Quico se anuda trabajosamente la corbata frente al espejo hasta que por fin termina colgándole del cuello como un lenguado mustio. El traje gris le presta la apariencia de un oficinista. Con la colcha de la cama se limpia los zapatos, se palpa la americana como hacían sus compañeros en el bar Tupinet cuando fingían querer pagar, como buscándose la cartera al golpearse el costillar con las manos abiertas, pero no es la cartera lo que él busca sino el bulto familiar de la pistola del nueve largo que lleva metida entre el cinto y el pantalón. Tenemos una fotografía de él en esta época; en ella sus ojos han perdido todo rasgo de ingenuidad y otean el infinito con resolución, su boca dibuja una leve sonrisa, pero en su frente late una vena tormentosa que delata la pasión, la dureza y el riesgo que mueven su existencia.

Se echa una gabardina sobre los hombros y sale a la calle. Es una noche típica de otoño barcelonés, la del 10 de octubre de 1945. Nubes bajas, color tabaco, ponen un toque de humedad a una plaza Calvo Sotelo que reluce como si hubiera sido pavimentada con el mismo material con el que se hacen los tricornios de la Guardia Civil. En el cine Rialto proyectan Los últimos de Filipinas. Sabaté pasa ahora por delante del meublé La Camelia, en Infanta Carlota, detrás de la cárcel Modelo; en su enorme ventanal flotan unos sutiles visillos remendados y amarillentos. De un taxi detenido ante la puerta sale una mujer dejando tras de sí una estela de perfume barato.

Sabaté se sube el cuello de la gabardina. En el cruce con la calle Tarragona otra figura se pone también en marcha; a pesar de que no hace frío, lleva abrigo y bufanda. No se saludan aunque se conocen muy bien. Con su pelo rizado y su tez oscura es fácil adivinar en el otro hombre a Jaume Parés, el Abisinio. De hecho han cruzado a pie juntos la frontera por la masía de La Figa, en Albanyà, hace un par de días, y juntos han bajado siguiendo la guerrillera ruta este, difícil pero más segura que la oeste, jalonada por Llorona, el santuario de la Mare de Déu del Mont en Falgars, Vilademires, Queixàs, Espinavessa, Galliners, Sant Marçal de Querentelles, Guialbes, Cornellà del Terri, Medinyà, La Mota, la ermita de Santa Afra, La Cellera de Ter, Espinelves, El Cerdà de la Garga y Tarrasa, donde han cogido un tren que los ha dejado en Barcelona. El Abisinio se ha refugiado en el piso de su hermana, al lado del Hospital de San Pablo, mientras Quico está escondido en la calle Urgel, en casa de un tercer hermano Parés, Luis, que por haberle dado cobijo tendrá que exiliarse a Francia. Desde su llegada, Jaume y Quico no se han visto y los contactos los han mantenido a través de una lechería regentada por una familia libertaria en la calle Santa Teresa de Gracia.

Sabaté ha faltado de su tierra seis años y medio y esperaba encontrarse con un país sucio, pobre, furioso y despedazado. Y halla un país roto y pobre, sí. Pero, más que ira, Quico detecta una desesperada resignación que no entiende y que le subleva. Entre lo que dice Solidaridad Obrera ese mismo mes desde Toulouse («Esto se hunde. Nuestro esfuerzo colectivo se ve coronado con indiscutible éxito con el final del oprobioso régimen que tiene amordazado y sojuzgado al heroico pueblo español») y lo que publica en Madrid el diario Informaciones («España es hoy la envidia del mundo por la paz y prosperidad que ha alcanzado bajo la égida de nuestro invicto Caudillo») hay una tierra de nadie, yerma y gris, en la que se mueve la mayoría de sus compatriotas. Tal vez, sí, tiene razón Víctor Alba cuando explica: «¡El miedo! ¡El miedo lo cubría todo!».

