12

Mientras el automóvil se abría paso entre la nevada cada vez más espesa, revisó mentalmente el horario que se había trazado. En este momento estarían echando de menos el coche. Probablemente la mujer miraría primero por los alrededores para asegurarse de que no se había confundido respecto al lugar donde lo había dejado. Luego llamaría a la policía o a su casa. Para cuando los coches patrulla recibieran aviso del robo, él se hallaría muy lejos del alcance de todos los sabuesos de Connecticut.

No es que ninguno de ellos fuera a esforzarse mucho por encontrarlo. Probablemente se encogerían de hombros al oír la orden de búsqueda de un coche valorado en un par de cientos de dólares.

—¡Tenía a Sharon en su poder! La excitación le produjo una alegría que le rezumaba por los poros. Recordó la calidez que había sentido al atarla. Su cuerpo era esbelto, pero sus muslos y sus caderas eran torneados, suaves… Lo había notado aun a través de la gruesa falda de lana. Ella se había hecho la asustada, había fingido defenderse mientras él la llevaba al coche, pero estaba seguro de que había apoyado la cabeza en su pecho deliberadamente.

Tomó la autopista de Connecticut hasta llegar a la del río Hutchinson y siguió esta última en dirección Sur hasta llegar a la que atravesaba el condado y desembocar finalmente en la autopista Henry Hudson. Se sentía a salvo en aquellas carreteras tan transitadas, pero cuando se aproximaba ya a la carretera del West Side que le llevaría al centro de Manhattan, se dio cuenta de que iba un poco retrasado con respecto a su horario. ¿Y si estuvieran buscando ya el coche?

Los otros conductores iban a muy poca velocidad. ¡Imbéciles! Tenían miedo de rodar sobre una carretera helada, miedo de arriesgarse, y con ello le creaban a él un enorme problema. La sien comenzó a latirle. Sintió el aumento de la tensión y presionó sobre la vena con un dedo. Quería llegar a la estación a las siete lo más tarde, antes de que pasara la hora punta. Confundido entre la masa de viajeros, pasarían inadvertidos.

Eran las siete y diez cuando abandonó la carretera de West Side en la salida de la calle Cuarenta y seis. Avanzó media manzana en dirección al Este, hizo un rápido giro a la derecha para introducirse en un callejón que rodeaba un almacén. Allí no había vigilancia… y sólo necesitaba un minuto.

Paró el coche y apago los faros. La nieve, fina y seca, se adhirió a sus cejas y a su rostro mientras abría la puerta. Menudo frío hacía.

Con intensa concentración en la mirada, recorrió velozmente la oscura zona de aparcamiento. Satisfecho, se acercó al interior del coche y levantó el abrigo que había arrojado sobre Sharon. La mirada de la muchacha le quemó el rostro. Riendo ahogadamente sacó una pequeña cámara de fotos y apretó el disparador. El inesperado flash obligó a la muchacha a cerrar los ojos. Luego sacó del bolsillo interior de la chaqueta una linterna fina como un lápiz. Esperó a que su mano estuviera dentro del coche para encenderla.

Dirigió un rayo de luz hacia los ojos de Sharon aproximándolo lentamente hasta que la linterna quedaba a una pulgada aproximadamente del rostro de la muchacha y alejándolo después. Ella cerró los ojos con fuerza y trató de volver la cara.

Era un placer divertirse con Sharon a su antojo. Con una carcajada sorda, breve, la cogió por los hombros y la obligó a echarse de bruces sobre el suelo del automóvil. Con unas cuchilladas rápidas cortó las ligaduras que sujetaban sus muñecas y sus tobillos. Un suspiro ahogado por la mordaza. Un súbito estremecimiento del cuerpo femenino.

—Así estás mejor, ¿eh, Sharon? —susurró—. Ahora voy a quitarte la mordaza. Un solo grito y el niño muere, ¿entendido?

No esperó a ver el gesto de asentimiento de la muchacha antes de cortar la venda que la amordazaba. Sharon escupió la bola de gasas que le llenaba la boca. Con un enorme esfuerzo trató de dominar una queja.

—Por favor, el niño… —Su susurro era casi inaudible—. Se asfixiará.

—Eso depende de ti.

El desconocido la cogió del brazo y tiró hasta obligarla a ponerse de pie sobre la acera, a su lado. Sharon sintió confusamente la nieve sobre su rostro.

Estaba mareada. Sentía unas contracciones frenéticas en los músculos de las piernas y de los brazos. Estuvo a punto de caer al suelo, pero el desconocido la sostuvo.

