Hoy Vernet d’Ariège es un pequeño valle suave y pacífico, recubierto de mazorcas de maíz verdes y brillantes como rafia; a lo lejos se ven las nevadas cumbres de los Pirineos. Es un paraje muy tranquilo, por la carretera comarcal que lo cruza apenas pasan coches. En medio del campo de cultivo hay un pequeño cementerio lleno de lápidas blancas con sencillas inscripciones. Juha Makkinen, 1919-1940, Finlandia; Gustavo Santomé, 1921-1939, Chile; Sun Yun Chan, 1915-1942, China; Pietro Gambioli, 1915-1940, Italia; Vlaadimir Dimitrov, 1913-1940, URSS. Fueron antifascistas de todo el mundo que lucharon en la Guerra Civil española, como miembros de las Brigadas Internacionales, y que murieron aquí, en el olvido y gastados por el combate.
Al lado de la carretera hay una placa que informa a los viajeros: «Aquí se encontraba el campo de concentración de Vernet d’Ariège. En este campo, 4000 republicanos españoles fueron internados en el año 1939…». Uno de ellos fue Quico Sabaté.
Durante la Primera Guerra Mundial, Vernet había sido también campo de concentración; en 1939, unos destartalados barracones quedan todavía en pie como testimonio de aquella época. Es una ciénaga podrida y se clasifica como campo de castigo; aquí se confina lo que queda de la 26 División, con Ricardo Sanz ejerciendo su ahora patético liderazgo. Para recibirlos, una doble fila de soldados senegaleses con las bayonetas caladas: «Allez! Allez!». Muchos combatientes vienen con heridas gangrenadas, otros están enfermos, el frío de los Pirineos y la falta de comida pronto hacen mella en estos cuerpos desgastados por tres años de combate. El primero en morir, el 4 de marzo de 1939, se llama Abel Navarrete Tortajada. En el mes de agosto ya han fallecido 48, y lo más terrible es que los que sobreviven envidian a los muertos.
Los primeros días la mayoría no puede ni moverse. Al agotamiento físico se une el sufrimiento moral, les paraliza la vergüenza de su impotencia y su derrota. Menos mal que no leen el chiste que aparece en ABC el 14 de abril, un dibujo que representa a dos republicanos de aspecto patibulario en un campo de concentración, y el uno le dice a otro: «Se aburre uno, tres meses sin quemar una iglesia ni asesinar un cura»; y el otro responde: «Sí, se desentrena uno».
Poco a poco, los más decididos empiezan a moverse. Paco Ponzán, un maestro libertario aragonés que luego organizará la red de evasión más importante de Francia a través de los Pirineos —los alemanes lo fusilarán en Toulouse en 1944—, monta brigadas para levantar barracones bajo la dirección de Juan Catalá, que es carpintero. Cuando terminan con los barracones, empiezan a construir la enfermería, limpian el campo y Antonio Nacenta, un muchacho de 16 años, cultiva un jardín en el que, en lugar de flores, planta tomates y verduras para alimentarse.
Quico está enfermo de los pulmones; el recuerdo de las torturas que sufrió a manos del SIM en la comisaría de Sants, y este padecimiento y la amargura de su fracaso lo dejan totalmente abatido. Pasa días enteros acostado y en silencio.
No quiere escuchar, tampoco, las causas de la derrota. En cualquier lugar del campo, a cualquier hora, mientras se realiza cualquier trabajo de mantenimiento —de repente, un viento loco se lleva los techos de los barracones y arrasa con todo—, se habla de las causas de la derrota.
—Desengañaos, compañeros, ha sido la superioridad material del enemigo, que ha contado con la ayuda de Alemania e Italia.
—¿Y qué me dices de la maldita desunión de las izquierdas?
Ponzán y Catalá trenzan y destrenzan interminables diálogos en los que todos intervienen. Juan Zafón, un confederal que ocupa el jergón vecino al de Quico, no se cansa de repetirle:
—Olvídate, Sabaté, la causa de la derrota ha sido el miedo a la revolución.
