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—¡Vamos, Ronald! ¡Habla, maldita sea!

El abogado, un hombre joven de cabellos casi negros, apretó el play del magnetófono colocado sobre la pequeña tarima que le separaba del muchacho.

—No.

Ronald Thompson se levantó, se paseó inquieto por la reducida celda y miró al exterior a través del ventanuco enrejado. De pronto se volvió.

—Hasta la nieve parece sucia aquí —dijo—. Sucia, gris y fría. ¿Quieres grabar eso?

—No. No quiero. —Bob Kurner se levantó y puso las manos sobre los hombros del muchacho—. Ron, por favor.

—¿Para qué? ¿Para qué?

Los labios del muchacho de diecinueve años temblaron. Su rostro adquirió de pronto una expresión joven e indefensa. Se mordió el labio inferior y se pasó la mano por los ojos.

—Bob, sé que has hecho todo lo que has podido. Lo sé. Pero ya nadie puede conseguir nada.

—Podemos dar a la gobernadora motivos para que utilice su privilegio de conceder clemencia… Aunque sólo sea una suspensión de la sentencia, sólo una suspensión, Ronald.

—Pero ya lo has intentado. Y esa escritora Sharon Martin también. Y si ella no ha podido conseguirlo con todas las firmas que ha reunido…

—¡Que se vaya al diablo esa imbécil de Sharon Martin! —dijo Bob Kurner mientras apretaba los puños—. ¡Malditos sean todos esos hipócritas que se creen que hacen tanto bien y no saben mover un dedo! Te ha fastidiado, Ronald. Nosotros habíamos hecho una petición, una petición en regla firmada por la gente que te conoce, gente que sabe que eres incapaz de hacer daño a una mosca, y de pronto sale ella gritando a los cuatro vientos que naturalmente eres culpable, pero que no por eso tienes que morir. Ella es quien ha hecho imposible a la gobernadora conmutar la sentencia.

—Entonces, ¿para qué perder el tiempo? Si es inútil, si ya no queda esperanza, prefiero no volver a hablar del asunto.

—Tienes que hacerlo.

La voz de Bob Kurner se suavizó cuando miró los ojos del preso. Revelaban una sinceridad y una honradez que inspiraban simpatía. Bob recordó cómo era él a los diecinueve años, hacía exactamente diez años. Cursaba segundo de derecho. Ronald había querido ir a la universidad… y en vez de eso iba a morir en la silla eléctrica. Los dos años que había pasado en la cárcel habían transformado su cuerpo haciéndole perder su aspecto musculoso. Hacía gimnasia diariamente en su celda, pues era lo bastante disciplinado para ello, pero había adelgazado nueve kilos y su rostro estaba blanco como la cera.

—Mira —dijo Bob—. Tiene que haber algo que se me haya escapado.

—No se te ha escapado nada.

—Ronald, yo te defendí, pero tú no mataste a Nina Peterson y, sin embargo, te declararon culpable. Si pudiéramos hallar una sola prueba que presentar a la gobernadora, una razón para que te concediera una suspensión de la sentencia… Tenemos sólo cuarenta y ocho horas.

—Acaba de decir que no va a conmutar la sentencia.

Bob Kurner se agachó y apagó el magnetófono.

—Ronald, no sé si debería decirte esto. Dios sabe que la posibilidad es muy remota. Pero, escúchame. Cuando te declararon culpable de la muerte de Nina Peterson, muchos pensaron que eras culpable también de esos otros dos asesinatos sin resolver. Tú lo sabes…

—Ya me hicieron suficientes preguntas sobre ellos…

—Fuiste compañero de colegio de la chica, la que se apellidaba Carfolli, y habías trabajado para la señora Weiss limpiando la nieve de la entrada de su casa. Era natural que te interrogaran. Suele ser lo normal en estos casos. Desde que te detuvieron no hubo más asesinatos… hasta ahora. Ronald, el mes pasado mataron a dos mujeres jóvenes en el condado de Fairfield. Si pudiéramos presentar algo, una sombra de duda, cualquier cosa que pudiera establecer una relación entre la muerte de Nina Peterson y las otras dos mujeres…

Abrazó al muchacho.

—Ronald, sé lo difícil que es todo esto para ti. Me imagino por lo que estás pasando. Pero tu me has dicho cuántas veces has repasado mentalmente, hora a hora, ese día. Quizá haya algún detalle, algo que entonces no te pareció importante… Si hablaras

Ronald se liberó de su abrazo, se acercó al catre y se sentó. Apretó el botón de la grabadora y volvió la cabeza de forma que su voz llegara claramente hasta el micrófono. Frunciendo el ceño a causa de su intensa concentración, comenzó a hablar con voz insegura.

—Aquella tarde, después de salir del colegio, me fui a trabajar a la tienda de comestibles del señor Timberly. La señora Peterson estaba haciendo su compra. Le dije al dueño que necesitaba más tiempo para mi entrenamiento de baloncesto y éste me amenazó con despedirme. Ella le oyó. Cuando la ayudé a sacar las bolsas al coche, me dijo…