—Ponte esto. —Ahora su voz sonaba distinta, nerviosa.

Sharon extendió la mano y sintió al tacto un tejido áspero y grasiento… Era el abrigo que antes había arrojado sobre ella. Levantó el brazo derecho. El hombre lo enfundó en una manga que la envolvió en la prenda. Luego introdujo el otro brazo en la manga izquierda.

—Ponte este pañuelo.

Estaba sucio. Trató de plegarlo. Era muy grande y parecía de lana. Al fin logró anudarlo bajo la barbilla.

—Vuelve a entrar en el coche. Cuanto antes acabemos, antes quitaré al chico la mordaza.

La empujó violentamente al interior del vehículo. La bolsa de lona caqui seguía sobre el suelo. Dio un traspiés tratando de no golpearla con las botas. Se inclinó sobre ella, pasó las manos por encima y sintió el contorno de la cabeza de Neil. Vio que al menos la tira que cerraba la boca de la bolsa no estaba atada. El niño podría respirar.

—Neil, Neil… Estoy aquí. No va a pasarnos nada…

¿Se movía o eran imaginaciones suyas? ¡Dios mío! ¡Que no se asfixiara!

El desconocido rodeó el automóvil a grandes zancadas, se instaló en el asiento del conductor, e hizo girar la llave del encendido. El coche comenzó a avanzar lentamente hacia adelante.

«¡Estamos en el centro de Manhattan!». El descubrimiento ayudó a Sharon, le ayudó a enfocar la situación. Tenía que conservar la calma. Tenía que hacer lo que le ordenara aquel hombre, fuera lo que fuese. El coche se acercaba a Broadway. Vio el reloj de Times Square: marcaba las siete y veinte… Eran sólo las siete y veinte.

A esa hora exactamente había llegado de Washington la noche anterior. Se había duchado, había puesto unas chuletas al fuego y, mientras se hacían, había bebido unos sorbos de Chablis. Estaba cansada y nerviosa y quería tranquilizarse antes de empezar a escribir su artículo.

Había pensado en Steve, en cuánto le había echado de menos, hasta tal punto que aquellas tres semanas que había pasado separada de él se habían convertido en una pesadilla.

Él la había telefoneado. El sonido de su voz revelaba una extraña combinación de alegría y ansiedad. Pero la conversación había sido breve, casi impersonal.

—Hola, sólo quería saber si habías llegado bien. He oído que en Washington hace un tiempo terrible y que la tormenta viene hacia aquí. Te veré en los estudios. —Luego se había interrumpido para añadir a los pocos segundos—. Te he echado mucho de menos. No olvides que mañana vienes a pasar la noche a casa.

Ella había colgado sintiendo intensificada su necesidad de verle y al mismo tiempo, desilusionada, preocupada. Pero ¿qué había esperado? ¿Qué pensaría él ahora, al llegar a su casa y encontrarla vacía? ¡Steve!

En la Sexta Avenida pararon ante un semáforo. Un coche patrulla de la policía se detuvo junto al suyo. Sharon vio al conductor, un oficial joven, levantarse ligeramente la visera que caía sobre su frente. El policía miró por la ventanilla y los ojos de ambos se encontraron. Notó que el automóvil empezaba a moverse de nuevo. Siguió con la vista clavada en el policía, deseando que él continuara mirándola, que adivinara que sucedía algo extraño.

De pronto sintió en el costado la presión de un objeto duro y miró hacia abajo. El desconocido empuñaba un cuchillo con el que la amenazaba.

—Si nos siguen, tú serás la primera en morir —dijo—. Y aún me quedará tiempo para el chico.

Hablaba con una naturalidad gélida. El coche de la policía les seguía a corta distancia. De pronto la luz del techo comenzó a girar. Sonó la sirena. ¡No, por favor…! El coche patrulla aceleró rápidamente, pasó raudo junto al que ellos ocupaban y desapareció entre el tráfico.

Doblaron por la Quinta Avenida en dirección al sur. Casi no se veían peatones por las calles. La tormenta era demasiado fuerte, las aceras estaban demasiado heladas para transitar por Nueva York.

El coche giró rápidamente a la izquierda y enfiló la calle Cuarenta y cuatro. ¿Adónde les llevaba? La Cuarenta y cuatro no tenía salida. Quedaba bloqueada por la estación Grand Central. ¿Es que no lo sabía?

El automóvil avanzó dos manzanas y al llegar a la Avenida Vanderbilt dobló a la derecha. Finalmente aparcó junto a la entrada del hotel Biltmore, frente a la terminal.