Los dos hombres caminan a cierta distancia el uno del otro. Se meten ahora en Hospitalet, pero en lugar de ir hacia el núcleo urbano, se internan en los montes que dominan la ciudad hasta llegar a un paraje solitario conocido como la fuente del Oso; sí, allá donde se reunían Los Novatos para hacer prácticas de tiro, y para hablar, reír, pelear, enamorarse; crecer, en suma.

—Es aquí, ¿verdad? —pregunta el Abisinio, y Sabaté asiente en silencio.

En estos momentos hay veinte mil guerrilleros, anarquistas, comunistas, socialistas, poumistas o simplemente republicanos, luchando en «el interior», que es como ellos llaman a España, y en los años 45 y 46, según fuentes de la Guardia Civil, se registrarán un promedio de 1200 acciones guerrilleras. Aunque la CNT no termina de fiarse del feroz individualismo de Sabaté, lo envía con una misión muy concreta: reorganizar la militancia en la comarca del Bajo Llobregat. Los anarquistas han pagado un alto tributo de sangre —dos semanas antes han sido agarrotados seis guerrilleros, y Felisa Gómez fue tan salvajemente torturada que cuando llegó a su celda estrelló un cántaro contra el suelo y se abrió el cuello con un trozo—, pero a pesar de todo, lentamente, van subiendo hasta la fuente del Oso los compañeros que han sobrevivido a guerras y derrotas. Algunos han estado ya en la cárcel, otros viven en la clandestinidad, escondidos como ratas. El evocador saludo es más expresivo que un abrazo:

—¡Salud y dinamita, Sabaté!

Se miran unos a otros, Quico tarda en reconocer a sus amigos; hasta tal punto la atroz biografía de estos hombres les ha cambiado incluso los rasgos de la cara. Ellos a su vez miran las corbatas y los abrigos:

—Coño, si parecéis dos fachas.

Pero se echan a reír cuando Sabaté les enseña su Luger. Comas, que acaba de salir de la prisión de Cartagena, donde ha estado con Pepe, el mayor de los Sabaté, le pregunta guiñándole un ojo:

—¿Te acuerdas de la hermana de Puig, compañero?

Detrás, vestido con cazadora, pequeño de estatura y con un rostro lleno de melancólicas arrugas verticales, Quico reconoce a Díaz, y le vienen a la cabeza las lecciones de esperanto y las sesiones de espiritismo del Coro. Ya se va a adelantar para darle un abrazo cuando Díaz le tiende un pequeño envoltorio: es un bocadillo de jamón y pan blanco. ¡Pan blanco!; seguramente hace años que ninguno de ellos lo prueba, y Quico da grandes bocados para disimular el nudo de lágrimas que le tapona la garganta. Es la vieja fraternidad que regresa después de tanta muerte, tanto dolor, tanto exilio. Carraspea, explica sus planes: organizar una fuga de presos, llevar a cabo acciones de represalia y atracos para conseguir dinero con que ayudar a los que están en la cárcel.

—Todo el que tenga información sobre posibles expropiaciones…

Uno de los hombres le tiende un papel doblado en mil trozos. Quico lo despliega y lo lee. Sólo hay dos nombres y dos direcciones: «Ramón Garriga Pujador, almacenes San José, calle Prat de la Riba número 162» y «Juan Paniella Torras, La Marina». El compañero añade apretando los puños: «Claro que, ahora, la calle Prat de la Riba se llama Generalísimo Franco».

La voz de la hija de Ramón Garriga Pujador, Teresa Garriga Hernández, que hoy, en 1999, regenta junto a su marido la gasolinera Balart en Hospitalet, es una voz rota por la emoción. Sus recuerdos exactos son una victoria frente al olvido. Han pasado 54 años. «Éramos muy amigos de la familia Sabaté, todavía estoy viendo al padre con su traje de guardia urbano viniendo a casa a disculparse, casi llorando, por la acción de su hijo, y a mi padre abrazándole y diciendo: “No pasa nada, Manuel, no ha sido culpa suya”».

