Estaba sentado, totalmente inmóvil, frente al televisor de la habitación 932 del hotel Biltmore. El despertador había sonado a las seis, pero a esa hora llevaba ya mucho tiempo despierto. El viento frío y ominoso que hacía vibrar los cristales de las ventanas había bastado para sacarle de un sueño inquieto.
El programa Today empezó, pero él no se molestó en elevar el sonido del aparato, apenas audible. No le importaban ni las noticias ni los reportajes especiales. Sólo quería ver la entrevista.
Removiéndose en el sillón de respaldo rígido, cruzaba y descruzaba las piernas. Se había duchado y afeitado y se había puesto el traje verde que llevara la noche anterior cuando se inscribió en el hotel. Al afeitarse, la conciencia de que al fin había llegado el día señalado le había hecho temblar ligeramente. Se cortó el labio inferior y sangró un poco. El sabor dulzón le dio náuseas.
Odiaba la sangre.
La noche anterior, de pie ante el mostrador de recepción, había visto la mirada del empleado deslizarse sobre su traje. Llevaba el abrigo doblado bajo el brazo porque sabía que estaba muy gastado. Pero el traje era nuevo. Había ahorrado mucho para comprárselo. Aun así el recepcionista le miró como si se tratara de un donnadie y le preguntó si tenía reserva.
Era la primera vez que se inscribía en un hotel, pero sabía cómo había de hacerlo. «Sí, tengo reserva», respondió con frialdad y el recepcionista dudó unos instantes, pero cuando dijo no tener tarjetas de crédito y se ofreció a pagar por adelantado, volvió a sentir sobre él la mirada de desprecio. «Me quedaré hasta el miércoles por la mañana», dijo.
La habitación le había costado 150 dólares por las tres noches, lo que significaba que sólo le quedaban treinta. Pero con eso tenía de sobra para vivir unos días y el miércoles tendría en su poder 82 000 dólares.
El rostro femenino cruzó por su mente. Parpadeó para borrar la imagen porque, como de costumbre, detrás venían los ojos. Esos ojos grandes como faros que le seguían, que le vigilaban constantemente, que nunca se cerraban.
«Ojalá pudiera tomarme ahora otra taza de café», se dijo. Había pedido que le subieran el desayuno a la habitación después de leer cuidadosamente las instrucciones para hacerlo. Le habían traído una cafetera llena y no lo había tomado todo, pero antes de sacar la bandeja al pasillo había lavado la taza, el plato y el vaso del zumo de naranja y había enjuagado cuidadosamente la cafetera.
En este momento terminaban la publicidad. Súbitamente interesado en el programa se inclinó hacia el televisor. Ahora tenía que venir la entrevista. Y así fue. Subió el sonido.
El rostro familiar de Tom Brokaw, el presentador del programa Today, llenó la pantalla. Sin sonreír, con tono mesurado, el locutor empezó a hablar.
«Desde la guerra de Vietman ningún tema ha interesado y dividido tanto a la opinión pública como la reinstauración de la pena capital. Dentro de cincuenta y dos horas, a las once y media de la mañana del próximo veinticuatro de marzo, cuando Ronald Thompson, de diecinueve años de edad, muera en la silla eléctrica, se habrá llevado a efecto la sexta ejecución del año. Nuestros invitados de hoy…».
La cámara giró para enfocar a las dos personas sentadas una a cada lado de Tom Brokaw. El hombre a su derecha contaba poco más de treinta años. Tenía el cabello de color arena salpicado de canas y algo despeinado. Las manos juntas, con los dedos separados señalando hacia arriba, y la barbilla apoyada sobre ellos, le daban aspecto de estar orando, y acentuaban unas cejas negras arqueadas sobre los fríos ojos azules.
La joven colocada al otro lado del entrevistador estaba sentada rígidamente. Llevaba el cabello, del color de la miel, recogido suavemente en un moño. Sus manos, apretadas en sendos puños, descansaban sobre el regazo. Se humedeció los labios y apartó un mechón de pelo que le caía encima de la frente.
Tom Brokaw continuó:
«Hace seis meses, en este mismo programa, nuestros invitados de hoy defendieron hábilmente sus opiniones acerca de la pena de muerte. Sharon Martin, conocida periodista, es también autora del bestseller titulado El crimen de la pena capital. Steve Peterson, director de la revista Events, es una de las voces que claman con mayor fervor por la reinstauración de la pena capital en todo el país».
El entrevistador habló de pronto con mayor viveza. Se volvió hacia Steve.
