De madrugada es, en efecto, cuando lo van a buscar a su casa. Quico ha dormido apenas un par de horas. Forma parte, como el resto de Los Novatos, de los grupos de defensa de Hospitalet, y el día anterior, ante la noticia de que la sublevación ha estallado ya en Marruecos, después de repartir entre sus compañeros los 50 Winchester de los escamots que tiene escondidos en la cuadra de la Marina, ha ido casa por casa desarmando y amenazando a los sospechosos de complicidad. Todos saben cómo se las gastan los de la FAI, y Quico está seguro de que, en Hospitalet, nadie, ni siquiera el empresario Just Oliveras, simpatizante falangista, se unirá al alzamiento.

—¿Y Pepe? —le pregunta a Puig, mientras coge su Thompson; Leonor, vestida ya también, está preparando café y el olor invade toda la casa.

—En el sindicato, repartiendo los 200 fusiles que sacó de los barcos, pero no hay suficientes.

Nunca hay suficientes. Ante la negativa de Companys de proporcionar armas a la CNT para hacer frente al Ejército de Barcelona, a punto de sublevarse, Pepe Sabaté ha asaltado, junto a Juan Yagüe y un grupo de compañeros, los cuartos de armas de los barcos Manuel Arnús, Uruguay, Argentina y Marqués de Comillas, de la compañía Transatlántica.

—¿Y qué dice Companys ahora?

—Ése… Ése nos tiene más miedo que a los fascistas. ¡Va listo si espera que lo defiendan los Mossos d’Esquadra!

Al día siguiente, Companys, un hombre que aúna rasgos de una grandeza extraordinaria con otros de una incoherencia y pusilanimidad pasmosas, recibirá a la plana mayor del anarquismo, reconocerá que gracias a ellos Barcelona no ha caído en poder de las tropas facciosas y se pondrá a su servicio. Pero hoy este hombre de trágico destino está encerrado en la Generalitat y habla a la ciudadanía a través de Radio Barcelona.

—Lo acabo de oír.

—¿Y qué ha dicho?

Que està disposat a morir o a vèncer amb tots nosaltres. (Que está dispuesto a morir o a vencer con nosotros).

Pero Quico gruñe, malhumorado, apurando su café y recordando que incluso el día anterior decenas de confederales han sido detenidos, denunciados por personas que seguramente hoy están al lado del ejército rebelde:

Si vol morir, que baixi aquí al carrer a lluitar amb una pistola. (Si quiere morir, que baje aquí a la calle a luchar con una pistola).

En la puerta hay un pequeño camión requisado en la empresa de transportes de Oliveras; con pintura blanca le han escrito en la chapa las letras CNT-FAI. Quico está ya con un pie en el estribo; Leonor les tiende brazales rojinegros y después marcha calle abajo, al Sindicato de Mujeres Libres.

Díaz, Muñoz, los Hernández y otros compañeros del barrio le van explicando las últimas novedades:

—Se espera que Goded llegue esta mañana para ponerse al frente de los facciosos.

—En Madrid luchan en el cuartel de la Montaña.

Está amaneciendo y ya hace un calor sofocante. La sede de distrito de la CNT, situada en un hotel inaugurado durante la Exposición Universal de 1929, está abierta de par en par y varios millares de trabajadores se agolpan en la plaza de España intentando entrar o esperando noticias.

Ricardo Sanz sale a la puerta e intenta hacerse oír:

—Compañeros, estamos esperando un cargamento de armas, tened paciencia. Y no bloqueéis la plaza, por favor, de aquí han de salir confederales para defender Barcelona.

Se oye un grito ensordecedor:

—¡Viva la CNT-FAI!

—¡Muerte al clero!

—¡Muerte al fascismo!

¡Muerte! La plaza entera vibra, parece que hasta las piedras se estremecen con los gritos. La Thompson de Sabaté despierta envidia, teme incluso que se la arrebaten y opta por ocultarla debajo de la camisa. A empujones se abre paso y entra en el local, que está inmerso en una actividad febril. Hay periodistas yendo arriba y abajo con cuartillas en la mano, tomando notas; unos fabrican granadas de mano con cartuchos de dinamita, otros llenan botellas de gasolina para preparar lo que más tarde se llamará «cóctel Molotov», y el Valencia, el veterano luchador Pepe Pérez, cuenta y recuenta los cartuchos:

—Sólo hay veinte por cada arma, hay que racionarlos.

