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—Después de todo, mañana será otro día.

Agazapada en un peldaño de la escalera, iluminada su voz por un rayo de esperanza. Escarlata O’Hara murmuró las últimas palabras de la película. La música se elevó en crescendo y la imagen femenina que llenaba la pantalla fue sustituida por una vista de Tara.

Marian Vogler suspiró mientras la música se apagaba y se encendían las luces de la sala. «Ya no se hacen películas como ésta», pensó. No quería ver la continuación. Comparada con lo que acababa de ver, casi seguro que sufriría una decepción.

Se levantó con desgana. Había llegado el momento de descender de las nubes. Conforme caminaba por la sala, en su agradable rostro cuajado de pecas volvieron a dibujarse las arrugas que reflejaban habitualmente sus muchas preocupaciones.

Los niños necesitaban ropa nueva. Pero al menos Jim había accedido al fin a dejarle aceptar ese trabajo de ama de llaves que le habían ofrecido.

Él iría a la fábrica en el coche de un amigo para que ella pudiera utilizar el suyo. Antes de ir a casa de los Perry, tendría tiempo de arreglar a los niños para el colegio y ordenar un poco la cocina y los dormitorios. Mañana era su primer día de trabajo y estaba un poco nerviosa. Hacía doce años que no trabajaba…, desde que nació Jim, el pequeño. Pero si algo sabía hacer en este mundo era mantener una casa bien limpia y reluciente.

Pasó del calor del cine al frío intenso de aquella cruda noche de marzo. Tiritando, dobló hacia la derecha y echó a andar precipitadamente. Pequeñas piedras de granizo mezclado con nieve azotaron su rostro. Se hundió en el gastado cuello de su abrigo.

Había dejado el coche en el aparcamiento que había detrás del cine. Gracias a Dios que habían decidido al fin gastarse el dinero en arreglarlo. Tenía ya ocho años, pero la carrocería estaba en buen estado y, como decía Jim, más valía gastarse cuatrocientos dólares en reparar su propio coche, que tirar ese mismo dinero comprando el que otro quería sacudirse de encima.

Marian había salido tan deprisa que iba a la cabeza de los espectadores que salían del local. Caminó apresuradamente hacia la zona de aparcamiento. Jim había prometido tenerle la cena preparada y estaba hambrienta. Caminaba rápida y alegre.

Pero le había sentado bien salir. Su marido había notado su depresión y le había dicho: «Tres dólares no van a sacarnos de ningún apuro. Yo cuidaré de los niños. Diviértete, cariño, y olvídate de las facturas».

Sus palabras resonaban en los oídos de Marian en el momento en que ésta aminoró el paso y se detuvo con el entrecejo fruncido. Estaba segura de que había aparcado el coche allí, a la derecha. Recordaba haber visto el anuncio del escaparate del banco. El anuncio que decía: «Pídanos un préstamo. Estamos deseando dárselo». «Menudos hipócritas —se dijo—. Te lo dan si no lo necesitas, pero si estás con el agua al cuello…».

Habían aparcado allí. Estaba segura. Ahora veía el escaparate iluminado del banco, el anuncio legible aún a través de la nieve.

Diez minutos después Marian llamaba a Jim desde la comisaría. Entrecortadas las palabras por la ira, tragando las lágrimas que le anegaban la garganta, sollozó:

—Jim, Jim… No, estoy bien, pero un canalla nos ha robado el coche.