—¿Y la traición de las democracias occidentales? —pregunta Larrañaga.
Con indignada impotencia se enteran de que, el día 11 de abril, Mr. Petersen, embajador de Su Graciosa Majestad británica, presenta sus credenciales ante Franco, «brazo en alto, con la mano abierta y extendida guardando con la vertical del cuerpo un ángulo de 45 grados», saludo que se regula por decreto ley.
Piojos, disentería, sarna, suciedad. Peleas. ¡La maldita desunión de las izquierdas! El campo se divide pronto, los anarquistas por un lado, por el otro los comunistas. Francisco Antón, miembro de la dirección del PCE, es rescatado a requerimiento del propio Stalin y enviado a Moscú junto a su amante, la Pasionaria, mientras al marido de ésta, Julián Ruiz, se le destina bien lejos: a una fábrica en los Urales. Otros comunistas, como Jesús Larrañaga, son reclamados por el partido durante el efímero pacto de no agresión germano-soviético, o por el SERE, el Servicio de Emigración de los Refugiados Españoles, que preside el embajador Azcárate y que opta por repatriar a los «chinos» (como llaman los libertarios a los prosoviéticos), en lugar de a los militantes de otros partidos. Es lo que dirá años más tarde José Gros: «Los que estábamos en el campo no nos sentíamos solos: teníamos el partido».
En Varilhes, un pueblo que está al lado de Vernet, viven dos matrimonios aragoneses que regentan la panadería; todos los días vienen a traer a sus desgraciados compatriotas pan y otros alimentos. Aquí, como en todos los campos de concentración del sur de Francia, se puede apreciar el maravilloso bálsamo de la solidaridad humana. Pierre Benazet y su mujer, Cécile, que pertenecen al Partido Comunista Francés y tienen un garaje también en Varilhes, socorren a los refugiados sin distinción, muchas veces poniendo en riesgo su propia vida (de hecho, después, durante la ocupación nazi, Benazet fue condenado a muerte). A través de ellos y a instancias de Ponzán y Catalá, que han empezado a trabajar como carpinteros en el exterior, se organiza en el campo una minúscula red de evasión. Al primero que consiguen sacar es a Ricardo Sanz, casi el único superviviente de Los Solidarios, que irá a vivir a una sombría casa a orillas del Garona donde, hasta su muerte, en 1986, enseñará a sus escasos visitantes las reliquias que le quedan de la guerra: la mascarilla de Durruti, una bandera hecha jirones de la 26 División, los manuscritos de sus memorias nunca publicados y un puñado de fotografías amarillentas.
Quico, en realidad, no necesita que nadie lo ayude, se evade con relativa facilidad agenciándose un brazalete que lo identifica como trabajador externo. Escapa, sí, pero ¿para ir adónde? No sabe el idioma, no tiene ni amigos ni contactos —todos están muertos, presos o en campos de concentración— y, además, sigue estando enfermo, seriamente enfermo. Tose sin cesar, está muy cansado, quizás ahora tiene también la «peste blanca», tuberculosis. Vaga un tiempo, casi descalzo, sobrevive robando comida en las granjas. Por fin, tan desmoralizado que prefiere estar entre alambradas, regresa al campo, semiinconsciente; tiene mucha fiebre y es ingresado de inmediato en la enfermería. Sus compañeros le dan parte de sus ya escasas raciones de comida, los panaderos de Varilhes le traen leche y medicinas. El médico es francés, pero los enfermeros, camilleros y ayudantes son refugiados también, que velan día y noche el delirio de Sabaté para que en su desesperación no intente quitarse la vida. Poco a poco su tremendo vigor se impone a la enfermedad y va saliendo adelante.
