Antes de salir de la prisión estatal de Sommers, Bob Kurner telefoneó a Kathy Moore para pedirle que volviera a su oficina, donde él se reuniría con ella más tarde.
Kathy era ayudante del fiscal de Bridgeport y trabajaba en el Tribunal de Menores. Se habían conocido cuando Bob era abogado de oficio en este mismo distrito. Llevaban saliendo tres meses y ella se había interesado enormemente por la lucha que mantenía el joven abogado por salvar a Ronald Thompson.
Cuando Kurner llegó, le esperaba en el vestíbulo con la mecanógrafa que él había solicitado.
—Marge dice que se quedará la noche entera si es necesario. ¿Cuánto tiene que copiar?
—Mucho —dijo Bob—. Le he hecho repetir toda la historia cuatro veces. Hay grabadas unas buenas dos horas.
Marge Evans alargó una mano.
—Tú déjalo de mi cuenta.
Hablaba con el tono eficiente de una profesional. Ya arriba, colocó el magnetófono sobre su escritorio, instaló su masivo cuerpo en el sillón giratorio, insertó en el aparato la casete marcada con el número uno, y buscó el comienzo de la grabación. La voz de Thompson empezó a oírse, lenta e insegura:
«Aquella tarde, después de salir del colegio, me fui a trabajar a la tienda de comestibles del señor Timberly…».
Marge detuvo el magnetófono un momento.
—Bueno, vosotros podéis hacer otra cosa. Yo me ocupo de esto.
—Gracias. —Bob se volvió hacia Kathy—. ¿Has traído esos informes?
—Sí. Están ahí dentro.
Bob la siguió al interior del pequeño cubículo que servía de despacho a la muchacha. Sobre el escritorio había únicamente cuatro sobres de papel manila en los que se leían los siguientes nombres: Carfolli, Weiss, Ambrose y Callaban.
—Los informes de la policía están encima de todo. Si se entera Lee Brooks, me la cargo. Me costará el empleo si llega a saberlo.
Lee Brooks era el fiscal de distrito. Bob se sentó ante el escritorio y tomó el primer sobre. Antes de abrirlo miró directamente a Kathy. Llevaba ésta unos pantalones de tela tosca y un jersey de deporte muy grueso. Se había recogido el cabello, casi negro, en la nuca con ayuda de una goma. Parecía una estudiante de dieciocho años más que una abogado de veinticinco. Pero desde la primera vez que se enfrentó con ella ante un tribunal, Bob no había vuelto a cometer el error de menospreciar su valía. Era una buena abogada. Tenía una mente aguda y analítica y una pasión desmedida por la justicia.
—Sé lo que arriesgas, Kathy. Pero si pudiéramos hallar la más mínima relación entre estos asesinatos y la muerte de Nina Peterson… La única esperanza que nos queda de salvar a Ron es encontrar una prueba válida.
Kathy acercó una silla al otro lado del escritorio y cogió dos sobres.
—Bueno, quién sabe. Si lo conseguimos, a lo mejor Lee me perdona que te haya dejado consultar nuestros archivos. Los periodistas le traen loco. Desde esta mañana los titulares llaman a estos dos últimos asesinatos «Los crímenes de la carretera».
—¿Y eso?
Tanto la muchacha apellidada Callaban como la señora Ambrose llevaban radiotransmisores en sus automóviles y habían enviado mensajes pidiendo ayuda. La señora Ambrose se había perdido y estaba sin gasolina. Bárbara Callaban había tenido un pinchazo.
—Hace dos años la señora Weiss y Jean Carfolli fueron asesinadas en carreteras poco frecuentadas.
—Pero eso no demuestra que haya una relación entre los cuatro crímenes. Cuando murieron Jean y la señora Weiss, los periódicos hablaron de «Los crímenes de la carretera». Y ahora vuelven a hacerlo.
¿Tu qué crees?
—No sé qué pensar. Desde que detuvieron a Ronald Thompson por el asesinato de Nina Peterson no mataron a ninguna otra mujer en el condado de Fairfield hasta el mes pasado. Ahora hay dos crímenes sin resolver. Pero ha habido otras muertes relacionadas con ese tipo de radios por todo el país. Esos radiotransmisores de automóvil son un invento fantástico, pero una mujer tiene que estar loca para pregonar a los cuatro vientos que se encuentra sola en una carretera perdida y con el coche averiado. Es invitar a todos los maníacos de los alrededores a que acudan corriendo al lugar donde ella se encuentra. ¡Dios mío! En Long Island se dio el caso de un muchacho de quince años que se dedicaba a escuchar la banda que utiliza la policía y acudía a todos los lugares en que había una mujer en apuros. Al final le pillaron apuñalando a una que había pedido ayuda.
—Yo sigo pensando que hay una relación entre los cuatro casos, y que el de Nina Peterson está relacionado también con ellos. Llámalo corazonada si quieres. O agarrarse a un clavo ardiendo. Puedes llamarlo como quieras, pero, por favor, ayúdame.
—Eso quiero. ¿Qué hacemos?
—Empezaremos haciendo una lista con el lugar, hora y causa de cada muerte. Arma utilizada, condiciones meteorológicas, tipo de coche, antecedentes familiares de la víctima, adonde se dirigía, dónde había estado esa misma noche, declaraciones de los testigos, etc. En los dos últimos casos calcularemos el tiempo transcurrido entre el momento en que emitieron el mensaje pidiendo ayuda y la hora en que fueron hallados los cadáveres. Cuando terminemos, compararemos la lista con las circunstancias de la muerte de la señora Peterson. Si no sacamos nada en limpio, volveremos a empezar con otra técnica.
