18

Roger y Glenda decidieron ver las noticias de las once en la cama. Ella se había bañado ya y ofreció a su marido prepararle un ponche caliente mientras se duchaba.

—Me apetece, pero no quiero que trabajes.

Roger comprobó que la puerta de la cocina estaba bien cerrada y subió al piso superior. La ducha fue caliente, vigorizadora, infinitamente agradable. Se puso un pijama de rayas azules, abrió la cama doblando cuidadosamente la pesada colcha que cubría la cama, y encendió los apliques colocados poco más arriba de las almohadas.

Antes de acostarse, se acercó a la ventana que daba a la calle. Aun en noches como aquélla a los dos les gustaba que el aire fresco inundara la habitación. Su mirada se dirigió automáticamente hacia la casa de los Peterson. Ahora estaba iluminada, por dentro y por fuera.

A través de los copos de nieve, vio varios coches aparcados en la avenida ante la puerta.

Glenda entró en la habitación con una taza humeante en las manos.

—Roger, ¿qué miras?

Él se volvió con cierta timidez.

—Nada. Ya no tienes que preocuparte de que las luces de la casa de Steve estén apagadas. Ahora parece un árbol de Navidad.

—Debe tener invitados. Bueno, demos gracias a Dios porque no tenemos que salir esta noche.

Dejó la taza sobre la mesilla de noche de su esposo, se quitó la bata, y se metió en la cama.

—Estoy cansada.

De pronto su expresión cambió. Pareció súbitamente preocupada. Quedó inmóvil.

—¿Un dolor?

—Sí.

—No te muevas. Te daré una pastilla.

Esforzándose por dominar el temblor de sus manos, estiró el brazo para coger el frasco, siempre presente, de tabletas de nitroglicerina. Miró a su esposa mientras ésta se introducía una de ellas bajo la lengua y cerraba los ojos. Un momento después, Glenda suspiraba.

—Éste ha sido fuerte, pero ya ha pasado —dijo.

Sonó el teléfono. Roger se dispuso a contestar.

—Si es para ti, diré que estás dormida —murmuró—. Hay gente que…

Descolgó el auricular.

—¿Diga? —respondió con brusquedad y al punto su voz adquirió un tono de consternación—. Steve, ¿pasa algo? No. No. Nada. ¡Claro! ¡Dios mío! Voy para allá.

Glenda le miraba. Colgó el auricular y tomó entre las suyas las manos de su esposa.

—Pasa algo en casa de Steve —dijo—. Neil y Sharon han desaparecido. Voy para allá, pero volveré en cuanto pueda.

—Roger…

—Por favor, Glenda. Hazlo por mí, no te inquietes. Ya sabes que no te has sentido muy bien últimamente. Por favor.

Se puso sobre el pijama unos pantalones y un jersey grueso e introdujo los pies en un par de mocasines.

Cuando cerraba la puerta principal oyó sonar de nuevo el timbre del teléfono. Glenda lo cogería. Echó a correr bajo la intensa nevada. Cruzó en diagonal, primero el jardín y luego la calle, en dirección a la casa de Peterson.

Apenas notaba el frío que helaba sus tobillos desnudos, que le obligaba a respirar de forma rápida y entrecortada.

Subió los escalones del porche jadeando. El corazón le latía apresuradamente. Un hombre delgado, de rasgos acusados y cabello canoso, le abrió la puerta.

—Señor Perry, soy Hugh Taylor del FBI. Nos conocimos hace dos años…

Roger recordó el día en que Ronald Thompson, en su huida, había tirado a Glenda contra el suelo, el día en que ésta había hallado el cadáver de Nina.

—Recuerdo.

Entró en el salón meneando la cabeza. Steve se hallaba en pie junto a la chimenea con las manos juntas, crispadas. Dora Lufts estaba sentada en el sofá con los ojos enrojecidos, sollozando. Bill Lufts se inclinaba sobre ella con gesto de impotencia.

Roger se acercó directamente a Steve y le puso las manos sobre los hombros.

—Steve. ¡Dios mío! ¡No sé qué decirte!

—Roger, gracias por venir tan pronto.

—¿Cuánto tiempo hace que han desaparecido?

—No estamos seguros. Debió ocurrir entre las seis y las siete y media.

—¿Estaban solos aquí Sharon y Neil?

—Sí. Estaban… —La voz de Steve se quebró. Se recobró rápidamente—. Estaban solos.

—Señor Perry —interrumpió Hugh Taylor—. ¿Sabe algo que pueda interesarnos? ¿Ha visto a algún desconocido por el barrio? ¿Algún coche, algún camión, algo que le haya llamado la atención?

Roger se dejó caer pesadamente en un sillón. «Piensa», se dijo.

Sí, había algo. ¿Qué era?

—Las luces del porche.

Steve se volvió hacia él, tenso.

—Bill está seguro de que las dejó encendidas cuando salió con Dora. Las encontré apagadas al volver a casa. ¿Qué notaste?

Roger, con su temperamento analítico, pasó revista en voz alta con extraordinaria precisión a sus actividades de aquella noche. Había salido de la oficina a las cinco y diez, y a las seis menos veinte entraba en su garaje.

—Las luces del porche debían estar encendidas a las seis menos veinte, cuando entré en casa —dijo a Steve—. De otro modo lo habría notado. Glenda me preparó un cóctel. Quince minutos después de mi llegada, estábamos los dos mirando por la ventana. Glenda observó que las luces del porche de tu casa estaban apagadas.