Diecisiete de octubre de 1945. Este día, precisamente, Teresa ha estado en clase de costura con María, la hermana de Quico, también de 21 años. Acaba de despedirse de ella frente a la iglesia de San José —la familia Sabaté ya no vive en la calle Xipreret, sino en una casita baja en el número 20 de la calle Maestro Candi—, y otras dos amigas la acompañan hasta su casa, que huele, como todos los establecimientos de comestibles, a café, a arpillera, a humedad, a patatas. «Vivíamos encima del almacén, pero al cruzar el umbral ya me di cuenta de la situación: los empleados estaban maniatados y un hombre nos apuntaba con una pistola». Es el Abisinio, que les dice a las tres muchachas:

—Esto no es un atraco, esto es una expropiación. Venimos de parte de Federica Montseny a buscar dinero para nuestros presos.

Teresa recuerda palabra a palabra, minuto a minuto, aquella hora escasa «que comprenderá usted que a mí se me hizo larguísima». De pronto una de las amigas de Teresa echa a correr y consigue llegar a la calle, pero el Abisinio sale tras ella, la coge casi al vuelo por la rebeca y le dice en un susurro urgente al oído:

—Ahora vas a venir muy arrimadita a mí, como si fuéramos novios, y no te vuelvas a hacer la valiente.

La muchacha, temblando, entra en la casa. Teresa se da cuenta de que un empleado, que más tarde será su marido, y su hermano mayor están también maniatados y sentados en el suelo y, en medio de aquel silencio cargado de presagios siniestros, se echa a llorar desconsoladamente. Entre hipidos y sollozos consigue preguntar:

I els pares? On són els pares? (¿Y mis padres? ¿Dónde están mis padres?).

Entonces ve a Quico por primera vez. Surge de entre las sombras, alto y compacto, vestido con un mono azul de obrero y lleva también, como el otro hombre, una pistola en la mano: «Me impresionaron sus ojos, los tenía profundos, radiantes y negrísimos, como su hermana». Quico se acerca a ella y le coge el brazo, se lo oprime con fuerza para tranquilizarla:

—No te preocupes, chica, tu madre está encerrada en el sótano, no tenemos intención de hacer daño a nadie. Nosotros no somos unos asesinos. Somos unos luchadores por la libertad y necesitamos dinero para nuestros presos y sus familias, que se mueren de hambre.

De pronto, a Teresa (aun ahora no entiende por qué) aquel hombre deja de darle miedo, se seca las lágrimas con los puños y se atreve a encararse con él y a preguntarle:

—¿Y mi padre?, ¿dónde tenéis a mi padre? ¡Hasta que no sepa dónde está mi padre no dejaré de gritar!

Y es Jaume Parés, el Abisinio, cuyo padre desapareció durante la guerra, el que le contesta con amargura:

—Yo tampoco sé dónde está mi padre y ya ves, tengo que seguir viviendo.

Quico, sin dejar la pistola, empuja a la muchacha hasta el garaje. Allí, sentado en el Opel de la familia —el coche se encontrará abandonado, dos días después, en la Riera de San Miguel—, pálido pero sereno, está sentado Ramón Garriga. Es un hombre de derechas, que nunca, ni cuando esto podía costarle la vida, ha ocultado su militancia carlista, pero a pesar de todo le dice a su hija, que se echa en sus brazos:

—Teresa, quédate tranquila, esta gente no quiere hacernos daño.

Pare, com pots dir això? Ens estan apuntant amb una pistola. (Padre, ¿cómo puedes decir esto? Nos están apuntando con una pistola).

Y Garriga le contesta con un suspiro acariciando el cabello castaño claro de Teresa:

Filla, hem de perdonar-los, és gent que ha sofert molt. (Hija, tenemos que perdonarles, es gente que ha sufrido mucho).