«Empecemos por usted, señor Peterson. Teniendo en cuenta la reacción del público ante las ejecuciones que han tenido lugar hasta la fecha, ¿sigue considerando justificada su actitud?»
Steve se inclinó hacia adelante y contestó con serenidad.
«Totalmente».
El entrevistador se volvió hacia su invitada.
«Sharon Martin, ¿qué opina usted?».
Sharon se giró levemente en su asiento para mirar a su interlocutor. Estaba agotada. Durante todo el mes anterior había trabajado veinte horas diarias visitando a personalidades influyentes —senadores, diputados, jueces, filántropos—, pronunciando conferencias en universidades y clubes femeninos, animando al público a escribir y enviar telegramas a la gobernadora de Connecticut protestando por la ejecución de Ronald Thompson. La reacción popular había sido avasalladora. Estaba segura de que la gobernadora Greene reconsideraría su decisión. Dudó buscando las palabras exactas.
«Creo —dijo—, más aún, estoy segura de que nuestro pueblo, nuestro país, ha dado a este respecto un gigantesco paso atrás, hacia la Edad Media. —Tomó unos periódicos que tenía a su lado—. No tenemos más que leer los titulares de esta mañana. —Pasó apresuradamente las páginas mientras leía—. Éste, por ejemplo. Escuchen: “Connecticut prepara la silla eléctrica”. O este otro. “Joven de diecinueve años morirá el miércoles”. O éste. “Condenado a muerte afirma su inocencia”. Todos son iguales. Sensacionalistas. Salvajes».
Se mordió el labio inferior y su voz se quebró.
Steve lanzó a la muchacha una rápida mirada. Acababan de decirle que la gobernadora había convocado una conferencia de prensa para anunciar su negativa a conceder a Thompson un nuevo aplazamiento de la ejecución. La noticia había destrozado a Sharon. No debían haber accedido a participar en aquel programa. Por un lado, la decisión de la gobernadora hacía inútil la aparición de Sharon y Dios sabía que, en cuanto a él, no tenía el menor deseo de estar allí. Pero tenía que decir algo.
«Creo que todo ser humano con un mínimo de decencia lamenta el sensacionalismo y la necesidad de que exista la pena de muerte —dijo—. Pero recordemos que ésta se aplica solamente tras un examen exhaustivo de todas las circunstancias atenuantes. La pena de muerte no se impone por un simple mandato».
«¿Cree usted que en el caso de Ronald Thompson debía haberse tenido en cuenta, por ejemplo, el hecho de que cometiera el crimen pocos días después de cumplir los diecisiete años, cuando apenas acababa de adquirir la categoría legal de adulto?».
«Como usted sabe, no puedo hacer comentarios acerca del caso concreto de Ronald Thompson», respondió Steve.
«Comprendo sus reparos, señor Peterson —dijo el entrevistador—, pero lo cierto es que usted adoptó su punto de vista al respecto varios años antes de que… —Se interrumpió un segundo y luego continuó con el mismo tono—: Antes de que Thompson asesinara a su esposa».
«Antes de que Ronald Thompson asesinara a su esposa». La dureza de aquellas palabras seguía sorprendiendo a Steve. Después de dos años y medio aún le asombraba e indignaba que Nina hubiera muerto de aquel modo, segada su vida por el intruso que había entrado en su casa, por las manos que habían ceñido sin piedad un pañuelo en torno a su garganta.
Miró al frente tratando de apartar la imagen de su memoria.
«Hubo un tiempo en que creí que la prohibición de la pena de muerte en este país podía ser definitiva. Pero, como usted ha señalado, mucho antes de que sucediera esa tragedia en el seno de mi familia, había llegado a la conclusión de que si queremos defender el derecho fundamental de todo ser humano (el derecho a vivir sin temor y el derecho a sentirse seguro en su propio hogar), teníamos que poner coto a los responsables de la violencia. Al parecer y desgraciadamente, el único modo de contener a los asesinos en potencia es amenazarlos con el mismo fin que ellos proporcionan a sus víctimas. Desde que se llevó a cabo la primera ejecución hace dos años, el número de crímenes ha descendido espectacularmente en todas las grandes ciudades del país».
Sharon se inclinó en su asiento.
«Usted hace que suene razonable lo que dice —exclamó—. ¿No se da cuenta de que el cuarenta y cinco por ciento de esos crímenes los cometen menores de veinticinco años de edad, muchos de los cuales tienen antecedentes familiares trágicos y un historial de inestabilidad?».