«¡Huid y no volváis! ¡Dejadnos y no volváis!». Así les grita el diario Arriba al medio millón de refugiados que se han ido de España al finalizar la Guerra Civil: «No volváis». Muchos años después, cincuenta y ocho exactamente, Carmen Guallar, que huyó de España en aquella época y que ahora vive en Mont de Marsan, explica para este libro, con voz todavía trémula de desconsuelo: «Irnos, irnos de nuestro país, como si sólo ellos fueran españoles… Dejar nuestra lengua, nuestra familia, las fotos, los libros, los amigos de la infancia… Escaparnos como si hubiéramos hecho algo malo, sentirnos avergonzados por ser refugiados, tener que estar agradecidos todavía por un metro cuadrado de un suelo lleno de barro en un campo de concentración, tener que ganarte la vida fregando o como obrera manual, sólo te dejan los trabajos más pesados… Y así un día tras otro, años. Que mueran tus padres sin poder cerrarles los ojos. Tus hijos, que son franceses, se cansan de oírte hablar siempre de España… Quien no ha conocido el exilio no ha conocido lo triste que puede ser la vida».
Cuando le comento que son 140 000 los españoles procedentes de la Guerra Civil que se quedaron a vivir definitivamente en Francia, Carmen murmura:
—Sí, ya, ciento cuarenta mil desgraciados.
A través de los Benazet, Sabaté consigue ponerse en contacto con sus padres, que le hacen llegar por carta un puñado de noticias angustiosas: Pepe, que cuando terminó la guerra estaba al mando de un batallón, estuvo esperando en vano en el puerto de Alicante a que lo recogiera algún barco extranjero. Luego, lo ingresaron en el campo de concentración de Albatera, y ahora está en la prisión de Alicante, esperando su juicio. A Quico lo han ido a buscar varias veces a su casa, han llevado a sus padres a la comisaría para interrogarles, nadie le achaca el asesinato de Oliveras —no se sabrá que él ha sido el brazo ejecutor hasta que se lo confiese a Téllez y éste lo publique en su biografía póstuma—, pero consta como autor de varias muertes, atracos y robos, además de su militancia anarquista y sus actividades en el frente. Si regresa le espera el paredón. La Popeye está huida, nadie sabe dónde. Leonor hace de sirvienta en algún lugar del sur de Francia.
No le cuentan el resto, pero Quico lo sabe. Nadie se acuerda de aquel «paz, piedad, perdón» que había suplicado Azaña en un memorable discurso. El ideólogo de la Falange, Ernesto Giménez Caballero, exige: «¡Que corra la sangre purificadora!». Ya el 17 de abril de 1938 tienen lugar las primeras ejecuciones mediante juicio, con fiscales y abogados: ocho miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas, porque, eso sí, la máquina de matar no distingue entre comunistas, anarquistas, poumistas o militares fieles a la República: todos son «rojos», en 1939 hay medio millón de «rojos» en las prisiones, miles son condenados a muerte. Muchas de estas condenas serán conmutadas, pero muchas más se cumplirán.
En Vernet los refugiados hablan de los últimos momentos: de Enrique Sánchez, que, cuando el director de la prisión le comunica su inmediato fusilamiento, le dice: «¡Tómeme el pulso!», y, ante el gesto de sorpresa del funcionario, le repite perentorio: «¡Tómeme el pulso, para que vea cómo mueren los comunistas, sin temblar!»; de las Trece Rosas, trece comunistas menores de edad que van cantando en camiones descubiertos a su ejecución, en Madrid, el 5 de agosto; de la primera caída en grupo de libertarios, ejecutados en Barcelona los primeros días de septiembre, en el Campo de la Bota, por haber falsificado documentos para liberar a presos anarquistas.
—Los hermanos Gómez Talón…
—Juan Baeza…
—Fulgencio Rosaledo y Pepe Tarín.
Los refugiados pasan lista a los muertos con melancolía, quizás incluso con algo de envidia. Tiene mucha más grandeza morir frente al pelotón de ejecución, dejando unas cuantas frases para la posteridad, que extinguirse poco a poco de miseria y disentería. En Francia, entre 1939 y 1941, treinta y cinco mil españoles morirán de las secuelas de la Guerra Civil y de los padecimientos en los campos de concentración.