Se llevaron un saco de comestibles, las máquinas de escribir, todo el dinero de la caja y unas 30 000 pesetas que uno de los trabajadores, a indicación de Garriga, ha ido a buscar al banco. Y aun ahora, después de tanto tiempo, Teresa repite con timidez, la voz todavía conmovida:

—Mi padre tenía razón, habían sufrido mucho más que nosotros. ¿Cómo no perdonarlos?

El episodio tendrá un colofón inesperado. Unos años después, Ramón Garriga camina por la plaza de España con su cuñado, el padre del poeta Miguel Hernández —la familia materna de Teresa procede de Orihuela—, cuando un hombre se detiene frente a él y le espeta:

—Garriga, ¿me reconoces?

El padre de Teresa duda hasta que ve el brillo cegador de sus pupilas, va a decir «¡eres el Quico!», pero calla a tiempo. Uno es un fugitivo, la policía ha puesto precio a su cabeza, y el otro es un próspero hombre de negocios que en toda su vida no ha sido castigado ni con una multa de tráfico, uno es libertario y el otro carlista, pero se dan la mano mirándose a los ojos antes de que Sabaté se pierda entre la multitud. Garriga le explica quién es a su cuñado, que mueve la cabeza con pesar, asaltado por una terrible premonición; adivina que la lucha de este hombre, como la de su hijo Miguel, muerto reo de versos hace prácticamente una década, no se terminará:

mientras que te queden puños,

uñas, saliva, y te queden

corazón, entrañas, tripas,

cosas de varón y dientes.

Una semana antes del atraco a Garriga, Quico y el Abisinio han realizado la misma operación, en su inmensa finca de la Marina, al latifundista de extrema derecha Juan Paniella Torras —muerto meses antes de escribir este libro—, y Sabaté ha dejado su impronta, un papel en el que ha garrapateado apresuradamente: «Soy el Quico». Pocos días después ha sido un falangista, Canary, el que ha recibido la visita de Sabaté y su amigo; a él le han dejado un mensaje algo más largo adosado a la puerta de su casa, una masía en El Prat, después de haberlo atado junto a su mujer a los barrotes de su cama: una nota escrita en una de las máquinas de Garriga, una Underwood que después Sabaté regalará al cenetista José Galdó, y cuya posesión le valdrá a éste un brutal apaleamiento por parte de la Guardia Civil cuando sea detenido en una redada.

La nota, a las pocas horas, ya está en la comisaría de Vía Layetana, sobre la mesa del policía gallego Eduardo Quintela, que a sus 54 años es uno de los catorce comisarios principales nombrados después de la Guerra Civil y está especializado en anarcosindicalistas: «No somos atracadores, somos resistentes libertarios… No hemos claudicado ni claudicaremos nunca, y seguiremos luchando por la libertad del pueblo español mientras tengamos un soplo de vida, A ti, asesino y ladrón Canary, no te matamos como te mereces porque somos más hombres que tú».

Uno de los policías añade:

—Ha sido el Quico, Canary lo ha reconocido.

Quintela golpea con el puño en la mesa. Quico, Quico, Quico, este nombre se ha convertido en algo obsesivo, sus aullidos hacen estremecer los cristales de un edificio por desgracia hecho ya a los gritos:

—¡Estoy de Quico hasta los cojones! ¡Vivo o muerto! ¡Traedme a ese cabrón! ¡Vivo o muerto!

Empieza una caza del hombre que va a durar exactamente quince años.