Un confederal bregado en la lucha callejera enseña a disparar a un grupo de muchachas de las Juventudes Libertarias:

—Esto es el cerrojo, se le da así, por aquí se mira, se apunta y fuego.

Ródenas protesta:

—¿Cómo les dejáis las armas a estas chicas que no saben disparar cuando la plaza está llena de hombres hechos y derechos que también quieren ir a la lucha?

—Ellos tampoco saben disparar —le contesta el improvisado instructor—. Y éstas han entrado primero.

Unos compañeros de Pueblonuevo transportan una caja de fusiles, que descargan en el suelo; los han conseguido al asaltar una armería de la calle Fernando: «¡Los hemos ganado con nuestros pechos!». Grupos de confederales van en busca de otras armerías. Pepe Sabaté, que lleva dos noches sin dormir, le dice a su hermano moviendo la cabeza con desaliento:

—Necesitamos armas y coches para transportar a la gente y no sabemos de dónde sacarlos. Abad de Santillán y García Oliver han ido a la comisaría de Vía Layetana a pedirle a Escofet que nos dé las armas de los guardias, y Ascaso ha ido a las fábricas a requisar camiones de reparto.

El teléfono no para de sonar. Se pone Díaz, los hace callar inútilmente, no puede oír; al fin parece que comprende lo que le dicen porque cuelga y grita mientras coge su fusil ametrallador y se lo pone al hombro:

—¡El cuartel de Pedralbes, el regimiento número 13 de Badajoz, se ha sublevado! ¡Están bajando al centro de la ciudad! ¡Vamos, compañeros!

En el mismo instante empiezan a sonar las bocinas de los barcos y las sirenas de la fábricas; Durruti ha dado orden a los fogoneros de que mantengan las sirenas constantemente en marcha como medida de presión psicológica. El sonido enloquecedor, obsesivo, no se detendrá en todo el día.

Salen decenas de anarcosindicalistas para unirse a los que ya están luchando en la calle, el teléfono vuelve a sonar una y otra vez, ahora son los cuarteles de San Andrés, los del Clot y los de Atarazanas los que se han sublevado.

—¡La plaza de Cataluña está ocupada, los fascistas han tomado el hotel Colón, el hotel Ritz y el edificio de la Telefónica!

Una compañera que está atendiendo un teléfono en otra habitación llega y les grita:

—¡Se necesita gente, los de Atarazanas han ocupado desde Correos hasta el Paralelo!

Quico y sus amigos se abren paso a empellones y salen a la calle. Tienen el camión en la calle Tarragona, suben sin ocultar las armas. Son veinte, treinta: algunos Novatos; Ricardo Sanz, que después sucederá a Durruti al mando de la 26 División y que saldrá de España con Quico, por Puigcerdá; los metalúrgicos Yoldi y Barón; Pepe Pérez, el Valencia; Progreso Ródenas. Conduce Puig. Quico se pone en la caja del camión, en distintos puntos de la ciudad se levantan columnas negras de humo:

—¡Mirad, estamos quemando las iglesias!

La ronda de San Pedro está llena de gente que mira al cielo, alarmada por el ulular de las sirenas; los camiones que circulan, muchos «blindados» con colchones, lanzan con su bocina el grito obsesivo:

—¡CNT! ¡CNT! ¡CNT!

Los barceloneses corean también y algunos levantan el puño:

—¡CNT! ¡CNT!

Al lado de Quico, un compañero muy joven que no conoce, alto y desgarbado, protesta:

—Oye, que yo soy del POUM.

—¿Y cómo coño se dice POUM con la bocina?

Otro le grita, dándoselas de gracioso:

—El mejor pum es el que hace esto.

Y señala la punta de su pistola, y todos, hasta el trotskista, se ríen. A medida que se van acercando a la zona de combate, en el casco antiguo, van oyendo tiros y el traquido constante de una ametralladora. Tienen que dejar el coche en la calle Hospital, detrás del mercado de la Boquería; allí dos camiones cruzados forman una especie de barricada. Baja todo el grupo y se guían por el ruido de los disparos y por la gente, que sin ningún miedo va corriendo hacia el foco del conflicto, por la ronda de San Pablo hasta la calle Reina Amalia. Acaban de abrir la cárcel de mujeres y un grupo de presas, aterrorizadas, no se decide a atravesar la línea de fuego. Sabaté ve a unos compañeros del sindicato de la madera que están levantando una barricada con adoquines en la Brecha de San Pablo; los combatientes, casi todos con el brazal de la CNT-FAI, se parapetan detrás y disparan al otro lado del Paralelo, casi esquina con la calle Rosario, donde se han refugiado los soldados de Atarazanas. Los sargentos Manzana y Gordo, el cabo Soler y algunos subordinados que permanecen fieles a la República se han arrancado los uniformes y las insignias de su grado para combatir a sus ex compañeros con dos ametralladoras Hotchkiss que han logrado sacar del cuartel de Santa Madrona. A pesar del peligro, por la calle circula mucha gente buscando refugio en los portales o en la boca del metro de Pueblo Seco.

