20

Mucho después de que se fueran los Perry y de que los Lufts se retiraran a su habitación, Steve y Hugh Taylor se sentaron a cenar.

En silencio y con eficiencia, los agentes habían buscado huellas por toda la casa y habían registrado las habitaciones y el jardín con la esperanza de hallar algún rastro del secuestrador. Pero, hasta el momento, la única prueba de que disponían era el mensaje garrapateado en el tablón de anuncios de la cocina.

—Las huellas que hemos hallado en la taza y en el vaso probablemente concordarán con las del bolso de Sharon Martin —dijo Hugh.

Steve asintió. Tenía la boca seca y notaba en ella un sabor salobre. Cuatro tazas de café. Innumerables cigarrillos. Había dejado de fumar al cumplir los treinta. Volvió a hacerlo el día que murió Nina. Fue precisamente Hugh Taylor quien le dio el primer cigarrillo. Una especie de sonrisa, una mueca fría y carente de humor, se dibujó en sus labios.

—Usted fue quien me impulsó de nuevo al vicio —le dijo mientras encendía otro cigarrillo.

Hugh asintió. Si alguien había visto en su vida que necesitara fumar, había sido Steve Peterson en aquella ocasión. Y ahora su hijo. Recordó el momento en que, sentado a esa misma mesa con Steve, un loco había llamado para decir que tenía un mensaje para el señor Peterson de parte de Nina. El mensaje era: «Dígale a mi marido que tenga cuidado. Mi hijo está en peligro». Era la mañana del funeral de Nina Peterson.

Hugh se estremeció al recordar el incidente. Ojalá que Steve no estuviera ahora pensado en ello. Repasó las notas que había tomado.

—En esa gasolinera Exxon hay un teléfono público —le dijo a Steve—. Hemos intervenido la línea, así como la suya y la de los Perry. Recuerde que lo importante es que le retenga lo más posible en el teléfono. Eso nos dará la oportunidad de localizarle y grabar su voz. Lo que nos interesa más en este momento es que la señora Perry pueda recordar quién es el secuestrador si le oye hablar otra vez.

—¿No serán imaginaciones suyas eso de que reconoce la voz? Ya ha visto usted lo alterada que estaba…

—Todo es posible, desde luego, pero me parece una mujer muy sentada. Y está tan segura de lo que dice… En cualquier caso, por favor, coopere. Dígale al Zorro que necesita una prueba de que Sharon y Neil se hallan vivos e ilesos. Que quiere un mensaje de ellos grabado en una casete o una cinta. Sea lo que fuere que le pida, prométale que se lo dará, pero insista en que le pagará solamente cuando tenga pruebas de que se hallan sanos y salvos.

—¿No cree que eso puede irritarle?

Steve se asombró de que su voz sonara tan serena.

—No. Al contrario, es una garantía de que no va a perder la cabeza y…

Hugh apretó los labios bruscamente. Pero supo que Steve había entendido lo que iba a decir. Recogió el libro de notas que había dejado sobre la mesa.

—Comencemos de nuevo. ¿Quién sabía lo que iba a ocurrir aquí esta noche? ¿Quién estaba enterado de que los Lufts iban a salir y Sharon iba a quedarse con Neil?

—No lo sé.

—¿Los Perry?

—No. No he hablado con ellos en toda la semana. Únicamente para saludarles.

—Entonces, ¿sólo lo sabían usted, los Lufts y Sharon Martin?

—Y Neil.

—Es cierto. ¿Es posible que Neil haya comentado con otras personas el hecho de que iba a venir Sharon? ¿Con sus amigos, sus profesores…?

—Es posible.

—¿Hasta qué punto es seria su amistad con Sharon? Perdone, pero tengo que hacerle estas preguntas.

—Es muy seria. Voy a pedirle que se case conmigo.

—He sabido que usted y la señorita Martin aparecieron esta mañana en el programa Today y que mantuvieron una discusión sobre la pena de muerte. Concretamente que ella estaba muy alterada a propósito de la ejecución de Thompson.

—Se ve que trabaja usted deprisa.

—Es nuestra obligación investigar estas cosas, señor Peterson. ¿Hasta qué punto ese desacuerdo afecta a sus relaciones?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Sólo lo que acabo de preguntarle. Como usted sabe, Sharon Martin ha tratado desesperadamente de salvar la vida de Ronald Thompson. Ha estado en casa de los Perry y ha podido copiar allí su número de teléfono. No olvide que no viene en la guía: ¿Cree que cabe la posibilidad de que este secuestro no sea más que un truco, un modo de conseguir que se suspenda la ejecución?

—¡No, no! Hugh, comprendo que su obligación es estudiar el caso desde todos los puntos de vista, pero, por favor, no pierda el tiempo contemplando esa posibilidad. Quienquiera que escribió ese mensaje, pudo copiar el número de teléfono de los Perry. Está allí mismo, en el tablón de anuncios, junto al del médico de Neil. Sharon es incapaz de hacer una cosa así. Totalmente incapaz.

Hugh no parecía muy convencido.

—Señor Peterson, durante los últimos diez años son muchos los que han violado la ley en nombre de una causa u otra. Quiero que vea la cuestión desde este punto de vista. Si todo esto es obra de Sharon Martin, su hijo está a salvo.

