Cuando éramos pequeñas, a mis hermanas y a mí nos decían, en aquella España en penumbra debido a las restricciones eléctricas y la larga sombra del Caudillo, «si no merendáis, vendrá el Sabaté y os secuestrará». Nosotras no sabíamos muy bien lo que era secuestrar, pero podíamos imaginar perfectamente al monstruo como un ser sediento de sangre, feroz y primitivo como una alimaña. La vida, y también la muerte del Quico se contaban en voz baja, y por las noches yo permanecía febril e insomne deseando ser mayor para investigar y enterarme de qué quería decir «somatén», «meublé», «dinamita», «garrote vil», «anarquista», «perdulario», «amor libre», «amancebada», «revolución», «chivato», «tortura», «cárcel»… ¡Quería saber por qué al perro del comisario Quintela le habían puesto el nombre de Cazador de sangre!
Y cuando fui mayor, lo hice. Yo estaba entonces dedicada al más desenfadado ejercicio de mi profesión de periodista en varias televisiones de nuevo cuño, alteradas y con las hormonas revueltas cual adolescentes despendoladas. Y aun así, en este ambiente profesional tan poco propicio, me puse a investigar la vida de un hombre misterioso, un luchador libertario lleno de ideales, de pasión, de valentía, de aventuras insospechadas, de riesgo y de sacrificio, aunque también capaz de una frialdad y una crueldad despiadadas. Fueron dos años trabajando en silencio, entrevistándome con decenas de personas en citas secretas que me recordaban la clandestinidad franquista, visitando archivos, (accedí a los expedientes policiales de Sabaté y sus hermanos, inéditos hasta esos momentos), viajando a Holanda y al sur de Francia, donde él vivió, y donde residían aún sus camaradas, no regresados de su largo exilio. El mejor, Antonio Téllez, al que desde aquí quiero rendir un modesto homenaje. Téllez fue un gran periodista, un gran libertario, un gran amigo, que apoyó fraternalmente mi trabajo y me permitió usar con generosidad sus libros, sus recuerdos y sus archivos. También hablé muchas horas con su amigo de la infancia, Francesc Pedra, viejo anarquista de Hospitalet, y asimismo con el hombre que lo abatió, Abel Rocha.
Yo, que he escrito más de una docena de libros biográficos, puedo decir que aquél fue el trabajo más difícil de todos. ¡Cuántas veces trataron de engañarme! ¡Cuántas veces dejaron de acudir a mis citas, o me llamaron luego para arrepentirse de lo que me habían contado, me suplicaron e incluso me amenazaron para que no escribiera este libro! Aun así, logré culminar este trabajo, que se publicó por primera vez hace catorce años. Desde entonces, no ha habido ninguna feria literaria a la que yo acudiese, ningún acto público en el que participase, ninguna conferencia que pronunciase, a las que no viniera algún anciano, cada vez menos, y algún muchacho, cada vez más, con un ejemplar estropeado por el uso entre las manos. Nadie quería mi firma, ni una dedicatoria. Simplemente me daban las gracias. De ahí que cuando Ramon Perelló, director editorial de Península, me propuso reeditarlo en el 50 aniversario de la editorial y en el centenario del nacimiento de Sabaté, sentí una gran alegría y, por qué no decirlo, un gran orgullo y una enorme emoción. La singular vida de Quico Sabaté, esos ideales libertarios por los cuales recurrió a una violencia sólo entendible en el contexto violento en el que se movía, la pureza austera y casi monacal de su vida, su sacrificio personal, su inmolación inevitable, su lucha constante y legendaria para lograr un mundo mejor, merecen ser recordados. Las vicisitudes de su vida sólo pueden explicarse en aquel «tiempo de gigantes», como lo describía mi amigo Víctor Alba, porque Sabaté puede ser un héroe para algunos, pero no es un santo, porque los claroscuros de su vida resultan demasiado aterradores como para que sirvan de ejemplo. Y sin embargo, es totalmente contemporáneo porque en este momento de pérdida de valores, en que los jóvenes desconfían de los políticos y de las instituciones, escuchar la vida de este hombre que parece tallado en piedra berroqueña es una bofetada a nuestras conciencias. Equivocado o no, verdugo o víctima, asesino o justiciero, fue siempre fiel a sus convicciones, y a ese ideal de fraternidad, igualdad y libertad que canta el himno confederal entregó su vida:
Aunque nos espere el dolor y la muerte
contra el enemigo nos llama el deber.
En su tumba del cementerio de San Celoni nunca faltan flores frescas y los muchachos de Hospitalet escriben todavía su nombre sobre las paredes.
PILAR EYRE, enero de 2014