17

—¿Quién ha hecho estas fotografías?

Sharon reconoció el eco del miedo en su propia voz y supo que había cometido un error. Su mirada se cruzó con la del desconocido. Vio que su tono le había sorprendido. El hombre apretó los labios y el latido de su sien se aceleró. Su intuición la impulsó a añadir:

—Es que son tan realistas…

La rigidez del hombre disminuyó.

—Quizá las haya encontrado —dijo.

Sharon recordó el flash que la había cegado en el coche.

—O quizá las hiciste tú.

Hizo lo posible porque sus palabras sonaran a cumplido.

—Quizá.

El desconocido le acarició el cabello deteniendo la mano por un segundo en su mejilla. «Domina tu miedo», pensó ella frenéticamente. Seguía sosteniendo con un brazo la cabeza de Neil. El niño comenzó a temblar. Sus sollozos rompieron el resuello característico del asma.

—Neil, no llores —imploró—. Te ahogarás.

Miró a su raptor.

—Tiene mucho miedo —dijo—. Desátale.

—Si lo hago, ¿me querrás?

Mientras se agachaba junto al catre notó las piernas del hombre apretándose contra su costado.

—Claro que sí, pero hazlo, por favor.

Apartó unos rizos húmedos, color arena, que caían sobre la pequeña frente del niño.

—No le destapes los ojos.

La mano del desconocido se posó tensa sobre la suya y la apartó del rostro de Neil.

—Como quieras —dijo tratando de aplacarle.

—Bueno, le desataré un momento. Sólo las manos. Pero antes tiéndete en el catre.

Sharon se quedó rígida.

—¿Para qué?

—No quiero teneros desatados a los dos al mismo tiempo. Suelta al niño.

No tuvo más remedio que obedecer. Esta vez el hombre le ató las piernas desde las rodillas hasta los tobillos. Luego la sentó en el catre.

—No te ataré las manos hasta que me vaya, Sharon —dijo.

Era una concesión. Su voz se recreaba al pronunciar el nombre femenino.

«Hasta que me vaya». ¿Es que iba a dejarles allí solos? El hombre se inclinaba sobre Neil para cortar las ligaduras que sujetaban sus muñecas. Las manos del niño temblaron por un momento en el aire.

Su jadeo tenía ahora un ritmo de staccato. El silbido era constante, de un tono cada vez más alto.

Sharon le sentó sobre sus rodillas. Llevaba aun puesto el abrigo gris y le envolvió con él manteniéndole pegado contra su cuerpo. El tembloroso cuerpo infantil se resistía tratando de apartarse.

—¡Neil, basta! ¡Cálmate! —dijo con voz firme—. Recuerda lo que tu padre te ha dicho que tienes que hacer cuando te da un ataque de asma. Tienes que estarte muy quieto y respirar muy despacio. —Miró al hombre—. Por favor, ¿puedes darle un vaso de agua?

A la luz difusa e irregular de la habitación, la sombra del desconocido, oscura y emborronada sobre la pared de cemento, parecía fragmentada por los desconchones. Él asintió y se acercó a las pilas oxidadas. El grifo que antes goteara, estalló ahora en un gorgoteo irregular. Aprovechando que el hombre estaba de espaldas, Sharon miró las fotografías. Dos de las mujeres estaban muertas o a punto de morir. La otra trataba de huir de algo o de alguien. ¿Era su secuestrador el autor de los crímenes? ¿Qué clase de loco era aquel hombre? ¿Por qué les había secuestrado a ella y a Neil? Hacía falta mucha valentía para cruzar la estación con ellos. Lo había planeado todo cuidadosamente. ¿Por qué?

Neil aspiraba demasiado deprisa. Se ahogaba. Comenzó a toser con aspereza.

Su raptor volvía de la pila con un vaso de cartón en la mano. La tos del niño parecía enervarle. Cuando alargó a Sharon el vaso, le temblaba la mano.

—Haz que deje de toser —le dijo.

Sharon acercó el vaso a los labios de Neil.

—Bebe un poco.

El niño lo hizo apresuradamente.

—No. Despacio, Neil. Ahora échate. —El niño acabó de beber y suspiró. Sharon notó un ligero relajamiento en el cuerpo infantil—. Así.

El desconocido se inclinó sobre ella.

—Eres buena, Sharon —dijo—. Por eso me he enamorado de ti. No me tienes miedo, ¿verdad que no?

—Claro que no. Sé que no vas a hacernos daño —respondió con tono de conversación banal—. ¿Por que nos has traído aquí?

Sin contestar, el hombre se acercó a la maleta negra, la levantó con extremo cuidado, y volvió a colocarla en el suelo a pocos pasos de la puerta. Luego, en cuclillas, abrió la bolsa de lona.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Sharon.

—Una cosa que he de preparar antes de irme.

—¿Adónde vas?

—No hagas tantas preguntas, Sharon.

—Sólo me interesaba por tus planes.

Le vio revolver el contenido de la bolsa. Sus dedos tenían ahora vida propia. Una existencia en la cual manejaban hábilmente cables y pólvora.

