—Salieron de los estudios juntos, caminando a pocos pasos de distancia. La capa de tweed caía pesadamente de los hombros de Sharon. La muchacha tenía las manos y los pies helados. Se puso los guantes y, al hacerlo, notó que el anillo antiguo con una piedra lechosa que Steve le regalara en Navidad, había vuelto a mancharle los dedos. Algunas personas no pueden llevar joyas de oro puro sin que les ennegrezcan la piel.
Steve se adelantó para abrirle la puerta y juntos recibieron el brusco viento de la mañana. Hacía mucho frío y estaba empezando a nevar. Caían unos copos gruesos, pegajosos, que helaban la cara.
—Te buscaré un taxi —dijo él.
—No, prefiero andar.
—Es una locura. Estás agotada. Se te nota.
—Así me despejaré la cabeza. Steve, ¿cómo puedes estar tan seguro de ti mismo? ¿Cómo puedes ser tan inflexible?
—No empecemos de nuevo, cariño.
—Tenemos que hablar de esto.
—Ahora no.
Steve la miró con impaciencia y preocupación. Los ojos de Sharon se notaban cansados. Los atravesaban unas finas líneas rojas. El maquillaje que habían aplicado a su rostro en el estudio no lograba ocultar una palidez que se acentuaba al derretirse la nieve sobre las mejillas y la frente.
—¿Puedes ir a casa y descansar un poco? —preguntó él—. Lo necesitas.
—Tengo que entregar mi artículo.
—Aun así trata de dormir unas horas. ¿Crees que podrás llegar a mi casa a las seis menos cuarto?
—Steve, no estoy segura de…
—Yo sí. Hemos estado sin vernos tres semanas. Los Lufts quieren salir para celebrar su aniversario y yo quiero pasar la velada en casa, contigo y con Neil.
Haciendo caso omiso de la gente que entraba precipitadamente en los edificios del Rockefeller Center, Steve le cogió el mentón y la obligó a levantar la vista hacia él. Le miró con expresión preocupada y triste. Luego dijo con gravedad:
—Te quiero, Sharon. Tú lo sabes. No imaginas cómo te he echado de menos durante estas últimas semanas. Tenemos que hablar de nuestras cosas.
—Steve, no pensamos del mismo modo. Nosotros…
Se inclinó sobre ella y la besó. Los labios de Sharon no cedieron. Él sintió tenso el cuerpo de la muchacha. Retrocedió un paso y levantó la mano para llamar a un taxi. Cuando el vehículo se detuvo junto a la acera, abrió la puerta y dio al taxista la dirección del edificio del News Dispatch. Antes de cerrar la puerta, preguntó:
—¿Puedo contar contigo para esta noche?
Sharon asintió en silencio. Steve vio cómo el taxi doblaba la esquina de la Quinta Avenida, y echó a andar en dirección oeste. Había pasado la noche en el hotel Gotham para poder acudir a los estudios esta mañana a las seis y media. Ahora estaba ansioso de hablar con Neil antes de que saliera para el colegio. Siempre que tenía que irse de viaje se preocupaba. El niño seguía teniendo pesadillas y despertándose con accesos de asma. La señora Lufts llamaba al médico inmediatamente, pero aun así…
Ese invierno había sido extremadamente húmedo y frío. Quizá en la primavera Neil pudiera salir más, fortalecerse un poco. Estaba siempre tan pálido…
¡La primavera! ¡Dios mío! Ya era primavera. En algún momento de la noche el invierno había terminado oficialmente. ¡Quién podría decirlo a juzgar por las predicciones meteorológicas!
Steve dobló la esquina hacia el norte mientras recordaba que había conocido a Sharon precisamente hacía seis meses. Cuando la recogió en su apartamento aquella primera noche, ella sugirió que atravesaran andando Central Park para ir a la Taberna del Prado. Él dijo que la temperatura había descendido bastante durante las últimas horas y le recordó que aquél era el primer día de otoño.
—¡Cuánto me alegro! —dijo ella—. Estaba harta del verano.
