13

Muchos años atrás, Lally había sido maestra de escuela en Nebraska. Ya jubilada, sin familia, había venido a Nueva York de turismo. Nunca regresó a su pueblo.

La noche en que llegó a Grand Central fue la decisiva. Asombrada y atemorizada, transportaba su maleta a través del enorme vestíbulo, cuando miró hacia arriba y se detuvo. Muy pocas personas se dan cuenta inmediatamente de que el cielo que fulgura en esa inmensa bóveda está pintado al revés, pero Lally lo supo inmediatamente. Las estrellas que correspondían al Este, estaban pintadas al Oeste.

Se rió en voz alta. Sus labios se entreabrieron descubriendo unos enormes dientes delanteros. Algunos transeúntes se detuvieron, dirigieron la vista hacia donde ella miraba, y luego continuaron su camino. La reacción de aquellas gentes le encantó. Si en su pueblo la hubieran visto mirando hacia arriba y riéndose sola, al día siguiente la noticia habría corrido de boca en boca.

Dejó la maleta en la consigna y se dirigió al lavabo de señoras del piso principal. Allí se lavó, se alisó con las manos su informe falda de punto color marrón, y se abrochó cuidadosamente la gruesa chaqueta de lana. Finalmente se peinó sus cabellos grises apelmazándolos con agua en torno a su rostro redondo casi carente de barbilla.

Durante las seis horas siguientes, Lally recorrió la terminal deleitándose como una niña ante aquel gentío que se afanaba presuroso. Comió en la barra de un bar pequeño y barato en que servían almuerzos, se detuvo a ver los escaparates de las galenas que conducían a los hoteles, y, finalmente, volvió a instalarse en la sala de espera principal.

Fascinada, contempló cómo una madre daba el pecho a su hijo, vio besarse apasionadamente a una pareja de jóvenes, y siguió las incidencias de una partida de cartas que jugaban cuatro hombres.

El gentío disminuía, aumentaba y volvía a disminuir bajo los signos del zodiaco. Era casi medianoche cuando reparó en un grupo que ya conocía de vista. Seis hombres y una mujer diminuta, semejante a un pájaro, hablaban apiñados con la cómoda camaradería que proporciona una vieja amistad.

La mujer la vio observarles y se acercó a ella.

—¿Eres nueva aquí?

Tenía una voz áspera, pero amable. Lally la había visto horas antes sacando un periódico de una de las papeleras de la estación.

—Sí —dijo.

—¿No tienes adónde ir?

Lally había hecho una reserva en el hotel de la Asociación de Mujeres Católicas, pero su instinto la impulsó a mentir.

—No.

—¿Acabas de llegar?

—Sí.

—¿No tienes dinero?

—No mucho.

Otra mentira.

—Bueno, no te preocupes. Te enseñaremos todo esto. Nosotros somos de la casa —dijo señalando al grupo que había dejado detrás.

—¿Quieres decir que vivís por aquí cerca? —preguntó Lally.

Una sonrisa asomó a los labios de la mujer descubriendo una hilera de dientes amarillos.

—No. Vivimos aquí. Me llamo Rosie Bidwell.

Durante los sesenta y dos sombríos años de su vida, Lally no había tenido una sola amiga íntima. Rosie Bidwell fue la primera. Pronto la aceptaron todos como una compañera más. Se deshizo de la maleta y, como Rosie, guardó todas sus posesiones en una bolsa de papel. Aprendió la rutina. Comidas lentas y baratas en restaurantes automáticos, una ducha de vez en cuando en la casa de baños del Village, y habitaciones de mala muerte en hoteles de a dólar por noche o algún centro del Ejército de Salvación.

O bien… su propia habitación en Grand Central.

Aquél era el único secreto que ocultaba a Rosie. Exploradora incansable, se conocía al dedillo hasta la última pulgada de la terminal. Subía las escaleras que ocultaban las puertas color naranja de los andenes y vagaba por la zona cavernosa que se abría entre el suelo del piso superior y el techo del inferior. Halló la escalera oculta que conectaba los lavabos de señoras de las dos plantas y cuando el de abajo estaba cerrado por reparaciones descendía su escalera secreta y pasaba la noche allí, lejos de la mirada de todos.

Hasta llegó a caminar a lo largo de las vías del túnel que corría bajo Park Avenue, apretándose contra la pared de cemento cuando pasaba un tren atronador y compartiendo restos de comida con los gatos hambrientos que merodeaban por allí.

Le fascinaba especialmente la zona más profunda de la estación, lo que los revisores llamaban Sing-Sing. Entre las bombas, los ventiladores, los respiraderos y los generadores que retumbaban, zumbaban y chirriaban, se sentía parte integrante del verdadero corazón de Grand Central. Una puerta anónima situada en lo alto de una estrecha escalera, la intrigaba. Cautelosamente, se la había mencionado a uno de los guardias de seguridad con quien había trabado amistad. Rusty le contó que en aquel miserable agujero lavaban antes los platos para las cocinas de La Ostrería y que ella no tenía nada que hacer por allí. Pero Lally insistió tanto, que al fin la llevó a ver el interior.

Aquel cuarto la dejó maravillada. Los desconchones de las paredes y del techo no le molestaron lo más mínimo. Era de amplias dimensiones. Las luces y las pilas funcionaban. Hasta tenía un pequeño cubículo con un retrete. Inmediatamente se dio cuenta de que aquel lugar podía satisfacer la única necesidad que aún sentía: la de disfrutar de vez en cuando de absoluta soledad.