Meditó frunciendo el ceño.

—¡Espera! El reloj había dado la hora muy poco antes, o sea que debían ser alrededor de las seis y cinco. —Hizo una pausa—. Glenda dijo algo de que salía un coche de la avenida de tu casa.

—¿Un coche? ¿Qué tipo de coche? —saltó Hugh Taylor.

—No lo sé. Glenda no lo dijo. Yo estaba de espaldas a la ventana en ese momento.

—¿Está seguro de la hora?

Roger miró al agente del FBI.

—Completamente.

¿Habría visto Glenda realmente alejarse un coche de la casa con Sharon y Neil en el interior? ¡Neil y Sharon secuestrados! ¿No debía haberles prevenido su instinto de que pasaba algo? Desde luego que les había prevenido. Recordó la sensación de alarma que había experimentado Glenda junto a la ventana, cómo le había pedido que se acercara a casa de su amigo. Y él la había prevenido contra los peligros de que se preocupara en exceso.

¡Glenda! ¿Qué podría decirle? Miró a Hugh Taylor.

—Mi mujer se va a disgustar mucho.

Hugh asintió.

—Entiendo. El señor Peterson cree que a ella podremos decirle la verdad, pero es absolutamente imprescindible que nadie más se entere de lo ocurrido. No queremos ahuyentar al secuestrador o secuestradores.

—Comprendo.

—Dos vidas dependen de que todos actuemos como si nada hubiera ocurrido.

—¡Dos vidas! —Dora Lufts se echó a llorar con sollozos secos y roncos—. ¡Mi pequeño Neil! Y esa muchacha tan guapa… No puedo creerlo. Después de lo ocurrido con la señora Peterson…

—Dora, cállate.

La voz de Bill Lufts era una súplica quejumbrosa. Roger vio cómo la cara de Steve se contraía en un rictus de dolor.

—Señor Perry, ¿conoce a la señorita Martin? —preguntó Hugh Taylor.

—Sí. La he visto varias veces aquí y en mi casa. ¿Puedo ir a buscar a mi mujer?

—Desde luego. Queremos hablar con ella acerca de ese coche que ha visto. Hay otro agente en la casa. Podemos mandarle a él a recogerla.

—No, prefiero ir yo. No se encuentra bien y quiere mucho a Neil.

«Hablamos por hablar —pensó Roger—. Nada de esto es cierto. No lo creo. ¡Steve! ¿Cómo va a poder soportarlo?». Miró a su amigo con lástima. Éste estaba tranquilo en apariencia, pero la expresión de sufrimiento que había quedado grabada en su rostro y que hasta hacía pocos meses no comenzara a desvanecerse, había aparecido hoy de nuevo. Esa palidez cerúlea, esas arrugas de la frente de pronto tan profundas, esos surcos a ambos lados de la boca…

—¿Por qué no tomas una taza de café, Steve? —sugirió—. Estás muy alterado…

—Sí, quizá un café…

Dora levantó la vista ansiosamente.

—Haré café y unos bocadillos. ¡Dios mío! Cuando pienso… ¡Neil! ¿Por qué tuvimos que ir al cine hoy? Si algo le ocurre a ese niño, nunca me lo perdonaré. Nunca.

Bill Lufts tapó la boca a su mujer.

—¡Por una vez en tu vida, cállate! —gritó—. ¡Cállate!

En su voz se adivinaban ferocidad y amargura. Roger se dio cuenta de que Hugh Taylor estudiaba atentamente a la pareja.

¡Los Lufts! ¿Sospecharía de ellos? No. Eso nunca. Imposible.

Estaba ya en el vestíbulo cuando el timbre de la puerta sonó con insistencia. Todos se sobresaltaron. Un agente que se hallaba en la cocina cubrió la distancia que le separaba del vestíbulo en pocos segundos, pasó precipitadamente junto a Roger, y abrió de un tirón la puerta principal.

Glenda apareció en el vano. Tenía los cabellos y el rostro húmedos de nieve y los pies calzados solamente con unas zapatillas de satén. Una bata color rosa constituía su única protección contra el viento frío de la noche. Tenía la cara blanca como el mármol. Las pupilas dilatadas y asombradas. En la mano aferraba una hoja de papel arrancada de un cuaderno. Temblaba violentamente.

Roger corrió hacia ella. Llegó a su lado en el instante preciso en que se derrumbaba. La sostuvo entre sus brazos.

—Roger, la llamada… La llamada telefónica. —Sollozaba—. Me hizo escribirlo todo. Después me obligo a que se lo leyera. Me dijo que si no lo entendía bien, Neil…

Hugh le arrancó el papel de la mano y leyó en alta voz:

—«Diga a Steve Peterson que si quiere volver a ver a su novia y a su hijo, esté mañana a las ocho en punto en la cabina telefónica de la gasolinera Exxon situada en la salida veintidós de la autopista Merritt. Recibirá instrucciones acerca del rescate».

Hugh frunció el entrecejo. No podía leer la ultima palabra.

—¿Qué dice aquí, señora Perry? —preguntó.

—Me hizo que se lo repitiera todo. Apenas podía escribir… Y él estaba tan impaciente. Aquí dice «Zorro». Eso es. Lo repitió dos veces.

La voz de Glenda cambió. Su rostro se contrajo en un gesto de dolor. Se apartó de Roger y se llevó una mano al pecho.

—Trataba de disfrazar la voz, pero cuando repitió ese nombre… Roger, yo he oído esa voz. Conozco a ese hombre.