Comenzaron a las ocho y diez. A medianoche, Marge entró en el despacho con cuatro montones de cuartillas.
—He terminado —dijo—. Lo he mecanografiado a triple espacio para que os sea más fácil marcar posibles discrepancias entre las versiones. Sólo escuchar a ese chico le parte a una el alma. Hace veinte años que soy estenógrafa de los tribunales y he oído muchas declaraciones. He aprendido a distinguir cuando alguien dice la verdad. Y este chico la dice.
Bob sonrió cansadamente.
—Ojalá fueras la gobernadora, Marge —dijo—: Muchas gracias.
—¿Cómo os va?
Kathy meneó la cabeza.
—Nada. Absolutamente nada.
—Bueno, quizá esto que he hecho os sirva de algo. ¿Por qué no os traigo un café? Estoy segura de que ninguno de los dos ha cenado nada.
Cuando regresó diez minutos después, Bob y Kathy estaban sentados con dos montones de cuartillas frente a cada uno.
Bob leía en voz alta. Comparaban línea por línea las transcripciones.
Marge dejó el café sobre el escritorio y se retiró en silencio. Un vigilante nocturno le abrió la puerta del edificio. Mientras se hundía en su pesado abrigo de invierno disponiéndose para atravesar el aparcamiento azotado por la nieve, se dio cuenta de que iba rezando internamente. «¡Dios mío, por favor! Si hay algo que pueda ayudar a ese muchacho, haz que ellos lo encuentren».
Trabajaron duramente hasta el amanecer. Al final Kathy habló:
—No podemos continuar. Tengo que ir a casa para ducharme y vestirme. He de estar a las ocho en la Audiencia. Además, no quiero que te vean aquí.
Bob asintió. De todos modos ya no entendía siquiera lo que leía. Habían comparado una y otra vez las cuatro versiones de la narración que había hecho Ronald de todas sus actividades durante el día del crimen. Se habían centrado especialmente en el tiempo comprendido entre el momento en que hablara con Nina en la tienda de Timberly y el minuto exacto en que había huido, presa de pánico, de la casa de la víctima. No habían podido hallar ni una sola discrepancia digna de atención.
—Tiene que haber algo —dijo Bob obstinadamente—. Me llevaré las declaraciones de Ronald y la lista que hemos hecho basándonos en los otros cuatro casos.
—No puedo dejarte que te lleves los informes.
—Lo sé. Pero quizá se nos haya pasado algo al comparar los otros asesinatos.
—No se nos ha pasado nada —dijo Kathy con voz dulce.
Bob se levantó.
—Iré a mi despacho y comenzaré de nuevo. Compararé lo que tenemos con la transcripción del juicio.
Kathy le ayudó a guardar los documentos en la cartera.
—No te olvides del magnetófono y las cintas —le dijo.
—No.
La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí. Por un momento Kathy reclinó la cabeza en su pecho.
—Te quiero, Kathy.
—Yo también te quiero.
—¡Si tuviéramos más tiempo! —exclamó—. ¡Esa maldita pena de muerte! ¿Cómo es posible que doce personas tengan derecho a decidir que un muchacho debe morir? Cuando descubran al verdadero asesino, si es que llegan a descubrirle alguna vez, será demasiado tarde.
Kathy le acarició la frente.
—Cuando decidieron implantar de nuevo la pena de muerte, al principio me alegré. Siento más compasión por las víctimas que por los asesinos. Pero ayer vimos en el Tribunal de Menores el caso de un niño. Tiene catorce años y parece que tuviera once. Es muy bajito, delgadísimo. El padre y la madre son alcohólicos incurables. Firmaron una denuncia acusándole de incorregible cuando el niño tenía siete años. Desde entonces ha ido de correccional en correccional. Huyó de todos ellos. Esta vez la madre ha presentado una denuncia y el padre se opone a ella. Están separados y él quiere quedarse con el chico.
—¿Y qué pasó?
—Gané yo, si es que a eso puede llamársele victoria. Insistí en que le internaran en un asilo y el juez accedió. El padre está tan destrozado por el alcohol que ha perdido toda sensibilidad. El chico quiso huir de la sala de juicio. Tuvieron que salir corriendo tras él para cogerle. Se puso totalmente histérico y empezó a gritar: «¡Odio a todo el mundo! ¿Por qué no puedo tener un hogar como los demás?». Psicológicamente está tan destruido que probablemente ya es demasiado tarde para salvarle. Si dentro de cinco o seis años, comete un crimen, ¿le enviaremos a la silla eléctrica? ¿Eso haremos?
Sus ojos fatigados se anegaron en lágrimas.
—Lo sé, Kathy. ¿Por qué tuvimos que estudiar derecho? Debimos ser más listos. Esta carrera te destroza. —Se inclinó y la besó en la frente—. Luego hablaremos.
Una vez en su despacho, Bob puso un cacharro lleno de agua a calentar en el infiernillo. Cuatro tazas de Nescafé bien cargadas y sin leche disiparon la neblina que invadía su cerebro. Se lavó la cara con agua fría y se sentó junto a la larga mesa de su despacho. Colocó sobre ella todos los documentos ordenadamente y miró el reloj que pendía de la pared sobre su escritorio. Eran las siete y media. Quedaban solamente veintiocho horas hasta la ejecución. Por eso le latía el corazón con tanta fuerza, por eso sentía un nudo en la garganta que le asfixiaba.
No. Aquello era más que una ansiedad desmedida. Algo le martilleaba en la conciencia. «Se nos ha pasado por alto algún detalle», pensó.
Esta vez no era una corazonada. Esta vez se trataba de una absoluta certeza.