—Habitación con baño —dijo—. ¡Rusty, déjame dormir aquí!

Rusty la miró sorprendido.

—Ni hablar. Me costaría mi puesto.

Pero a base de insistencia consiguió convencerle y de vez en cuando la dejaba pasar una noche allí. Hasta que un día logró que le prestara la llave unos minutos y en secreto se mandó hacer otra. Cuando Rusty se jubiló, aquella habitación fue suya y sólo suya.

Poco a poco fue subiendo a ella algunos trastos: un catre de lona desvencijado de los que usaban en el ejército, un colchón lleno de bultos, un cajón de naranjas…

Con el tiempo, aquella habitación se convirtió en su refugio habitual. Lo que más le gustaba del mundo era dormir en aquella oscuridad de vientre materno arropada en las profundidades mismas de su estación, oyendo el rugir lejano y el traqueteo de los trenes que se iban haciendo más y más infrecuentes conforme avanzaba la noche y más frecuentes de nuevo con la renovada actividad de la mañana.

A veces, mientras yacía en aquella habitación, recordaba cómo había explicado a sus alumnos El fantasma de la opera: «Y bajo aquel teatro dorado, tan hermoso, había otro mundo, un mundo oscuro y misterioso, un mundo de callejones, cloacas y humedad en que un hombre podía ocultarse seguro de que nadie podría encontrarle».

La única nube que ensombrecía su horizonte era el temor (horrible, punzante) de que algún día pudieran derribar su estación, y cuando el Comité para la Salvación de Grand Central celebró un mitin en la terminal, ella estuvo presente. Oculta en un rincón, aplaudió entusiasta cuando algunas personalidades como Jackie Onassis afirmaron que Grand Central era parte integrante de la tradición de Nueva York y, por lo tanto, no podía ser destruida.

Pero aunque lograron que se concediera a la terminal categoría de monumento histórico, Lally sabía que eran muchos los que estaban interesados en su demolición. «¡Por favor, Dios mío! ¡Mi estación, no!».

Durante el invierno no acudía a su habitación porque era demasiado húmeda y fría. Pero entre mayo y septiembre solía utilizarla, aunque no con mucha frecuencia. Iba a dormir allí sólo dos veces por semana para que los policías no la sorprendieran y Rosie no sospechara.

Pasaron seis años, los mejores en la vida de Lally. Llegó a conocer a todos los vigilantes, vendedores de periódicos y camareros de la estación. Reconocía las caras de los viajeros y sabía qué trenes cogía cada cual y a qué hora. Hasta llegó a familiarizarse con los rostros de los borrachos que generalmente tomaban los últimos trenes para volver a casa, recorriendo inseguros los pasillos en dirección a los andenes.

Ese lunes por la noche, Lally estaba citada con Rosie en la sala de espera principal. Había padecido de artritis durante el invierno y esa enfermedad había sido lo único capaz de contrarrestar su deseo de subir a su habitación. Pero habían pasado ya seis meses desde que pusiera los pies en ella por última vez y, de pronto, no pudo resistir la añoranza por más tiempo. «Bajaré solamente a ver cómo está», se dijo. Quizá, si no hacía mucho frío, podría dormir allí esa noche.

Bajó pesadamente las escaleras que conducían al nivel inferior. No había mucha gente allí. Miró cuidadosamente a su alrededor para ver si descubría a algún policía. No podía arriesgarse a que la sorprendieran dirigiéndose a su habitación. Ni el más amable de los vigilantes le habría permitido utilizarla.

Reparó en una familia con tres niños pequeños. Muy guapos todos ellos. Le gustaban los chiquillos y había sido una buena maestra. Cuando los alumnos se cansaban de reírse de su aspecto, solía llevarse muy bien con ellos. No es que echara de menos aquellos tiempos y deseara que volvieran… No, eso no. Nunca.

Iba a bajar por la rampa hacia el andén ciento doce, cuando atrajo su atención un trozo de forro andrajoso color escarlata que colgaba del bajo de un viejo abrigo gris.

Reconoció el abrigo. Se lo había probado la semana anterior en un ropavejería de la Segunda Avenida. No podía haber dos como aquél, con ese mismo forro. Imposible. Su curiosidad se agudizó. Estudió el rostro de la muchacha que vestía el abrigo y se sorprendió al descubrir su juventud y belleza bajo el pañuelo sucio y las gafas oscuras.

El hombre que la acompañaba… Si, Lally le había visto por la estación con cierta frecuencia últimamente. Reparó en la fina piel de las botas que llevaba la muchacha. Se notaba que eran caras. Correspondía al tipo de viajeros de la línea de Connecticut.

«Extraña combinación —se dijo—. Un abrigo de segunda mano y esas botas». Vio sin demasiado interés cómo la pareja atravesaba la terminal. La bolsa que llevaba el hombre parecía pesar mucho. Frunció el entrecejo al verlos bajar al andén número ciento doce. No iba a partir un tren de esa plataforma hasta dentro de cuarenta minutos. «Están locos —pensó—. ¿Para qué quieren esperar abajo con el frío y la humedad que hay allí?».

Se encogió de hombros. Su plan se había frustrado. Con esa pareja en el andén ya no quería arriesgarse a subir a su habitación. Podrían verla. Prefería esperar al día siguiente.

Venciendo estoicamente su desilusión, Lally se dirigió a la sala de espera de la sala principal donde la esperaba Rosie.