—No puedo hablar cuando trabajo en esto. Con la nitroglicerina hay que tener mucho cuidado. Hasta yo lo tengo.

Los brazos de Sharon rodearon a Neil. Aquel loco estaba manejando explosivos a pocos pasos de ellos. Si cometía un solo error, si se equivocaba en el más mínimo detalle… Recordó la explosión de aquel edificio de Greenwich Village. Ella se hallaba en Nueva York aquel día. No tenía clase y estaba haciendo unas compras no muy lejos del lugar del suceso. De pronto oyó un ruido ensordecedor. Recordó el montón de cascotes, la pila de fragmentos de piedras, los trozos de tablones… Los autores del hecho también creían que sabían manejar explosivos.

Rezando a Dios interiormente, siguió mirando al hombre que trabajaba con extremo cuidado. Le contempló mientras la sangre se resistía a circular por sus piernas, mientras la humedad penetraba en su piel, mientras su oído se hacía al débil retumbar de los trenes. El jadeo de Neil fue adquiriendo otro ritmo. Seguía siendo rápido, angustioso, pero no tan desenfrenado como antes.

Finalmente el hombre se enderezó.

—Ya está.

Parecía satisfecho.

—¿Qué vas a hacer con eso?

—Será vuestra niñera.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo que dejaros hasta mañana por la mañana. Y no puedo correr el riesgo de que os vayáis, ¿no crees?

—¿Cómo vamos a irnos si estamos atados y solos?

—Hay una posibilidad entre un millón, entre diez millones de que, mientras estoy fuera, alguien intente entrar aquí.

—¿Cuánto tiempo vas a tenernos aquí?

—Hasta el miércoles. Y no me hagas más preguntas. Te diré lo que crea que debes saber.

—Perdóname, pero no entiendo…

—No puedo permitir que os encuentren. Pero tengo que irme. Por eso dejo explosivos conectados con la puerta. Si alguien trata de abrir…

Ella no estaba allí. No estaba oyendo lo que oía. Era imposible.

—No te preocupes, Sharon. Mañana por la noche Steve Peterson me dará ochenta y dos mil dólares y todo habrá terminado.

—¿Ochenta y dos mil…?

—Sí. Y el miércoles por la mañana tú y yo nos iremos y le diré a Peterson dónde puede encontrar al niño.

Desde muy lejos llegó el débil eco de un traqueteo. Un silencio. Otro eco.

El hombre cruzó el cuarto.

—Lo siento, Sharon.

Con un movimiento rápido, arrancó a Neil de sus brazos y le tendió sobre el catre. Antes de que Sharon pudiera reaccionar, el hombre le había juntado las manos a la espalda. Dejó que el abrigo se deslizara sobre su espalda y sólo entonces le ató fuertemente las muñecas.

Luego se acercó a Neil.

—No le amordaces, por favor —suplicó ella—. Si se ahoga puede que no te den el dinero, quizá tengas que demostrar que está vivo. Por favor… Me gustas porque eres inteligente.

La miró pensativo.

—Sabes cómo me llamo —continuó—, pero aun no me has dicho cómo te llamas tú. Quiero poder pensar en ti, llamarte por tu nombre.

Las manos del desconocido cogieron el rostro de Sharon. Eran callosas, ásperas. Costaba trabajo creer que podían ser tan diestras con aquellos delicados cables.

Se inclinó sobre ella. Su aliento era caliente y rancio. Soportó un beso áspero, húmedo. Una boca que se deslizaba lenta sobre su mejilla, su oreja…

—Me llamo Zorro —dijo el hombre con voz ronca—. Repite mi nombre, Sharon.

—Zorro.

Ató las muñecas de Neil y colocó al niño junto a Sharon. Apenas había espacio en el catre para aquellos dos cuerpos tendidos el uno junto al otro. Las manos de la muchacha estaban aplastadas contra el áspero muro de cemento. El hombre les cubrió a los dos con el sucio abrigo gris y permaneció de pie junto a ellos. Dirigió la mirada al montaplatos enterrado bajo los tablones.

—No. —Parecía insatisfecho, inseguro—. No puedo correr el riesgo de que os oigan.

Volvió a taparles la boca con sendas mordazas, aunque esta vez no tan apretadas. Ella no se atrevió a protestar. Era evidente que el nerviosismo había vuelto a apoderarse de él.

Pronto supo por qué. Lentamente, con extremo cuidado, el hombre enganchó un fino cable a algo que contenía la maleta y lo desenrolló poco a poco. Iba a unirlo a la puerta. Si alguien trataba de entrar durante su ausencia, la bomba estallaría.

Sharon oyó el tenue sonido del interruptor y la luz se extinguió. La puerta se abrió y se cerró sin ruido. Por un instante la silueta del hombre se dibujó en el vano de la puerta para desaparecer un segundo después.

El cuarto quedó en tinieblas. Sólo rompían el cavernoso silencio el jadeo fatigoso de Neil y el eco sordo de los trenes que entraban en el túnel.