—Vamos —dijo el hombre—. Entraremos en la estación. Camina a mi lado y que no se te ocurra intentar nada. Llevaré la bolsa debajo del brazo y como alguien se fije en nosotros le clavo el cuchillo al niño.

Bajó la vista para mirar a Sharon. Sus ojos brillaban de nuevo. Le latía la sien.

—¿Entendido?

Sharon asintió. ¿Podría oírle Neil?

—Un momento. —Seguía mirándola. Estiró el brazo por delante de ella para abrir la guantera, y sacó del interior de ésta unas gafas oscuras—. Póntelas.

Abrió la puerta del coche de un empujón, miró en torno suyo y se bajó apresuradamente. La calle estaba desierta. Sólo había unos cuantos taxis alineados en el callejón cubierto que había junto a la terminal. Nadie que pudiera mirarlos ni preocuparse de ellos…

«Nos lleva a un tren —pensó Sharon—. Antes de que empiecen siquiera a buscarnos estaremos muy lejos de aquí». De pronto sintió un dolor en la mano izquierda. ¡La sortija! La sortija de montura antigua que le había regalado Steve el día de Navidad. La piedra había quedado entre dos dedos cuando el hombre le ató las manos, y la montura le había producido un corte. Casi sin pensarlo, Sharon se quitó el anillo. Apenas había tenido tiempo de insertarlo en la ranura que quedaba entre el asiento y el respaldo, cuando la puerta del coche se abrió.

Salió del automóvil con paso inseguro y quedó de pie sobre la acera. El hombre la aferró por una muñeca y miró cuidadosamente el interior del coche. Se inclinó y recogió apresuradamente la mordaza y las cuerdas que había cortado para soltarla, pero no reparó en la sortija.

Se inclinó, recogió la bolsa y ató fuertemente la tira de lona que la cerraba. Neil podía asfixiarse en esas condiciones.

—Mira —le dijo. Sharon dirigió la mirada al cuchillo que él empuñaba, a la hoja de acero oculta por la amplia manga del abrigo. Apuntaba al corazón del niño—. Si intentas algo, se lo clavo. ¡Vamos!

La cogió del brazo y la obligó a cruzar la calle ajustando el paso al suyo. A los ojos de todos eran un hombre y una mujer que se refugiaban en la estación huyendo del frío, un hombre y una mujer normales y corrientes en todos los aspectos, anónimos dentro de sus ropas baratas, y con una bolsa de lona en vez de una maleta.

A pesar de las gafas oscuras, la potente iluminación de la terminal obligó a Sharon a guiñar los ojos. Pasaron a pocos pasos de distancia de un quiosco de prensa. El vendedor les miró indiferente. Empezaron a bajar las escaleras hacia el primer descansillo. Un enorme anuncio de Kodak atrajo la atención de Sharon: «Capture la belleza allá donde la encuentre».

Una carcajada histérica pugnó por escapar de sus labios. «¿Capture? ¡Capture!». El reloj. El famoso reloj situado en el centro de la estación, justo debajo de la cabina de información. Desde que esa compañía de inversiones había construido allí su stand, era más difícil verlo. Sharon había leído en alguna parte que cuando la policía quería avisar de una emergencia a los vigilantes de la terminal, encendían seis luces intermitentes rojas en torno a la base de ese reloj. ¿Qué pensarían si supieran lo que ocurría en ese momento?

Eran las siete y veintinueve. Steve. Iba a tomar el tren de las siete y media. Estaría allí ahora mismo, en un tren parado en esa terminal, en un tren que dentro de un minuto se lo llevaría lejos. ¡Steve! Quiso gritar…

Unos dedos de acero se clavaron en su brazo.

—¡Por aquí!

Ahora la obligaban a bajar las escaleras que conducían al nivel inferior de la terminal. La hora punta había pasado. La estación no estaba ya muy concurrida… y menos aún en el nivel inferior. ¿Debía fingir una caída para atraer la atención? No. No podía arriesgarse. Pensó en el brazo de hierro que rodeaba el maletín de lona, en el cuchillo listo para hundirse en el corazón de Neil…

Ya estaban en el nivel inferior. A la derecha vio la entrada al restaurante La Ostrería. El mes anterior se había encontrado allí con Steve para tomar un almuerzo rápido. Se sentaron los dos en la barra ante sendos cuencos llenos de sopa de ostras humeante… «Steve… ¡Encuéntranos! ¡Ayúdanos!». El hombre la empujó hacia la izquierda.