Steve sintió que en su interior se encendía una débil llama de esperanza. Recordó lo que Sharon le dijera aquella misma mañana: «¿Cómo puedes estar tan cierto, tan seguro de ti mismo? ¿Cómo puedes ser tan inflexible?». Si era eso lo que pensaba de él, ¿podría haber…? La llamita de esperanza se extinguió.

—No —dijo resueltamente—. Es imposible.

—Muy bien. Por el momento dejaremos el tema. ¿Qué me dice del correo? ¿Ha recibido alguna amenaza, alguna carta en que le insultaran, algo que pueda estar relacionado con el caso?

—Sí, he recibido bastantes cartas difamatorias a causa de la opinión que he expresado en el periódico acerca de la pena de muerte, especialmente ante la inminente ejecución de Ronald Thompson. Pero eso no es de extrañar.

—¿No ha recibido ninguna amenaza directa?

—No.

Steve frunció el entrecejo.

—¿Qué está pensando? —preguntó Hugh.

—La madre de Ronald Thompson me abordó la semana pasada. Todos los sábados por la mañana llevo a Neil a que le pongan una inyección antihistamínica. Cuando salimos del médico, ella estaba esperando en el aparcamiento. Me pidió que le suplicara a la gobernadora que indultara a Thompson.

—¿Qué le contestó?

—Le dije que no podía hacer nada. Estaba deseando llevarme de allí a Neil. Naturalmente no quería que se enterase de lo del miércoles. Le hice entrar en el coche precipitadamente y mientras lo hacía le di la espalda a la madre de Thompson. Ella lo interpretó como un desprecio por mi parte. Me dijo más o menos: «¿Qué sentiría usted si se tratara de su hijo?». Y luego se marchó.

Hugh tomó varias notas en su cuaderno.

—Investigaremos el incidente.

Se puso en pie y estiró los hombros vagamente consciente de que hacía varias horas había deseado irse a la cama.

—Señor Peterson —dijo a continuación—, quiero que sepa que en cuanto a secuestros un gran porcentaje de casos se resuelven a nuestro favor y que en éste concretamente haremos todo lo que esté en nuestra mano para solucionarlo. Ahora le sugiero que duerma unas cuantas horas.

—¿Que duerma? —Steve le miró incrédulo.

—Por lo menos que descanse. Vaya a su habitación y échese. Nosotros nos quedaremos de guardia y le llamaremos si es necesario. Si suena el teléfono, conteste. Lo tenemos intervenido. Pero no creo que el secuestrador trate de ponerse en contacto con usted esta noche.

—Bien.

Steve salió del comedor con paso fatigado. Se detuvo en la cocina para beber un vaso de agua y nada más entrar se arrepintió de haberlo hecho. La taza de chocolate y la copa de jerez seguían sobre la mesa, cubiertas ahora por el polvo negruzco que la policía utilizaba para sacar las huellas.

Sharon. Pocas horas antes estaba en esta casa con Neil. Hasta hacía tres semanas, cuando ella se fue de viaje y él empezó a echarla tanto de menos, no se había dado cuenta de hasta qué punto deseaba que Neil confiara en ella, que la quisiera.

En silencio, salió de la cocina, entró en el vestíbulo y subió las escaleras. Avanzó por el pasillo, pasó junto a la habitación de Neil, junto al cuarto de los invitados, y entró en el dormitorio principal. Oyó pasos en el piso de arriba. Los Lufts paseaban por su habitación. Era evidente que tampoco ellos podían dormir.

Dio la luz y permaneció de pie junto a la puerta estudiando el dormitorio. Lo había hecho decorar de nuevo tras la muerte de Nina. No quería seguir viviendo entre aquellos muebles antiguos de color blanco que ella tanto había querido. Sustituyó la cama de matrimonio por una cama pequeña de latón y eligió una tapicería de tweed marrón y blanco. «Un ambiente muy masculino», le había dicho el decorador.

Nunca le había gustado. La habitación resultaba solitaria, desolada e impersonal, como la de un hotel. Toda la casa daba esa impresión. La habían comprado porque querían tener vista al canal. Nina le había dicho: «Tiene posibilidades. Espera y lo verás. Dame seis meses».

Sólo tuvo dos semanas.

La última vez que estuvo en casa de Sharon, soñó con rehacer esta habitación, la casa entera, con ella. Sharon sabía cómo hacer una casa acogedora, cómoda y atractiva. El secreto estaba en los colores que utilizaba, en saber crear un ambiente despejado y abierto… Y en su presencia.

Se quitó los zapatos y se tendió pesadamente en la cama. Hacía frío. Se incorporó, cogió la colcha que había plegada a los pies, y se cubrió con ella. Apagó la luz encendida a la cabecera.

La habitación quedó en tinieblas. Fuera, las ramas de los cerezos silvestres azotaban las paredes de la casa bajo el impulso del viento. La nieve chocaba contra los cristales con un ruido sordo, amortiguado.

Steve se hundió en un sopor ligero, inquieto. Comenzó a soñar con Sharon. Neil. Le pedían ayuda. Él corría a través de una niebla espesa por un largo pasillo. Llegaba ante la puerta de una habitación. Quiso entrar. Tenía que entrar en ella. La abría de un empujón. Y la niebla se fue haciendo menos intensa. Se disipaba. Ahora había desaparecido. Neil y Sharon estaban tendidos en el suelo, sendos pañuelos atados en torno a la garganta. En el suelo, una línea de tiza iridiscente subrayaba el contorno de sus cuerpos.