El espectador solitario de la habitación 932 del hotel Biltmore apartó la mirada de Steve Peterson y estudió a la muchacha. Ésta era la escritora que Steve empezaba a tomar en serio. No se parecía en nada a la que fuera su esposa. Era más alta, con esa esbeltez que caracteriza a las mujeres que practican deporte. Su mujer había sido de corta estatura, frágil como una muñeca, de senos redondeados y cabello negro que le caía en rizos sobre la frente y las orejas cuando volvía la cabeza.
Los ojos de Sharon Martin le recordaban el color del mar el día que fue a la playa el verano pasado. Le habían dicho que la playa Jones era un buen sitio para conocer chicas, pero él no había conseguido nada. La que le había atraído como para seguirla hasta el agua había gritado «¡Bob!», y un segundo después un tipo se le había acercado para preguntarle bruscamente qué se proponía. El incidente le decidió a volver a tenderse en su toalla y limitarse a observar los cambios de color del océano. Verdes. Eran verdes. De un verde entreverado de azul y miel. Le gustaban los ojos de ese color.
¿Qué decía ahora Steve? Algo como que había que compadecer no a los asesinos sino a las víctimas, a las personas incapaces de defenderse por sí mismas.
«También compadezco a las víctimas —exclamó Sharon—. Pero no veo por qué no se puede compadecer a unas y otros. ¿No cree que cadena perpetua sería suficiente castigo para todos los Ronald Thompson de este mundo? —En su empeño por convencer a Steve se olvidó una vez más de las cámaras de televisión—. ¿Cómo un hombre como tú, tan compasivo, que tanto aprecia la vida, puede pretender asumir el papel de Dios? —preguntó—. ¿Cómo nadie puede pretender asumir el papel de Dios?».
La discusión empezó y terminó del mismo modo que seis meses antes, cuando los dos se conocieron al comienzo de ese mismo programa. Finalmente Tom Brokaw intervino:
«Se nos acaba el tiempo. ¿Podemos resumir lo dicho afirmando que, a pesar de la oposición del público, de los motines en las cárceles y de las protestas estudiantiles que están teniendo lugar en todo el país, sigue creyendo, señor Peterson, que el notable descenso en el número de asesinatos justifica la pena de muerte?».
«Yo creo en el derecho moral, en el deber que tiene la sociedad de protegerse a sí misma, y en el derecho del gobierno de proteger la sagrada libertad de todos los ciudadanos», dijo Steve.
«¿Sharon Martin?». Brokaw se volvió hacia la muchacha.
«Creo que la pena de muerte es cruel e injusta. Creo que nuestros hogares, nuestras calles, podrán seguir siendo un lugar seguro para el ciudadano si extirpamos de ellas la violencia castigando a los agresores con sentencias rápidas y justas, votando por todas las propuestas que conduzcan a la construcción y mantenimiento de instituciones correccionales y a su dotación con personal especializado. Creo que el respeto por la vida, por la vida de todos, es lo que debe caracterizarnos como individuos y como sociedad».
Tom Brokaw continuo apresuradamente:
«Sharon Martin y Steve Peterson, gracias por acompañarnos en Today. Señores espectadores, volveré con ustedes tras este anuncio patrocinado por…».
La imagen desapareció súbitamente en la pantalla del televisor de la habitación 932 del hotel Biltmore. El ocupante del cuarto, un hombre musculoso, fornido, vestido con un traje a cuadros color verde, continuó sentado frente al aparato un largo rato, mirando fijamente la pantalla negra. Una vez más repasó mentalmente su plan, el plan que había comenzado a ejecutar al dejar las fotografías y la maleta en el cuarto secreto de la estación Grand Central, y que terminaría cuando llevara esta noche a ese mismo lugar a Neil, el hijo de Steve Peterson.
Pero ahora tenía que decidir. Sharon Martin estaría esta noche en casa de Steve, al cuidado del niño hasta que él regresara.
Había decidido eliminarla, sencillamente, allí mismo.
Pero ¿debía hacerlo? Era tan hermosa…
Recordó sus ojos, del color del océano, dulces, cariñosos.
Cuando miraban directamente a la cámara, parecía que en realidad le miraban a él.
Como si ella le estuviera pidiendo que fuera a buscarla.
Quizá le amara.
Si se equivocaba, podía librarse de ella fácilmente más tarde.
Bastaría con dejarla el miércoles por la mañana junto con el niño en el cuarto de Grand Central.
A las once y media, cuando estallara la bomba, los dos volarían en pedazos.