El 3 de septiembre de 1939 estalla oficialmente la Segunda Guerra Mundial, aunque durante casi un año los alemanes y los franceses se limitarán a mirarse y a medir sus fuerzas: es lo que la prensa llama la drôle de guerre .Los agentes de reclutamiento francés quieren utilizar a los españoles como mano de obra barata y entran en los campos de concentración para examinar la salud de los refugiados como si fueran bestias, les hacen abrir la boca para ver el estado de sus muelas, les palpan los músculos de los brazos. Unos 50 000 españoles irán a parar a las compañías de trabajo militarizadas para construir fortificaciones, 25 000 más, como especialistas, irán a las fábricas de material de guerra. A Quico lo envían a Angulema (Charente) como montador en la Fábrica Nacional de Pólvora. Corre el mes de diciembre de 1939 cuando Sabaté llega a la ciudad donde vivirá tres años. He aquí cómo una niña llamada Iris describe a estos extranjeros, viejos y cansados combatientes de una guerra perdida, en su cuaderno escolar (estos ejercicios serán recogidos posteriormente en un libro titulado Croniques de l’avant-guerre): «Esta última semana han llegado los refugiados españoles. Descienden de grandes camiones con ojos asustados, llevan maletas destrozadas atadas con una cuerda, la fábrica les proporciona mantas y las familias del pueblo algunos artículos de primera necesidad. Los ayudamos como podemos. Se alojan en barracones construidos alrededor de la fábrica, catorce de ellos son de la FAI, y la policía los vigila. Mi padre me ha contado que son anarquistas que han tenido que irse de su país… Cuando no trabajan no van nunca al café. Se quedan leyendo libros en la puerta de su casa».
Quico consigue al fin localizar a Leonor, que va a reunirse con él; juntos, instalan en un barracón un remedo de hogar. Un hogar sin alegría. El 14 de junio las tropas alemanas del XVIII Ejército de Küchler entran en París por la puerta de la Villette y Francia se divide en dos. Angulema queda en zona ocupada por los nazis; en la zona llamada «libre» está el mariscal Pétain y su política de colaboración con el enemigo. Las victorias militares de Alemania son aplastantes y los refugiados de la Guerra Civil ven con horror la amenaza de un eje Berlín-Roma-Madrid dominando el mundo. Las cárceles españolas siguen llenas y Franco firma centenares de «enterados», pone en una esquina de las sentencias, con su letra pequeña y pulcra, «fusilamiento» o «garrote vil», sin que le tiemble el pulso, lo que le vale la admiración de Giménez Caballero, que se queja en la prensa «de que no tengamos los españoles besos suficientes para besar el aire por donde pasa el Caudillo».
—¡Han matado a Pajarito!
Lluís Companys, detenido en París por los alemanes, donde está visitando a su hijo demente ingresado en un sanatorio, es deportado y muere en los fosos de Montjuïc diciendo con voz clara y firme: «Per Catalunya!». El anarquista Joan Peiró, que fue ministro de Industria con el Gobierno de Largo Caballero, también detenido en Francia, después de tres semanas de torturas rechaza indignado el ofrecimiento de colaboración en el sindicato franquista y es fusilado en Valencia. Julián Zugazagoitia, director de El Socialista ,y el periodista Paco Cruz Salido, entregados por la Gestapo, son ejecutados en Madrid. El primero tenía 41 años, el segundo 42.
A Quico, ahora, los alemanes lo transfieren a una fábrica de gasógenos. Las condiciones de trabajo son muy duras, llega derrengado por las noches a su barracón y cae rendido en la cama. Una noche, a las doce, llaman a la puerta. Abre Leonor, y Quico, semidespierto, ve una silueta familiar.
—¡Salud, Sabaté!
Quico se levanta, prende la luz. La figura maciza, compacta, el rostro destruido por el fuego de su amigo Ramón Vila Capdevila, Jabalí. Le da un abrazo, primero son sólo unos golpes en la espalda, luego se estrechan con fuerza. Se miran el uno al otro emocionados.
—Coño, Sabaté, ¿ya no quieres hacer la revolución con alpargatas?