Leonor se resigna a la sensación de desarraigo que tienen todos los exiliados, agravada en su caso por la actividad revolucionaria de su compañero. Debe levantar su casa y trasladarse según convenga a los planes de Quico, que convierte su hogar en una especie de campamento errante y base de operaciones. De la casa de Eus se trasladan a Marquixanes, entre Prades y Vinça, y de aquí a La Clapère, a dos kilómetros de Prats de Molló. Leonor está nuevamente embarazada, ha engordado 20 kilos y se mueve con gran dificultad, se encuentra mal, está preocupada por su hermano Pepe, que ha sido detenido en Rubí, pero se acomoda como puede, sin una queja, a su circunstancia: Quico pondrá siempre por delante de su familia su ideal libertario y la lucha contra Franco. Cuando no está en el interior, Sabaté viaja a Toulouse o a Perpiñán, e incluso decide alquilar una casa para él solo, al otro lado del río Tech, donde poder estar con sus hombres y planear nuevas acciones. Con el fin de no despertar sospechas, arrienda un bosque y finge dedicarse a la explotación forestal. Paquita se acostumbra a las ausencias de su padre —en realidad cree que todos los padres hacen lo mismo—, y la primera lección que aprende es la misma de todos los hijos de luchadores clandestinos: debe ser muy discreta.

En el invierno del 45 al 46, Sabaté «baja» varias veces a Cataluña con documentación falsa bajo el nombre de Antonio Marty, calle de la Nación número 17. Esta cédula va a parar a las manos de Quintela, que se hace así con el primer trofeo en su particular acoso a Quico, como ha quedado consignado en uno de los informes secretos que escribirá sobre él, y que se hacen públicos por vez primera en este libro. «Es indudable que esta cédula está falsificada por el propio Sabaté, tiene las mismas faltas de ortografía que las cartas que escribe a sus padres». Con documentación falsa o sin ella, el caso es que Sabaté recorre sin tregua las rutas guerrilleras en compañía del Abisinio. En noviembre reciben el encargo del comité de resistencia de la CNT de liberar a tres presos, dos libertarios y un comunista, en un traslado de Vía Layetana a la cárcel Modelo. Los planes de fuga los ha elaborado un tercer compañero, Victorio Gual, que poco después atentará contra la vida del industrial de Esparraguera Sedó, el fabricante de las toallas estampadas con caballitos de mar que tan populares fueron en años posteriores. Sedó, dando pruebas de una inmensa sangre fría, consiguió huir acelerando el coche, un soberbio Packard; no así Gual, que fue detenido, y ajusticiado el 12 de marzo de 1947.

Siguiendo pues los planes de Gual, el Abisinio espera al volante de un Fiat robado la víspera, mientras Sabaté y otro compañero, Salas, abordan en la calle Entenza la furgoneta que traslada a los luchadores antifranquistas. Quico se sube al estribo con el fusil en bandolera y grita:

—¡Alto, entregadnos a los presos!

Pero uno de los policías desenfunda el arma y Salas lo tumba de una ráfaga de metralleta. En medio de la lluvia de balas —el Abisinio va disparando con su Thompson desde la ventanilla del coche— tiene lugar una escena tragicómica, ya que el preso comunista se niega a evadirse y se resiste a entrar en el Fiat, a pesar de que Sabaté lo obliga a empujones y a patadas.

—Déjame en paz, ¡que no me voy, coño! —Nuevo empujón de Sabaté—. Quiero ir a la cárcel. A la cárcel, ¿te enteras?

Prefiere no complicarse en una fuga con derramamiento de sangre y, por fin, opta por huir: corre hasta la Modelo, llama a la puerta y ruega ser admitido. Seguramente es la única vez en la historia en que alguien pide voluntariamente el ingreso en la prisión barcelonesa y la perplejidad de los funcionarios y sus supuestos comentarios son motivo de risa durante mucho tiempo en las reuniones de guerrilleros.