Quico y su grupo empiezan a disparar al chiringuito del Paralelo, por donde asoman los cañones de varios fusiles.

—Hay que ver los cojones que tienen estos tíos —reconoce Pepe sin poder ocultar su admiración y disparando sin tregua.

Arrimándose a la pared, un grupito de los que iban en el camión se acerca hasta el Paralelo, atraviesa la calle y se protege tras la puerta del Molino, muy cerca de La Tranquilidad, pero los soldados se dan cuenta y disparan sobre ellos. Quico ve cómo cae herido de muerte el chico del POUM con el que tanto se han reído todos en el camión; una triste muerte anónima, nadie conoce ni siquiera su nombre.

Entretanto, García Oliver ha retrocedido y baja por la calle de las Tapias. Las putas se asoman a los balcones. Con el tiroteo se rompen todos los cristales de las tiendas, hasta que en una maniobra envolvente, avanzando metro a metro, los confederales atacan a las tropas rebeldes por la retaguardia. Los soldados, desesperados pero cumpliendo a rajatabla las órdenes que les han dado y sabiendo que sus adversarios van cortos de munición, quieren obligarles a gastar cartuchos, pero son los suyos los que se acaban. En una ventana se ve ondear un trapo blanco y a Quico lo llama su hermano:

—Esto ya está listo, vamos a Atarazanas.

El cuartel de Atarazanas y la comandancia de Marina, dos edificios que están al final de las Ramblas enfrente del mar, todavía resisten. Corriendo, los Sabaté llegan a la calle de la Unión, los sigue Puig, las Ramblas están también llenas de gente, millares de trabajadores que han afluido desde los cuatro puntos cardinales para defender el corazón de su ciudad. A sus espaldas, en la plaza de Cataluña, han dejado tendidos decenas de cadáveres —hoy morirán 400 anarquistas—, pero han eliminado los focos facciosos, el hotel Colón, la Telefónica, y ahora esperan a que caiga algún combatiente para cogerle el arma y seguir luchando. En medio de la batalla, en una zona batida por los disparos de unos y otros, algunos fotógrafos toman imágenes de los defensores de la República que, pistola en mano, agachados, bajan por las Ramblas. Escogen ángulos, ajustan el objetivo de su cámara como si fueran inmunes a las balas; su actitud puramente profesional resulta impresionante.

Es uno de ellos el que le dice a Sabaté, apartando el ojo de la cámara por un instante:

—Durruti está herido.

Delante de él García Oliver y Ascaso bajan por las Ramblas protegiéndose con el arbolado. Entre Quico, Puig y Julián Gorkin, el dirigente del POUM que va con su inmensa Parabellum al cinto, cogen una bobina de papel que alguien ha traído de los talleres de Solidaridad Obrera y se protegen con ella. Empiezan a bajar por las Ramblas haciéndola rodar. Desde donde están ven la estatua de Colón erizada de ametralladoras que los apuntan. Un cañón del 7,5 dispara contra los muros de la fortaleza abriendo enormes boquetes. García Oliver les advierte:

—Huid de las barricadas, las barricadas son tumbas.

Hay una barricada en la calle del Arco del Teatro, es cierto, sembrada de cadáveres. Los disparos de los sitiados barren la calzada, crepitan las ametralladoras, silban las bombas FAI que lanza Ricardo Sanz. Delante mismo de Quico cae un compañero con la camisa blanca manchada de sangre, Joaquín Cortés, pero no está muerto porque va arrastrándose sobre los codos para recuperar su fusil, una escopeta de caza de dos cañones. Al ruido de las sirenas de las fábricas, de las bocinas de los barcos, de los cláxones de los coches, al estrépito de la batalla, se unen ahora los aviones. El capitán Díaz Sandino, que permanece leal a la República, empieza a bombardear la guarnición de Atarazanas desde el aire.

Están a la altura de la calle Santa Madrona. Puig ve su puesto de libros viejos.

—Mira, Quico, vamos a refugiarnos allí. He dejado escondidas varias granadas de mano.