Las primeras manzanas las recorrieron casi en silencio. Él estudiaba el modo de andar de la muchacha, que se adaptaba a su paso sin esfuerzo alguno. Acentuaba su esbeltez un vestido color oro viejo ajustado a la cintura por un cinturón que tenía exactamente el color de sus cabellos. Recordó que aquella tarde la brisa arrancaba las primeras hojas de los árboles y la luz del sol poniente acentuaba el azul profundo del cielo otoñal.
—En tardes como ésta siempre recuerdo esa canción de Camelot —dijo ella—. Ya sabes, Si alguna vez te dejara. —Y cantó suavemente—: «Cómo dejarte en otoño, yo nunca sabré. Con el frío del otoño te he visto resplandecer. Te he conocido en otoño, y en otoño te he de ver…».
Tenía una bonita voz de soprano.
Si alguna vez te dejara…
¿Fue en aquel momento cuando se enamoró de ella?
Aquélla fue una noche deliciosa. Se quedaron en el restaurante, hablando, mientras unos comensales se levantaban y otros venían a reemplazarlos.
¿De qué hablaron? De todo. El padre de Sharon era ingeniero y trabajaba para una compañía petrolífera. Ella y sus hermanas habían nacido en el extranjero. Sus dos hermanas estaban ya casadas.
—¿Cómo has logrado escapar al matrimonio? —le había preguntado él. Ambos sabían que lo que en realidad preguntaba era: «¿Hay algún hombre en tu vida?».
Pero no lo había. Había viajado asiduamente para su periódico hasta que le encargaron la sección que tenía ahora. El trabajo era interesante y divertido, y los siete años que habían transcurrido desde que saliera de la universidad habían volado como por ensalmo.
Volvieron andando a su apartamento y a la segunda manzana se habían cogido de la mano. Ella le invitó a subir para tomar una copa. Subrayó ligeramente la palabra «copa».
Mientras él preparaba las bebidas, Sharon encendió la chimenea. Permanecieron sentados, uno junto a otro, contemplando las llamas.
Steve aún recordaba vivamente las sensaciones de aquella noche. El fuego arrancaba destellos dorados al cabello de la muchacha, proyectaba sombras sobre su perfil clásico, iluminaba aún más su hermosa sonrisa.
Había deseado rodearla con sus brazos, pero se limitó a besarla suavemente al despedirse.
—El sábado, si no estás ocupada…
—No estaré ocupada.
—Te llamaré por la mañana.
De vuelta a su casa, mientras conducía, supo que aquel inquieto deseo de amar que le había acosado durante dos años, quizá estuviera a punto de colmarse. «Si alguna vez te dejara…». ¡No me dejes, Sharon!
Eran las ocho menos cuarto cuando entró en el edificio número 1347 de la Avenida de las Américas. Los empleados de la revista Events no se distinguían precisamente por su puntualidad en acudir al trabajo. Los corredores estaban desiertos. Tras saludar con un gesto al vigilante que encontró en el ascensor, Steve subió a su despacho situado en el piso treinta y seis y telefoneó a su casa.
Contestó la señora Lufts.
—Neil está muy bien. Está desayunando. Neil, es tu padre.
Neil cogió el auricular.
—Hola, papá. ¿Cuándo vas a venir?
—A las ocho y media, seguro. Tengo una reunión a las cinco. Los Lufts quieren ir al cine, ¿no?
—Creo que sí.
—Sharon llegará antes de las seis para que puedan marcharse.
—Lo sé. Ya me lo dijiste. —La voz de Neil no reveló la menor reacción.
—Bueno, que pases un buen día, hijo. Y abrígate bien. Está empezando a hacer frío. ¿Ha nevado ya por allí?
—No. Sólo está nublado.
—Bueno. Pues hasta la noche.
—Adiós, papá.
Steve frunció el entrecejo. Le costaba recordar los días en que Neil era un niño alegre y despreocupado. La muerte de Nina le había transformado. Ojalá se llevara bien con Sharon. Ella se esforzaba por vencer su resistencia, pero él se negaba a ceder un centímetro, al menos hasta el momento.
«Tiempo. Todo en la vida es cuestión de tiempo», se dijo.
Suspiró, volvió hacia la mesa situada detrás del escritorio, y cogió el editorial en que había estado trabajando la noche anterior.