15

El tren llegó a la estación de Carley a las nueve en punto. Para entonces la nerviosa impaciencia de Steve se había convertido en una preocupación sorda que le consumía. Debería haber llamado al médico. Si Neil se hubiera puesto enfermo, Sharon le habría llevado a la consulta para que le pusieran una inyección. Probablemente ésa era la razón por la que no había contestado al teléfono.

Sharon había venido. De eso estaba seguro. Si hubiera cambiado de idea, le habría avisado.

Quizá iban mal las líneas del teléfono. Y si hubiera perdido el tren, Dios sabe a qué hora habría llegado el siguiente. El revisor había dicho algo de que las vías se estaban helando.

Algo pasaba. Lo intuía. Lo sabía.

Quizá fuera la inminencia de la ejecución lo que le tenía tan nervioso, tan tenso. «¡Dios mío!», pensó. Los periódicos de la noche le habían hecho revivir todo de nuevo. Allí estaba la foto de Nina, en la primera página. Bajo ella el titular: «Un muchacho pagará con su vida el brutal asesinato de una joven madre de Connecticut».

Junto a la de Nina, la fotografía de Thompson. Un chico de rostro agradable. Costaba creer que fuera capaz de asesinar a sangre fría. Steve contempló a su pesar la fotografía de su esposa. Los periodistas le habían pedido una cuando ocurrió el asesinato y desde entonces él había maldecido el momento en que les permitió reproducir aquélla en particular. Era su preferida. Una instantánea hecha por él mismo, aquélla en que el viento revolvía los oscuros rizos en torno al rostro de Nina y su nariz recta parecía un poco respingona como sucedía siempre que reía.

¡Y aquel pañuelo atado al cuello! Hasta después de ver la foto publicada no había caído en la cuenta de que era el mismo que Thompson había utilizado para estrangularla. «¡Dios mío!».

Steve fue el primero que descendió del tren cuando éste llegó finalmente a la estación de Carley con cuarenta minutos de retraso. Bajó a todo correr las resbaladizas escaleras del andén, cruzo apresuradamente el aparcamiento y trató de limpiar la nieve que cubría el parabrisas de su automóvil. La fina capa de hielo endurecido resistió a sus esfuerzos. Impaciente, abrió el portaequipajes y sacó un disolvente y el limpiador de goma para los cristales.

La última vez que vio a Nina, ésta le había llevado a la estación. Él había notado que el neumático de la rueda delantera estaba en muy malas condiciones. Nina le confesó que la noche anterior había tenido un pinchazo y que llevaba el de repuesto.

Él había perdido todo control y se había enfurecido. «No deberías andar por ahí con ese neumático. ¡Maldita sea! ¡Acabarás matándote por un descuido!», le había dicho.

Acabarás matándote.

Ella le había prometido recoger la otra rueda inmediatamente. Ya en la estación él se bajaba del coche sin el acostumbrado beso de despedida, cuando Nina se inclinó sobre su rostro y sus labios le rozaron la mejilla. Luego, preñada la voz con ese eco de risas que él tan bien conocía, le había dicho: «Que pases un buen día, gruñón. Te quiero».

Y él ni se había vuelto a mirarla. Simplemente había echado a correr hacia el tren. En la oficina había estado a punto de llamarla, pero se dijo que era mejor que pensara que estaba realmente enfadado con ella. Nina le preocupaba. Era muy descuidada en cosas realmente importantes. Un par de noches en que había trabajado hasta muy tarde, se había encontrado al volver a casa a Neil y a Nina durmiendo con la puerta abierta.

Por eso ni la había llamado ni había hecho las paces con ella. Y cuando aquella misma tarde bajó del tren en la estación, Roger Perry le estaba esperando para llevarle a casa en su coche y decirle que Nina había muerto.

Desde entonces, dos años de un dolor despiadado que se había prolongado hasta aquella mañana, hacía ya seis meses, en que le habían presentado a la muchacha que iba a aparecer con él en el programa Today, Sharon Martin.

