Era demasiado arriesgado que le vieran salir del túnel de la línea de Mount Vernon a esa hora de la noche. Los vigilantes de aquella zona de la estación se fijaban mucho en este tipo de detalles. Por eso dejó solos a Sharon y al niño a las once menos dos minutos. Porque exactamente a las once un tren llegó con estruendo a la estación. Su llegada le permitió subir la rampa y las escaleras en unión de las ocho o diez personas que habían descendido de él.
Avanzó muy cerca de los tres pasajeros que se dirigieron a la salida de la avenida Vanderbilt. Sabía que a los ojos de cualquiera que le contemplase, formaba parte de un grupo de cuatro personas. Una vez fuera de la estación se apartó de los otros, que doblaron a la izquierda. Se dirigió hacia la derecha, miró a la calzada y se detuvo en seco. La grúa de la policía. En ese momento los empleados municipales ataban estrepitosamente unas cadenas a un viejo Chevrolet de color marrón. Estaban a punto de llevárselo.
Sintió un enorme regocijo. Sin detenerse echó a andar en dirección al norte. Pensaba hacer la llamada de teléfono desde la cabina que había delante de Bloomingdale’s. Aquel recorrido de quince manzanas a lo largo de la avenida Lexington le dejó helado y apagó en parte el deseo que había experimentado al besar a Sharon y que aún no le había abandonado. Ella le deseaba otro tanto. Estaba seguro.
Habrían hecho el amor en ese mismo momento de no haber sido por el niño. A pesar de la venda con que le había cubierto los ojos, sentía la presencia de su mirada. Quizá pudiera ver a través de las gasas. La idea le hizo estremecerse.
La nevada había amainado, pero el cielo seguía encapotado. Frunció el ceño al recordar la importancia de que las calles estuvieran limpias de nieve cuando tuviera que recoger el dinero.
Llamaría a casa de los Perry y si éstos no contestaban, telefonaría directamente a Peterson. Pero esto último podía resultar arriesgado.
Tuvo suerte. La señora Perry cogió el teléfono al primer timbrazo. Notó en su voz que estaba muy nerviosa. Probablemente estaba enterada ya de que Sharon y el niño habían desaparecido. Dio el mensaje a Glenda Perry con ese tono bajo y ronco que había estado practicando. Sólo en el último momento, cuando ella no pudo entender su nombre, perdió el control y elevó la voz. ¡Qué terrible descuido! ¡Qué estúpido había sido! Pero probablemente ella estaba demasiado alterada para reconocerle.
Colgó el auricular y sonrió. Si habían avisado al FBI, intervendrían la línea de la gasolinera Exxon. Por eso, cuando llamara a Peterson a la mañana siguiente, le diría que se trasladara a la cabina de la gasolinera siguiente. No tendrían tiempo de localizarle.
Salió de la cabina sintiéndose exultante, genial.
En el quicio de la puerta de una pequeña boutique, había una muchacha. A pesar de la intensidad del frío, vestía minifalda. Unas botas blancas y una chaqueta de piel del mismo color completaban un conjunto que él juzgó atractivo. La muchacha le sonrió. El cabello, cardado y rizoso, le enmarcaba perfectamente el rostro. Era joven, no tendría más de diecinueve años. Y se le notaba que él le atraía. Era evidente que sus ojos le sonreían. Echó a andar hacia ella.
Pero de pronto se detuvo. Se trataba indudablemente de una prostituta y, aunque era sincera al demostrar que él le gustaba, ¿qué pasaría si la policía les veía y les detenía a los dos? Miró en torno suyo atemorizado. No sería el primer caso en que un plan perfecto se iba al traste por un pequeño error.
Pasó estoicamente junto a la muchacha, le dirigió una sonrisa breve, casi un esbozo, y bajó la cabeza en medio de la noche. Luego se dirigió apresuradamente al Biltmore.
El empleado que le alargó la llave era el mismo que le mirara con desdén la noche de su llegada. No había cenado y tenía hambre. Pidió que le subieran junto con la comida dos o tres botellas de cerveza. A esa hora de la noche no podía pasarse sin ella. Cuestión de costumbre, debía ser.
Mientras esperaba a que le subieran las dos hamburguesas con patatas fritas y una ración de tarta de manzana, dejó que el agua de la bañera empapara su piel. En aquel cuarto de la estación reinaban tanta humedad, tanto frío, tanta suciedad… Después de secarse, se puso el pijama que había comprado para el viaje y examinó detenidamente su traje para comprobar si tenía alguna mancha. Estaba perfectamente limpio.
Dio una generosa propina al camarero que le subió la cena. Siempre lo hacían así en las películas. Bebió de un trago la primera botella de cerveza. La segunda la tomó con las hamburguesas. La tercera la bebió lentamente mientras escuchaba las noticias de medianoche. Volvieron a hablar de Thompson:
«Ayer fracasó el último intento de conseguir un aplazamiento de la sentencia de Ronald Thompson. Continúan los preparativos para que la ejecución se lleve a cabo a la hora prevista, es decir, mañana a las once y media de la mañana…».
Ni una palabra de Neil ni de Sharon. La publicidad era lo que más temía porque alguien podía empezar a atar cabos. Había sido un error matar a esas dos chicas el mes pasado. Pero no pudo evitarlo. Desde entonces no había vuelto a salir de noche en su automóvil sin rumbo concreto. Era demasiado peligroso. Cuando oía a una mujer emitir un mensaje de socorro, algo le impulsaba a acercarse sin que pudiera dominarse.
El recuerdo de las dos mujeres le revolvió por dentro. Inquieto, apagó la radio. No, mejor era no hacerlo. Podía excitarse demasiado.
Pero no pudo resistirse.
Del bolsillo de la chaqueta sacó una pequeña grabadora, un modelo muy caro, y las casetes que siempre llevaba consigo. Seleccionó una, la introdujo en el aparato, se acostó, apagó la luz y se acurrucó en el interior de la cama. Agradeció el frescor de aquellas sábanas limpias y crujientes, el tibio calor que proporcionaban las mantas y la colcha…; en adelante, Sharon y él se alojarían en muchos hoteles como ése.
Se introdujo el pequeño auricular de goma en una oreja y apretó el botón que ponía en funcionamiento la grabadora. Durante varios minutos oyó el ruido de un motor, luego un débil chirriar de frenos, una puerta que se abría, y su propia voz. Hablaba en tono amable y tranquilizador mientras se bajaba del Volkswagen.
Dejó pasar la cinta hasta que llegó la mejor parte y entonces escuchó una y otra vez. Al final se cansó. Apagó la grabadora, se sacó el auricular del oído y se hundió en el sueño con el eco de los sollozos de Jean Carfolli resonando en sus oídos: «No, por favor… No…».