—Vamos a bajar por ahí. No tan deprisa…

Era el andén 112. El letrero decía: «Mount Vernon: 8.10». Probablemente acababa de partir un tren. ¿Para qué querría llevarles a Mount Vernon?

A la izquierda de la rampa que conducía a la vía, Sharon vio a una anciana humildemente vestida. De su mano pendía una bolsa de la compra. Llevaba un chaquetón de corte masculino y una vieja falda de lana. Las medias de algodón le colgaban arrugadas sobre los tobillos. La miraba fijamente. ¿Habría notado algo raro en ellos?

—Sigue andando…

Bajaban la rampa en dirección al andén ciento doce. Sus pisadas se transformaban en un retumbar metálico que el eco repetía. El murmullo de las voces se alejaba. Al calor de la terminal sucedió una corriente fría, entumecedora.

El andén estaba desierto.

—Por aquí.

Ahora la obligaba a andar más deprisa en torno a la plataforma adonde iba a morir la vía. Luego, otra rampa descendente. En algún lugar cercano se filtraba agua. ¿Adónde los llevaba? Las gafas oscuras le dificultaban de nuevo la visión. Un sonido rítmico, un retumbar sordo…, una bomba, una bomba neumática… Bajaban a las profundidades de la terminal, a lo más hondo. ¿Qué iba a hacer con ellos? Se oía el traqueteo de los trenes… Cerca debía de haber un túnel.

El suelo de cemento seguía descendiendo. El pasaje se ensanchaba. Se hallaban en una zona que tendría las dimensiones de medio campo de fútbol, una zona de cañerías, pozos de ventilación y motores trepidantes. A la izquierda, a unos siete metros de distancia, arrancaba del suelo una estrecha escalera.

—Por ahí… Deprisa.

El hombre respiraba ahora con dificultad. Le oía jadear tras ella. Subió las escaleras a trompicones, contando los peldaños. Diez… once… doce… Se halló en un rellano estrecho ante una gruesa puerta de metal.

—Aparta.

Sintió el peso de un cuerpo contra el suyo y se hizo a un lado rápidamente. El hombre dejó en el suelo la bolsa de lona y le dirigió una mirada rápida. En medio de la oscuridad vio brillar en su frente gruesas gotas de sudor. Ahora sacaba una llave y la introducía en la cerradura. Un leve chirrido y el picaporte giró. El desconocido abrió la puerta y obligó a Sharon a entrar de un empujón. Le oyó recoger la bolsa del suelo con un gruñido. La puerta se cerró tras ellos. A través de la oscuridad reinante oyó el ruido de un conmutador.

Medio segundo más y los polvorientos tubos fluorescentes comenzaron a parpadear sobre sus cabezas.

Sharon miró en torno suyo, al suelo y a las paredes de aquella habitación sucia y húmeda, a las pilas oxidadas, al montón de tablones, al catre mugriento, al cajón de madera vuelto boca abajo y a una maleta negra que había en el suelo.

—¿Dónde estamos? ¿Qué quiere de nosotros?

Había hablado casi en un susurro, pero su voz retumbó en las paredes de aquel cuarto que parecía una mazmorra.

El secuestrador no respondió. La empujó hacia delante y se dirigió después hacia el catre. Depositó sobre él el bolsón de lona y luego flexionó los brazos. Sharon se puso de rodillas y trató de desatar la tira que cerraba la bolsa. Al fin lo consiguió. Abrió el bolsón y hundió las manos en él hasta tocar la figura que estaba agazapada en su interior. Liberó primero la cabeza de Neil. Tiró de la mordaza frenéticamente hasta dejarla colgando bajo la barbilla del niño.

Neil buscó anhelante el aire con un jadeo entrecortado que también era llanto. Sharon oyó el resuello en su garganta y sintió las contracciones de su pecho. Sosteniendo la cabeza infantil con un brazo trató de desatar la venda que cubría los ojos de Neil.

—Deja eso en paz.

La orden fue violenta, terminante.

—¡Por favor! —gritó—. Está enfermo. Tiene un ataque de asma. ¡Ayúdele!

Miró hacia arriba y tuvo que morderse los labios para no proferir un grito.

Encima del catre había tres enormes fotografías pegadas a la pared con cinta adhesiva.

Una mujer corriendo con las manos extendidas hacia el frente, volviéndose a mirar atrás con el horror en el rostro y la boca contraída en un grito de terror.

Una mujer rubia tendida en el suelo junto a un coche, las piernas contorsionadas bajo su cuerpo.

Una joven morena, menor de veinte años, con una mano en torno a la garganta y una mirada de asombro en sus ojos abiertos de par en par.