El teléfono público situado en la cabina de la gasolinera Exxon sonó exactamente a las ocho en punto. Sobreponiéndose a la súbita sequedad de su boca, a la rigidez de su garganta, Steve tragó saliva y descolgó el auricular.
—¿Diga?
—¿Peterson?
La voz sonaba tan ahogada que tuvo que hacer un esfuerzo para oírla.
—Sí.
—Le llamaré dentro de diez minutos al teléfono público de la gasolinera que hay nada más pasar la salida veintiuno. Acuda allí.
La comunicación se cortó.
—Espere…
El tono de marcar le asaltó el oído.
Desesperado, miró hacia los surtidores de gasolina. Hugh había llegado pocos minutos antes que él. El capó de su automóvil estaba levantado y él se hallaba fuera del vehículo, de pie, junto al empleado de la gasolinera señalando un neumático. Steve sabía que le estaba mirando. Denegó con la cabeza, subió a su coche y volvió a la autopista. Antes de doblar para entrar en ella, vio que Hugh saltaba al interior de su automóvil…
El tráfico se movía lentamente sobre el asfalto resbaladizo. Se aferró al volante. No lograría llegar a la gasolinera siguiente en sólo diez minutos. Hizo girar el volante y avanzó por el carril de la derecha.
Esa voz. Apenas había podido oírla. El FBI no lograría localizar la llamada.
Esta vez trataré de mantener a Zorro más tiempo en la línea. Quizá también él pudiera reconocer su voz. Se aseguró de que el bloc y el lápiz que había cogido al salir de casa seguían en su bolsillo. Tenía que escribir puntualmente todo lo que Zorro le dijera. A través del espejo retrovisor vio que le seguía un coche. Era el de Hugh.
A las once y diez, Steve llegaba a la gasolinera. El teléfono de la cabina sonaba insistentemente. Se precipitó hacia él y descolgó el auricular.
—¿Peterson?
Esta vez su interlocutor hablaba en voz tan baja que tuvo que taparse el otro oído para no oír los ruidos de la carretera.
—Quiero ochenta y dos mil dólares en billetes de diez, veinte y cincuenta. Nada de billetes nuevos. Acuda mañana a las dos de la madrugada a la cabina telefónica de la esquina suroeste del cruce de la calle Cincuenta y nueve y Lexington, en Manhattan. Vaya en su coche. Y solo. Le diré dónde tiene que dejar el dinero.
—Ochenta y dos mil dólares…
Steve comenzó a repetir las instrucciones. Esa voz. Pensó frenéticamente. «Escucha bien la entonación, trata de grabarla en la memoria, óyela bien para poder imitarla luego», se dijo.
—Dése prisa, Peterson.
—Estoy apuntándolo. Conseguiré el dinero. Estaré allí. Pero ¿cómo puedo saber que mi hijo y Sharon siguen vivos? ¿Cómo sé con seguridad que usted los tiene en su poder? Necesito una prueba.
—¿Una prueba? ¿Qué clase de prueba?
El susurro revelaba irritación.
—Una cinta, una casete… algo en que hablen los dos.
—¡Una casete!
¿Era una carcajada ese sonido ahogado? ¿Reía su interlocutor?
—¡Es imprescindible! —insistió Steve. «¡Dios mío! ¡Que no esté cometiendo un error tremendo!», suplico para sí.
—Tendrá su casete, Peterson.
Al otro lado de la línea, su interlocutor colgó bruscamente.
—¡Espere! —gritó Steve—. ¡Espere!
Silencio. El tono de marcar. Colgó lentamente.
Se dirigió a casa de los Perry y esperó allí a Hugh tal y como habían convenido. Demasiado nervioso para quedarse en el interior del coche, se bajó y esperó de pie en la avenida que conducía al garaje. El aire helado, cargado de humedad, le hizo estremecerse. Dios mío, ¿era verdad todo aquello? ¿Era real esa pesadilla?
El automóvil de Hugh apareció al fondo de la manzana y se detuvo junto al suyo.
—¿Qué le ha dicho?
Steve sacó su bloc y leyó las instrucciones. La sensación de irrealidad se hizo aún más aguda mientras leía.
—¿Qué me dice de la voz? —preguntó Hugh.
—Creo que la ha disimulado. Hablaba muy bajo.
Aunque hubieran podido ustedes grabar esa segunda llamada, no creo que nadie hubiera podido identificarla.
Miró la acera de enfrente sin ver y de pronto en su interior surgió un rayo de esperanza.
—Me prometió que me enviaría una cinta grabada. Eso significa que deben seguir vivos.
—Estoy seguro.
Hugh no expresó en voz alta su temor de que era casi imposible que la cinta llegara a manos de Steve antes de que éste pagara el rescate. El correo no era tan rápido, ni siquiera el urgente. Y los servicios de mensajero eran fáciles de rastrear. Por otra parte, el secuestrador no quería que se diera publicidad al asunto, lo que significaba que no entregaría necesariamente la casete ni a un periódico ni a una emisora de radio.
—¿Y el rescate? —preguntó de nuevo a Steve.
—¿Puede usted reunir en un día ochenta y dos mil dólares?
—No tengo ni cinco céntimos —dijo Steve—. He invertido tanto en el periódico que estoy en descubierto. Tengo la casa hipotecada. No me queda nada. Pero puedo conseguir ese dinero gracias a la madre de Neil.
