Roger Perry miraba distraídamente la calle Driftwood a través de la ventana del salón. Era una noche de perros y daba gusto estar en casa. Reparó en cuánto más intensamente nevaba que un cuarto de hora antes, cuando había llegado a casa.
Era curioso. Todo el día había tenido una sensación de temor que le había mantenido tenso, nervioso. Glenda no estaba muy bien desde hacía dos semanas. Eso era. Él solía decirle que era una de esas pocas mujeres afortunadas que con cada cumpleaños se ponían más guapas. Sus cabellos, ahora plateados, acentuaban el azul aciano de sus ojos y su maravillosa tez. Cuando los niños eran pequeños vestía la talla catorce, pero hacía diez años había adelgazado tanto que desde entonces llevaba la talla ocho. «Quiero estar guapa en mis años de decadencia», decía Glenda bromeando. Pero esta mañana, al llevarle el desayuno a la cama, había notado la palidez de su rostro, su extrema delgadez. Llamó al médico desde la oficina y ambos se mostraron de acuerdo en que era la ejecución del miércoles lo que la tenía tan desmejorada. Su testimonio había contribuido a decidir la culpabilidad del hijo de los Thompson.
Roger meneó la cabeza. Un asunto verdaderamente terrible. Terrible para ese desgraciado muchacho, para todos los relacionados con el caso. Steve, Neil, la madre del condenado a muerte, Glenda… Su esposa no podía soportar ya estas tensiones. Inmediatamente después de prestar testimonio, sufrió una embolia. Roger rechazó mentalmente el temor de que otro ataque pudiera acabar con su vida. Glenda tenía sólo cincuenta y ocho años. Ahora que sus hijos eran mayores, quería disfrutar de estos años en su compañía. Por suerte había accedido al fin a contratar un ama de llaves. La señora Vogler empezaría a trabajar a la mañana siguiente. Vendría todos los días de diario de nueve a una. Así Glenda podría descansar sin preocuparse de la casa.
Se volvió al oír a su esposa entrar en la habitación. Llevaba una pequeña bandeja.
—En este momento iba a hacerlo yo —protestó.
—No importa. Tienes cara de necesitarlo.
Le alargó un vaso de bourbon con hielo y se quedó de pie junto a él en actitud amistosa.
—Sí que lo necesitaba. Gracias, querida.
Ella bebía Coca-Cola. El hecho de que no tomara un cóctel con él antes de la cena sólo podía significar una cosa.
—¿Has tenido dolores en el pecho hoy?
No necesitaba preguntarlo.
—Sólo unos pocos…
—¿Cuántas pastillas de nitro te has tomado?
—Únicamente dos. No te preocupes, estoy bien. ¡Mira! ¡Qué curioso!
—¿Qué? —«No cambies de conversación», pensó Roger.
—La casa de Steve. Las luces del porche están apagadas.
—Por eso me parecía la calle de pronto tan oscura —dijo Roger. Hizo una pausa—. Estoy seguro de que estaban encendidas cuando llegué a casa.
—Me pregunto por qué las habrán apagado. —La voz de Glenda revelaba preocupación—. Dora Lufts es tan nerviosa. Quizá sea mejor que te acerques a ver…
—No, querida. Estoy seguro de que el hecho tiene una explicación muy sencilla.
Glenda suspiró.
—Creo que lo que me pasa es… bueno, lo que ocurrió en esa casa… He pensado mucho en ello en estos últimos días.
—Ya lo sé.
Rodeó los hombros de su esposa en actitud protectora y sintió su cuerpo rígido, envarado.
—Vamos, ven a sentarte. Tranquilízate.
—¡Espera, Roger! ¡Mira! Sale un coche de la avenida de Steve. Lleva los faros apagados. Me pregunto quien…
—Deja ya de preocuparte y ven a sentarte —dijo Roger con tono firme—. Traeré un poco de queso.
—He sacado el Brie. Está encima de la mesa de la cocina.
Haciendo caso omiso de la ligera presión de la mano masculina sobre su codo, Glenda metió una mano en el bolsillo de su larga falda acolchada y sacó las gafas. Se las puso, se inclinó hacia adelante de nuevo, y miró el contorno oscuro y silencioso de la casa que se alzaba al otro lado de la calle, la opuesta diagonalmente a la suya. Pero el coche que saliera de la avenida de Steve Peterson había pasado ya frente a su ventana y avanzaba calle abajo perdiéndose entre los copos de nieve que revoloteaban al viento.