Se ríen los dos recordando sus años jóvenes, cuando luchaban en la cuenca minera de Fígols, un tiempo en el que todo parecía posible. Ramón Vila mira a Leonor, que está preparando café, y le pregunta a su amigo señalándola con el dedo:
—¿Está…?
Sabaté se acerca a su mujer por detrás y le acaricia el vientre.
—Sí, está preñada.
Ramón Vila se lleva el dedo a la sien. «¡Estáis locos!». Leonor le pregunta:
—¿Y tú, compañero? ¿Siempre solo?
Y Jabalí contesta rascándose la cabeza:
—Es que yo necesitaría dos mujeres, una para crear una familia y otra para que luche conmigo en el monte.
Se ríen los tres, y se sientan alrededor de la mesa, pasan toda la noche hablando. Jabalí actúa con un grupo de franceses, y explica orgulloso:
—Mis compañeros me llaman Capitaine Raymond, y nuestro grupo ha destruido ya seis puentes ferroviarios y tres viaductos.
De madrugada se levanta para irse, debe evitar los controles alemanes que recorren Angulema. Antes le ha hecho a Quico una propuesta concreta:
—Queremos que nos hagas un plano del edificio de la Fábrica Nacional de Pólvora, como el que hiciste de la Modelo.
Quico dedica ahora todas sus noches a levantar el plano con concienzuda precisión. Debe iluminarse con una pequeña linterna, ya que una luz toda la noche encendida despertaría sospechas. Muchas veces, en su nuevo puesto de trabajo, está a punto de quedarse dormido, sobre todo por la mañana, antes de empezar, cuando un oficial nazi arenga a los obreros y un intérprete lo va traduciendo al castellano. Exige ardor en la tarea, indica a los españoles que no deben confraternizar con los franceses; en realidad éstos sí que son sus auténticos enemigos, ¿no los han tratado peor que a perros encerrándolos en campos de concentración?, y termina advirtiendo:
—Si alguno de vosotros tiene la intención de realizar un acto de sabotaje, recordad que será castigado inmediatamente todo el batallón donde se produzca dicho sabotaje.
En 1941, mientras el Ejército nazi patrulla las calles, nace la primera hija de Sabaté, Paquita. Quico se pregunta con amargura qué mundo rodeará a esta niña, un mundo hostil, lleno de botas militares, tan alejado de los ideales libertarios que presidieron su juventud. Paquita no conocerá un Rogent que le enseñe el nombre de las constelaciones y de los pájaros, no tendrá un hermano mayor que le abra camino, no estará rodeada de amigos, de compañeros, de cómplices con los que vibrar, luchar y crecer. La coge en brazos, mira con ternura y desaliento el cuerpecito de su hija, tibio y recubierto de una pelusa de seda, mal envuelto en algunas ropas que les han regalado las mujeres de otros refugiados, y lo aprieta con tanta fuerza que la niña suelta un vagido lastimero como un pequeño animal azorado.
En el bosque, combaten a muerte los maquis, prófugos que se lanzaron al monte para huir del trabajo obligatorio y organizar la resistencia contra los alemanes. Unos 15 000 republicanos españoles, que verán en estas acciones la ocasión de enfrentarse cara a cara con el nazismo, lucharán a su lado, hasta el punto de que casi todo el maquis de la región centro lleva el sello de la guerrilla española. Ponzán dirige el tramo final de la cadena de evasión Pat O’Leary; 750 españoles, al mando de Miguel Vera, reclutados en un principio para tender las vías de ferrocarril, operan en la Alta Saboya; en Limoges funciona el grupo de sabotaje creado por Armando Castillo. Desde el exminero asturiano Cristino García, que con el grado de teniente coronel llegará a liberar la ciudad de Foix —lo ejecutarán tres años después en Alcalá de Henares con otros nueve comunistas, todos ellos antiguos combatientes del maquis francés—, hasta el mismo Jabalí, que ha dejado Angulema y se ha ido al bosque de Rochechourt, donde todavía hoy se recuerda el heroico comportamiento del Capitaine Raymond frente a los alemanes, en realidad, en las tres cuartas partes del territorio francés hay guerrilleros españoles. Luchan con enorme coraje, como lo demuestra el hecho de que de los 150 españoles que desembarcaron en Normandía, sólo sobrevivieron 16. Pero eso no impide que en los museos franceses de la Resistencia no se encuentren apenas huellas de esta lucha que llevó a la tumba a diez mil compatriotas nuestros. En el museo Jean Moulin de Burdeos, por ejemplo, las acciones realizadas por españoles —la destrucción de varios almacenes alemanes y el sabotaje en la vía del tren, dirigidos por Manolo Linares, alias el Peque— son atribuidas a maquis franceses. (A pesar de las protestas realizadas por la autora de este libro a lo largo de varios años, esta sórdida injusticia histórica no ha sido subsanada).
