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En la oficina de Manhattan del FBI, Hugh Taylor exhaló un suspiro de alivio mientras cerraba el primer cajón de su escritorio. «¡Dios mío! ¡Qué placer volver a casa!», pensó. Eran cerca de las nueve y media, lo que significaba que el tráfico habría amainado. Pero la nieve habría cubierto la carretera del West Side y a esta hora el puente debía estar ya casi intransitable.

Se levantó y se estiró. Tenía los hombros y el cuello tensos y rígidos. «Aún no he cumplido los cincuenta y me siento como si tuviera ochenta», se dijo. Había sido un día difícil. Otro intento de atraco, esta vez en la sucursal del Chase Manhattan en la esquina de la calle Cuarenta y ocho y Madison. Uno de los cajeros había hecho sonar la señal de alarma y la policía había detenido a los sospechosos, no sin que éstos lograran antes disparar sobre uno de los vigilantes. El pobre hombre estaba muy grave y probablemente no sobreviviría.

El rostro de Hugh revistió una repentina expresión de dureza. Los delincuentes capaces de cometer un crimen así debían ir a la cárcel para el resto de sus días.

Pero ejecutarlos, eso no. Hugh cogió su abrigo. Ése era uno de los motivos por los que había estado hoy tan deprimido. Ese pobre muchacho, Ronald Thompson. No podía dejar de pensar en él. El caso Peterson, hacía ahora dos años. Hugh había estado a cargo de la investigación. A la cabeza de su equipo siguió los pasos de Thompson hasta un motel de Virginia donde le detuvieron.

El muchacho negó en todo momento ser el autor del asesinato de Nina Peterson. Había defendido su inocencia aun cuando su única oportunidad de salvar el pellejo consistía en confesar su crimen y ponerse a merced del jurado.

Hugh se encogió de hombros. Ya no tenía nada que ver con todo aquello. Eso seguro. Y pasado mañana Ronald moriría en la silla eléctrica.

Hugh recorrió el largo pasillo y pulsó el botón de llamada del ascensor.

Estaba cansado hasta la médula. Realmente agotado.

Medio minuto después uno de los ascensores se detenía en la planta. La puerta se abrió. Hugh entró en él y apretó el botón marcado con una B.

De pronto alguien gritó su nombre. Automáticamente, echó mano a la puerta para impedir que se cerrara. Unos pies corrían hacia el ascensor. Harry Lamont, uno de los oficiales más jóvenes, le cogió por el brazo.

—Hugh. —Estaba sin aliento—. Steve Peterson está al aparato. Ya sabes, el marido de Nina Peterson… Ronald Thompson.

—Sé quién es —dijo Hugh precipitadamente—. ¿Qué quiere?

—Su hijo. Dice que su hijo y esa escritora, Sharon Martin, han sido secuestrados.