—¿A la madre de Neil?
—Poco antes de morir, heredó de su abuela setenta y cinco mil dólares. Abrí con ellos una cuenta a nombre de Neil, para cuando vaya a la universidad. Están depositados en un banco de Nueva York. Con los intereses debe haber ahora poco más de ochenta y dos mil dólares.
—Poco más de ochenta y dos mil dólares, ¿eh? Señor Peterson, ¿cuántas personas estaban al tanto de la existencia de esa cuenta?
—No lo sé. Creo que nadie excepto mi abogado y mi contable. Estas cosas no se pregonan.
—¿Lo sabía Sharon Martin?
—No recuerdo habérselo dicho.
—Pero ¿es posible que se lo dijera?
—No se lo dije.
Hugh empezó a andar en dirección a los escalones del porche.
—Señor Peterson —dijo cautelosamente. Es necesario que haga memoria y recuerde bien quién estaba enterado de la existencia de ese dinero. Eso, y la posibilidad de que la señora Perry identifique la voz del secuestrador, son las dos únicas posibilidades que tenemos.
Llamaron al timbre y Roger acudió a abrir la puerta. En el momento en que los dos hombres entraron, se llevó un dedo a los labios. Tenía el rostro pálido y tenso, los hombros caídos.
—Acaba de irse el médico. Le ha dado a Glenda un sedante. No puede convencerla de que vaya al hospital, aunque él cree que se halla al borde de otra trombosis.
—Lo siento, señor Perry, pero tenemos que pedirle a su esposa que escuche la grabación de la primera llamada que hizo el secuestrador esta mañana.
—No puede ser. Por el momento es imposible. Este asunto está acabando con ella. La está matando. —Apretó los puños y tragó saliva—. Lo siento mucho, Steve. ¿Qué ha ocurrido?
Peterson lo explicó mecánicamente. Seguía experimentando la sensación de irrealidad que le asaltara horas antes. La sensación de que en todo aquello él no era más que un espectador, un simple testigo sin posibilidades de intervenir en la tragedia que presenciaba.
Se hizo una larga pausa. Luego Roger habló lentamente.
—Glenda se ha negado a ir al hospital porque quiere oír esa grabación. El doctor le ha dado un tranquilizante muy fuerte. Si pudiera dormir un rato… ¿Quiere volver con la cinta más tarde? Ahora no puede levantarse de la cama.
—Desde luego —dijo Hugh.
El timbre de la puerta les sorprendió.
—Es el de la entrada de servicio —dijo Roger—. ¿Quién diablos será? ¡Dios mío! El ama de llaves. Me había olvidado de ella.
—¿Cuánto tiempo estará aquí?
—Cuatro horas.
—No me gusta. Puede oír algo. Diremos que soy el médico y cuando nosotros nos vayamos, mándela a casa. Dígale que la llamará dentro de un par de días. ¿De dónde es?
—De Carley.
El timbre sonó de nuevo.
—¿Es la primera vez que viene a esta casa?
—Estuvo aquí la semana pasada.
—Quizá convenga sondearla un poco.
—Bien.
Roger corrió a abrir la puerta de servicio y regresó con Marian. Hugh estudió el agradable rostro de la mujer.
—Ya he explicado a la señora Vogler que mi mujer está enferma —dijo Roger—. Señora Vogler, mi vecino, el señor Peterson, y el doctor Taylor.
—¿Cómo están ustedes? —Tenía la voz cálida, un poco tímida—. Señor Peterson, ¿es suyo ese Mercury?
—Sí.
—Entonces tiene que ser su hijo el niño a quien conocí. Estaba en el jardín cuando vine la semana pasada y me indicó esta casa. Lo tiene muy bien educado. Debe estar muy orgulloso de él.
Marian se quitó el guante de la mano derecha y se la tendió a Steve.
—Sí, estoy muy orgulloso de Neil.
Steve se volvió bruscamente de espaldas a ella y aferró el pomo de la puerta. Lágrimas cegadoras le escocieron en los ojos. «¡Dios mío! ¡Por favor…!».
Hugh acudió en su ayuda. Estrechó la mano de Marian teniendo cuidado de no clavarse en el dedo la montura del extraño anillo que llevaba. «¡Cuánta elegancia para hacer faenas caseras!», se dijo. Su expresión cambió sutilmente.
—Creo que es buena idea que la señora Vogler venga a ayudar, señor Perry —dijo—. A saber cuánto se preocupa su señora por la casa. Yo la dejaría empezar a trabajar hoy mismo como habían acordado.
—Entiendo… Como usted diga.
Roger miró a Hugh y comprendió lo que éste quería decir. ¿Creería el policía que aquella mujer tenía algo que ver con la desaparición de Neil?
Sorprendida, Marian miró a Steve que en ese momento abría la puerta principal. Quizá había juzgado demasiado atrevido que una simple criada le tendiera la mano. Tendría que pedirle disculpas. Y de ahora en adelante tendría siempre bien presente que en aquella casa no era más que una simple ama de llaves.
Se acercó, y estaba a punto de darle un golpecito en el hombro, cuando lo pensó mejor y, en silencio, mantuvo la puerta abierta para que saliera Hugh. Avergonzada, la cerró después tras ellos y, al hacerlo, la sortija chocó contra el pomo produciendo un leve sonido.