En Angulema, el 10 de diciembre de 1942, dos destacamentos especiales de sabotaje, uno francés, al mando de Barrière, con René Michel y los hermanos Nepu, y otro español, con Paco López, Martín y Cuadras, consiguen, gracias a los planos que ha realizado Sabaté, quemar todo el algodón de la Fábrica Nacional de Pólvora. Los autores materiales son detenidos: los franceses son fusilados en el bosque de La Braconne, Cuadras es enviado al campo de exterminio de Büchenwald, Martín cae en manos de la Gestapo y es torturado hasta la muerte y Paco López, torturado también salvajemente, es transferido a Compiègne, antesala de los campos de la muerte, pero consigue fugarse y regresar a Angulema justo a tiempo para participar en los combates por la liberación.
Sabaté se entera de la caída del grupo; cuando llega a su casa, nada más ver su rostro demudado, Leonor empieza a hacer con resignación el modesto equipaje: ropita para la niña, tan pequeña y ya una fugitiva como sus padres, una manta, algo de comida. Han encontrado en el bolsillo de uno de los franceses una fotografía de Sabaté y ahora lo busca la Gestapo. Caminando, atraídos como un imán por la frontera española, huyendo de los controles, van a parar a Prades, donde el alcalde, Piguillen, les consigue documentación en regla. La pequeña familia se instala en un pueblecito abandonado, en Comes, al norte de Eus. Quico compra unas herramientas de fontanero y se dedica a ir por los pueblos vecinos haciendo pequeñas reparaciones para ganarse el sustento y, al mismo tiempo, estudia la geografía de la región. Su casa sirve de punto de apoyo para los evadidos del grupo de Ponzán, y Sabaté colabora con los guías para hacerlos llegar a la frontera española. Una vez en Cataluña, estos fugitivos —paracaidistas ingleses, franceses que pertenecen al maquis y están buscados por la Gestapo, y resistentes canadienses y noruegos— se dirigen a Gibraltar o a Portugal, o se presentan en los consulados de sus países respectivos en Barcelona.
El 25 de agosto de 1944 entran las tropas aliadas en París. Prácticamente ya se ha derrotado al fascismo y entre los refugiados españoles reina la euforia. Primero ha caído Mussolini, luego Hitler, y se piensa que mañana le tocará a Franco. Las muchachas parisienses se suben a los carros de combate españoles que, integrados en la legendaria División Blindada Leclerc, entran en París por los Campos Elíseos. Llorden, que conduce el Teruel y que cree que muy pronto estará realizando este mismo desfile en España, les enseña a cantar:
El ejército del Ebro…
Y les contestan del Belchite, que circula un poco más atrás, manejado por Solana:
rumba la rumba la rumbambá,
y del Guadalajara, del Madrid, del Guernica, se levanta un coro de voces broncas:
¡esta noche el río pasó,
ay Carmela, ay Carmela!