Los cinco hombres —los dos fugados, Sabaté, Salas y el Abisinio— huyen con el coche rumbo a la frontera, dejando a sus espaldas un herido gravísimo, el suelo lleno de sangre, una furgoneta destrozada, vidrios rotos y varios viandantes en pleno ataque de histeria. Cuando llega Quintela al lugar de los hechos, los transeúntes, todavía aterrorizados, le comunican: «¡Era el Quico!». Sus subordinados temen que le dé un ataque de apoplejía. Organiza la persecución, él mismo se pone en marcha al volante de su propio coche, pero no llega a tiempo. En Alfar, la Guardia Civil cerca el mas de Borda, y uno de los evadidos resulta gravemente herido. Sabaté lanza varias granadas de mano, él y sus tres compañeros huyen en medio de la confusión y las llamas, y consiguen cruzar la frontera, no sin dejar abandonados en la masía, además de al libertario herido, parte de un armamento que prueba que los anarquistas están bien pertrechados: ropa de abrigo hecha con tela de paracaídas norteamericanos usados durante la Segunda Guerra Mundial, 5 metralletas Thompson, 6 Mausers, la munición pertinente y 17 granadas de mano.

Sin tiempo para descansar, Quico va inmediatamente a Toulouse, donde recibe el encargo de regresar al interior con un cargamento de armas que sustituya al que han tenido que dejar detrás suyo. Aunque en el seno de la CNT su temeridad y su audacia son objeto de todo tipo de críticas, las misiones más peligrosas se las encargan a él, y los compañeros se disputan el honor de luchar a su lado. De entre todos, Quico escoge a un veterano luchador, Pepe Gay, y a Ramón Vila Capdevila, al que sólo sus amigos de juventud llaman Jabalí: los demás, periodistas y policía incluidos, lo conocen como Caraquemada. En un camión camuflado consiguen hacer llegar las armas hasta Bañolas, ocultas en dos maletas que Quico esconde debajo de un montón de estiércol, en la parte trasera de la fonda donde se alojan.

María Casadevall, que en aquella época tenía 17 años, rememora el ambiente de aquella jornada: «Era el día de San Marcos, me acuerdo bien porque era el patrón de la fábrica de piel Prat en la que yo trabajaba, y hacíamos fiesta. Las chicas paseábamos por el pueblo cogidas del brazo». Es, además, día de mercado, que se celebra en la plaza de España, en el centro del pueblo.

Quico tenía en Bañolas una amiga, una joven obrera cenetista, hija de un confederal muerto en la batalla del Ebro, con la que mantenía relaciones apasionadas pero esporádicas, ya que la actitud de Sabaté frente a su mujer, Leonor, es la misma que mantuvo respecto a la organización: le permanece fiel en espíritu, aunque no en disciplina. Como me explica Armonía, la compañera de un anarquista que vive actualmente en Perpiñán: «Casi todos tenían sus historias, estaban mucho tiempo lejos de sus mujeres y decían que entre libertarios estaba permitido, ¡pero que no se te ocurriera a ti hacer lo mismo!».

Caraquemada, Sabaté y Gay comen a mediodía en casa de la amiga de Quico y, cuando terminan, van hasta la parada de autobús, desde donde Gay y Caraquemada piensan dirigirse a Barcelona. Sabaté pasará la noche con la compañera, que lleva meses esperándolo con impaciencia, y bajará al día siguiente con las armas. Atraviesan la plaza porticada de Bañolas, llena de payesas con sus grandes cestos cargados con frutas y verduras y sus pequeñas jaulas con gallinas y palomas; debajo de las faldas muchas ocultan género de estraperlo, pan blanco, embutidos. Los hombres beben vino en Can Grilló, y contemplan a las mujeres del pueblo, que se pasean parsimoniosamente estudiando el género. Hay grupos de gitanas que circulan entre la gente vendiendo ropa a voz en grito. Pero algo en el aspecto de Quico, Gay y Caraquemada llama la atención de la pareja de la Guardia Civil que patrulla por el pueblo. Quizás es su forma de ir vestidos lo que despierta la inquietud de los guardias civiles; curiosamente, ésta es una de las causas de las frecuentes caídas de libertarios.

En la carretera de Gerona la Guardia Civil les piden la documentación y, sin dudar ni un momento, Caraquemada dispara al número José Codón García, dejándole muerto en el acto. María prosigue: «Enseguida corrió la voz de que Sabaté había matado a un guardia civil y se terminó la fiesta, todo el mundo fue a encerrarse a sus casas. Nosotros, como ni siquiera sabíamos que estaba en el pueblo, nos asustamos mucho».