El parabrisas estaba ya bastante limpio. Steve entró en el coche, movió la llave de contacto y apenas oyó el ruido del motor, apretó el acelerador. Quería llegar a casa y encontrar bien a Neil. Quería hacerle feliz otra vez. Quería rodear a Sharon con sus brazos y apretarla contra su cuerpo. Quería oírla trastear en la habitación de los invitados, saber que estaba cerca de él. Hablarían, resolverían sus diferencias. No permitiría que nada les separase.

El recorrido que generalmente cubría en cinco minutos, le llevó aquella noche un cuarto de hora. La calzada estaba cubierta de una fina película de hielo. En una señal de stop pisó el freno y el coche resbaló hasta detenerse en el centro exacto del cruce. Por suerte no venía nadie.

Al fin llegó a la calle Driftwood. Le pareció extrañamente oscura. Era su casa. Las luces del porche estaban apagadas. Su cuerpo se tensó con un escalofrío de temor. Sin pensar en lo que hacía, pisó el acelerador y el automóvil salió disparado dando bandazos hasta ir a parar a la acera contraria. Dobló al llegar a la pequeña avenida que conducía a la entrada de la casa y aparcó detrás del coche de Sharon. Subió corriendo los escalones del porche, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de un violento empujón.

—¡Sharon! ¡Neil! —gritó.

Le respondió un gélido silencio que contrastaba con el calor del vestíbulo. Sintió las manos pegajosas.

—¡Sharon! ¡Neil! —gritó de nuevo.

Entró en el salón. En el suelo había desparramados unos cuantos periódicos. Neil había estado recortando. Sobre una de las hojas vio unas tijeras y unos trozos de papel. En una mesita baja, cerca del fuego, había una taza de chocolate y una copa de jerez. Steve se acercó y tocó la taza. El chocolate estaba frío. Corrió a la cocina, vio un cacillo en la pila y volvió al vestíbulo. De allí pasó al cuarto de estar. La sensación de peligro se hizo acuciante, sobrecogedora. El cuarto de estar estaba desierto también. El fuego expiraba en la chimenea. Le había pedido a Bill que lo encendiera antes de marcharse.

Sin saber siquiera lo que buscaba, Steve volvió corriendo al vestíbulo, donde reparó en el maletín y el bolso de Sharon. Subió al cuarto de los invitados y abrió el armario. Allí estaba la capa de la muchacha. ¿Qué podía haberla impulsado a salir con tanta precipitación? ¿Neil? Neil había tenido una crisis. Una de las violentas, de aquellas que sobrevenían de improviso, que casi le asfixiaban.

Corrió al teléfono de la cocina. Allí estaban claramente escritos los teléfonos de emergencia: hospital, policía, bomberos, médico… Llamó primero a la consulta. La enfermera no se había ido todavía.

—No, señor Peterson. No hemos recibido ningún aviso. ¿Puedo hacer algo por…?

Colgó sin dar explicaciones.

Llamó después a la sala de emergencia del hospital.

—No, aquí no hay ninguna referencia a…

¿Dónde estarían? ¿Qué podía haberles ocurrido? Jadeaba. Miró el reloj de la pared. Las nueve y veinte. Habían pasado casi dos horas desde que llamara desde la estación. Llevaban al menos dos horas fuera de casa. ¡Los Perry! Quizá estuvieran en casa de los Perry. Era muy posible que si Neil había tenido los primeros síntomas de un ataque, Sharon hubiera recurrido a ellos en busca de ayuda.

Volvió a descolgar el auricular. «¡Por favor, Señor! ¡Que estén en casa de los Perry! ¡Que estén bien!».

Y en ese preciso momento, lo vio. El mensaje garrapateado en el tablón de anuncios. Estaba escrito con tiza, en trazos gruesos, irregulares…

«Si quiere volver a ver vivos a su novia y a su hijo, espere instrucciones». Las palabras siguientes estaban subrayadas con una gruesa línea. «No llame a la policía». El mensaje iba firmado: «Zorro».