrido hacia la puerta diciendo:
«No es nada», y había abierto. ¿Por qué había dicho aquello?
Recordó.
Sintió que la losa se movía otra vez sobre su pecho. Notó el aliento de Sharon sobre su rostro. A lo lejos se oía un tren.
El rumor de un tren.
Y mamá. Él corría escaleras abajo.
El hombre dejaba caer al suelo a su madre y se volvía hacia él.
Pero ahora se inclinaba de nuevo sobre su madre, sudoroso y asustado.
No.
El hombre que había abierto la puerta de un empujón la noche anterior, el que se había detenido junto a él mirándole desde su altura… No era la primera vez que lo hacía.
Se había acercado a él. Había soltado a su madre para aproximarse a él. Cernía las manos sobre su garganta mirándole.
Y, de pronto, algo ocurrió.
Sonó el timbre. El timbre de la puerta principal.
El hombre huyó. Él le vio escapar.
Por eso no podía dejar de soñar con aquel día. Por lo que había olvidado…, la parte que más miedo le daba, cuando el hombre se había acercado a él, y le había rodeado la garganta con las manos…
El hombre…
El hombre que había hablado con el señor Lufts.
El que había entrado la noche anterior y le había mirado.
—Sharon. —La voz de Neil sonó ahogada, sorda. Se forzó por seguir hablando a través de la espesa venda.
—Sí, Neil. Estoy aquí.
—Sharon, ese hombre. Ese hombre malo que nos ató.
—Sí, cariño. No tengas miedo. Yo te protegeré.
—Sharon, ése es el hombre que mató a mamá.