En realidad, no se sabrá que el autor de los disparos ha sido Caraquemada hasta que Quico no se lo aclare a Téllez. Una de las dificultades añadidas al relato de la vida de Sabaté es que se le atribuyen acciones que no realizó; claro está que, por otra parte, también es el autor de muchas hazañas que en su momento permanecieron anónimas.

En medio de una barahúnda impresionante, las mujeres gritan, los animales corren asustados en todas direcciones, los hombres se ocultan en la taberna; Caraquemada y Gay huyen al monte en dirección a Francia. Sabaté regresa a la fonda, se hace con una de las armas, y consigue que la compañera lo ayude a salir del pueblo disfrazado de payés; ella misma, jugándose la vida, lleva la Thompson de Quico escondida en un cesto. El hermético Sabaté despertaba tanto entre sus amigos como entre las mujeres que lo trataron una fascinación tan extraordinaria que muchos se mostraron dispuestos a morir por él.

Quico consigue pasar los controles policiales y llega andando hasta Barcelona. Mientras tanto, el dueño de la fonda encuentra el armamento escondido y lo entrega a la Guardia Civil.

Quintela está decepcionado y furioso al pensar en lo cerca que ha estado de atrapar a su enemigo. He aquí lo que escribe en su informe secreto al juez: «Este Francisco Sabaté Llopart es el pistolero más fanático, más bruto y de más empuje que tiene a su servicio la CNT, cuya alma máter es la Federica Montseny. Una de las primeras actuaciones de la Federica es infiltrar en España grupos de intelectualoides y pistoleros […]. Cuando el delegado de éstos fue Sabaté, su labor fue muy fructífera […]. Uno de sus compañeros (que se cree que estuvo con él en Bañolas) fue Antonio Malpica Ramos, tan fanático, tan tosco y tan criminal como Sabaté, pero con menos prestancia física, y por eso nunca será delegado». Homenaje involuntario y curiosa conclusión del meticuloso comisario principal.

Quintela termina por descubrir las actividades de la lechería de la calle Santa Teresa de Gracia a través de la información que le proporciona un confidente llamado Eliseo Melis, ejecutado poco después en la calle Montalegre por el libertario Pepe Pareja, que también resultará muerto en el enfrentamiento. La familia propietaria de la lechería es detenida, y, a través de ellos, Quintela consigue averiguar la dirección de la hermana del Abisinio, de quien ya sabe que es íntimo amigo de Sabaté. El 9 de mayo de 1946 los policías esperan agazapados en el modesto portal de la Travesera de Gracia, al lado del Hospital de San Pablo. El Abisinio llega tranquilamente a la casa después de asistir a un espectáculo del hipnotizador Fassman; cuando su cabeza llena de rizos se recorta en el claroscuro de la puerta, un policía dispara sin darle tiempo a echar mano de la pistola. Jaume Parés Adán, el Abisinio, tiene entonces 37 años. Su hermana identifica a duras penas su cuerpo destrozado.

Quico pierde a uno de sus mejores amigos pero recupera a su hermano. Pepe acaba de cumplir sus condenas de prisión en la cárcel de Cartagena y de confinamiento en la de Valencia, y ha regresado al domicilio de sus padres, en Hospitalet, al que Quintela ha puesto vigilancia las 24 horas del día con la esperanza de que Sabaté se arriesgue a visitarlo. A pesar de que tiene a toda la policía de Barcelona detrás de él con la orden de disparar antes de dar el alto, Quico consigue burlar los controles y establece una cita con Pepe en la fuente del Oso. Con el cuerpo del Abisinio aún caliente en la morgue, los dos hermanos se dan un sobrio abrazo que tiene algo de promesa y de compromiso. Ahora sólo la muerte podrá separarlos.