Marian y Jim Vogler hablaron hasta bien entrada la noche. A pesar de los esfuerzos de su esposo por consolarla, ella estaba desesperada.
—No me importaría tanto si no acabáramos de gastarnos todo ese dinero. ¡Cuatrocientos dólares! Si tenían que robarnos el coche, ¿por qué no lo hicieron la semana pasada, cuando aún no lo habíamos arreglado? Marchaba tan bien… Arty lo dejó como nuevo. Ahora, ¿cómo voy a ir a casa de los Perry? Perderé el trabajo.
—Cariño, no te preocupes. Pediré prestados doscientos dólares y mañana compraré otro coche cualquiera.
—¡Jim! ¿Lo dices en serio?
Marian sabía cuánto odiaba Jim pedir dinero prestado a los amigos, pero si lo hiciera sólo esta vez…
En medio de la oscuridad que reinaba en el cuarto, Jim no pudo ver su expresión de alivio, pero sí notó el leve relajamiento de su cuerpo.
—Amor mío —le tranquilizó—, llegará el día en que nos reiremos de estas malditas facturas. Antes de que te des cuenta habremos salido del atolladero.
—Supongo que sí.
Marian asintió. De pronto sintió un cansancio infinito. Se le cerraban los ojos.
Comenzaba a invadirles el sueño cuando sonó el teléfono. Su agudo repicar les sobresaltó. Marian se incorporó y se quedó apoyada en la cama sobre un codo mientras Jim trataba a tientas de encender la lámpara de la mesilla de noche y descolgaba el auricular.
—¿Diga? Sí, sí… Soy Jim Vogler. Esta noche. Sí. ¡Estupendo! ¿Dónde? ¿Dónde dice que puedo recogerlo? ¡No puede ser! Es increíble. Muy bien. Calle Treinta y seis y avenida Doce. Muy bien. Sí, gracias.
Colgó.
—¡El coche! —exclamó Marian—. ¡Han encontrado el coche!
—Sí, en Manhattan. Estaba aparcado en zona prohibida en el centro de la ciudad y se lo llevó la grúa. Podremos recogerlo mañana por la mañana. El agente que ha llamado dice que probablemente lo robaron unos chicos para divertirse un poco.
—¡Jim! ¡Cuánto me alegro!
—Hay sólo un pequeño problema.
—¿Cuál?
Jim Vogler entornó los párpados y apretó los labios.
—Cariño, que tenemos que pagar los quince dólares de la multa y los sesenta de la grúa.
Marian se quedó sin aliento.
—¡Pero eso es mi sueldo entero de la primera semana!
Sin poder evitarlo, ambos se echaron a reír al unísono.
Por la mañana, Jim tomó el tren de las seis y cuarto a Nueva York y a las nueve menos cinco estaba de vuelta con el coche. Marian estaba esperándole lista para salir. A las nueve en punto enfilaba la calle Driftwood. El automóvil estaba en perfecto estado a pesar del viaje subrepticio que había hecho a Nueva York y Marian agradeció la idea de haberle puesto neumáticos nuevos para la nieve. Con ese tiempo eran absolutamente necesarios.
Frente a la puerta de los Perry había aparcado un Mercury. Se parecía mucho al que había visto ante la casa de enfrente la semana anterior cuando había venido para solicitar el trabajo. Los Perry debían tener visita.
Insegura, detuvo su automóvil tras el Mercury teniendo cuidado de no bloquear la entrada al garaje. Se detuvo un momento antes de abrir la portezuela. Estaba un poco nerviosa. Todo ese lío con el coche justo el día antes de ir a trabajar… «Tienes que dominarte —se dijo—. Puedes darte con un canto en los dientes. Al menos han encontrado el automóvil». Acarició afectuosamente con la mano enguantada el asiento contiguo al suyo.
Su mano se detuvo en seco. Uno de sus dedos había tropezado con algo duro. Bajó la mirada y de la pequeña ranura que quedaba entre el asiento y el respaldo extrajo un objeto brillante.
Era una sortija. La miró detenidamente. ¡Qué bonita era! Tenía una piedra de un color blanco lechoso rodeada de una montura antigua de oro. El que robó el coche debía haberla perdido.
Bueno, una cosa era segura. Que no iba a reclamarla. En cuanto a ella, la consideraba suya. Como compensación de los setenta y cinco dólares que Jim había tenido que pagar por la multa y la grúa. Se quitó el guante y se puso la sortija. Le ajustaba perfectamente al dedo.
Aquél era un buen augurio. Cuando Jim se enterara… Sintiéndose de pronto confiada, Marian abrió la portezuela del coche, salió a la nieve y se encaminó con presteza hacia la puerta de servicio de los Perry.