Sabaté y su mujer se trasladan ahora a una vieja granja en Eus, cerca de Prades. Es una zona boscosa y agreste, pero consiguen cultivar un pequeño huerto y criar unas gallinas, un cerdo y algunas cabras. Quico sigue pateándose los alrededores como lampista y fontanero, y Paquita crece en contacto con la naturaleza y los animales. Después de tanto sufrimiento, se podría decir que la familia se merece un poco de paz, pero Sabaté se tortura pensando en su hermano y en los compañeros que están presos. Los amigos que vienen de España le explican que, en el clima de necesidad que entonces impera en el país, es fácil conseguir órdenes de libertad por cinco o diez mil pesetas. El dinero del movimiento libertario, bienes materiales, incluso objetos procedentes de requisas, un patrimonio importante pero de difícil evaluación, lo tiene Federica Montseny y su Consejo General en Toulouse, pero nadie puede disponer de él. «Nuestros presos sufrieron mucho por nuestra falta absoluta de medios económicos, a algunos incluso les costó la vida», recuerda con tristeza muchos años después el periodista libertario Marià Casasús frente a los también periodistas Miquel Bové y Antoni Capilla. Y Josep Peiró, hijo de Juan Peiró, evoca también aquellos días en los que «nadie sabía lo que pasaba con el dinero de la CNT. Federica Montseny no solamente se quedó con todo, sino que denunció incluso a militantes que luchaban contra el fascismo en el interior». Cuando Federica Montseny —que naturalmente siempre negó estas acusaciones y que, de hecho, como testimoniarán las numerosas personas que la visitaron, vivió siempre con extrema modestia— regresó a España, a finales de los años setenta, muchos militantes libertarios se negaron ni siquiera a saludarla.
Dentro de Sabaté se va sedimentando una lava espesa de rebeldía y desazón. Francesc Pedra, que vivía en Francia clandestinamente, se entrevistó con él entonces y rememora desde el centro de salud de la calle Miralta, donde ahora pasa sus días: «Se ocupaba de alguna tarea burocrática del sindicato; a mí, concretamente, me proporcionó papeles falsos que había elaborado un compañero ciego que vivía en Toulouse. Pero se le veía inquieto, descontento, vivía más en España que en Francia. Se fue volviendo cada vez más reconcentrado y metido en sí mismo… Cuando su familia le escribía, “Sort n’has tingut, Quico, mira el teu germà” (Has tenido suerte, Quico, mira tu hermano), ese día no se podía hablar con él». Sus padres le cuentan la terrible estrechez en la que viven, el padre conserva milagrosamente su trabajo de guardia municipal, pero gana mucho menos que antes de la guerra y no solamente no han podido pagarle un abogado a Pepe, que ha sido condenado a quince años de prisión, sino que ni siquiera pueden mandarle comida ni tampoco ir a verle a Cartagena, en cuya cárcel está ingresado. Las fábricas y las bòviles de Hospitalet reanudan tímidamente su actividad, pero los sueldos son tan bajos que, a pesar de las consecuencias, las mujeres de la fábrica Trinxet, la mayoría cenetistas —en aquella época, la militancia en un sindicato clandestino está severamente castigada—, van a la huelga. Y cuando, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, gracias al Plan Marshall de ayuda norteamericana, el resto de Europa comienza a renacer de sus cenizas a gran velocidad, España sigue en ruinas y presenta niveles económicos de principios de siglo.
Sabaté tiene una idea fija. Conseguir dinero para los presos, para comprar su libertad o como mínimo para aliviar su situación, y volver a su país a combatir el franquismo, como otros han vuelto antes que él: Pallarés, que actuaba en Hospitalet, Masó Riera, Esteban Pallarols, Marés, lo mejor de la militancia federal, que cae y es ejecutado. Quico comprende que ya ha llegado su momento: hasta ahora su suerte ha formado parte del destino colectivo de millones de personas, pero en este instante crucial emprende un camino solitario. Sabe que las condiciones serán duras, no tendrá un ejército detrás, sus victorias no las cantarán los poetas, los fracasos se saldarán con la muerte, pero no puede hacer otra cosa. En su casa guarda algunas armas del maquis, y entre ellas hay una Thompson. La limpia, la engrasa, la acaricia como a una vieja amiga.
Contradiciendo el último parte de Franco, Sabaté no está ni cautivo ni desarmado. Y, como le dijo Jabalí al despedirse de él en Angulema: «Qué carajo, compañero, para nosotros la guerra no ha terminado».