Sabaté no lo ve claro. Delante, Ascaso, con un traje marrón ligero, se mantiene en tensión, presto también a saltar. Los soldados disparan continuamente.

—¡Espera, Puig, cuidado!

Pero Puig no lo oye o no le hace caso, sale de detrás de la bobina, son apenas diez metros los que le separan del pequeño puesto de libros, lleva la Winchester por encima de la cabeza, va semiagachado. De pronto una ráfaga de ametralladora, disparada desde un piso alto, le acierta: da un salto y cae al suelo, totalmente inmóvil. Un confederal que esperaba oculto en un portal sale y le quita el arma y continúa corriendo en dirección al mercadillo. Paco Ascaso, que ha intentado la misma maniobra un poco más allá casi al mismo tiempo, cae también dos segundos después y su cadáver es acribillado a balazos. Con cada nuevo disparo, se levanta como un muñeco roto. Quico, que ve cómo las alpargatas de su amigo muerto se han desanudado misteriosamente y que sus pies son ahora un despojo blanco y muerto, en un último esfuerzo desesperado corre hasta el puesto de libros, encuentra las granadas y tira una al edificio donde está el nido de ametralladora, que enmudece.

Con un grito de rabia, Sabaté, Sanz, García Oliver, Pepe, Gorkin, Valencia… se lanzan ahora Ramblas abajo, atraviesan el portal de la Paz, por donde viene gritando también la multitud, que acaba de incendiar el edificio de la Lloyds, y entran en Atarazanas. Se oyen todavía algunos disparos sueltos; son oficiales que prefieren pegarse un tiro antes que rendirse. García Oliver vocifera como un loco, enronquecido:

—¡Madres de la defensa federal, anarquistas, juventudes libertarias, mujeres libres que habéis caído en combate, os hemos vengado!

Levantan los fusiles, dan vítores, se abrazan, Quico grita:

—¡Por Puig!

A su lado, con un vendaje ensangrentado cruzándole el pecho y los ojos llenos de lágrimas, Durruti grita también:

—¡Por Paco!

No se ha podido averiguar qué hace Quico durante el mes que permanece todavía en Barcelona, mientras casi todos los Novatos han salido con Durruti a finales de julio y están combatiendo ya en Bujaraloz. Se desconoce si también se dedicó a «passar els taps» («matar», en la siniestra jerga de la época) formando parte de los grupos de control de la FAI, que marcaron a sangre e infamia tantas familias barcelonesas. Sí sabemos que en agosto decide salir para el frente de Aragón con los Aguiluchos, la columna creada por García Oliver. Los dos Sabaté se apuntan en el Coro y el día 22 se reúnen con sus compañeros en el cuartel de Pedralbes, rebautizado cuartel Miguel Bakunin. Son 1500 voluntarios llenos de pasión y coraje pero sin ninguna disciplina ni formación militar; entre ellos van 200 muchachas de las Juventudes Libertarias, la Popeye es una de las responsables. Leonor prefiere quedarse en Barcelona; casi todas las chicas de Hospitalet han sido movilizadas en las fábricas de vidrio, donde ahora los frascos son para los botiquines de guerra.

Pepe está al mando de una centuria y Quico es el responsable de 20 hombres. Desfilan con las banderas rojinegras al viento por Diagonal y Vía Layetana hasta llegar a la estación de Francia. Al frente de la columna, casi todos Los Solidarios, que ahora se llaman Nosotros: Pepe Pérez, el Valencia; Jover; García Oliver; García Vivancos; Severino Campos; Aurelio Fernández; Sanz. Nadie va uniformado, ninguno marca el paso, desfilan con sus compañeras del brazo, algunos llevan a sus hijos, otros van con sus padres; a lo largo del camino sus canciones se mezclan con los gritos de la gente, ¡CNT, CNT, CNT!, de las miles de personas que van a despedirlos. Les tiran flores, los abrazan, les dan paquetes de tabaco, embutidos, mantas, una muchacha le mete a Quico en el bolsillo de la camisa una foto con su dirección después de darle un beso en la boca. En la estación, Aranguren, el jefe de la Guardia Civil, les hace entrega solemne de cuatro «naranjeros».

Afónicos de tanto cantar y gritar, la expedición llega a Grañén, en la provincia de Huesca, un pueblito polvoriento. Por el camino han consumido todas las provisiones y se les entrega lo que será su cena habitual, pan duro y una sardina en escabeche. Alguno se atreve a protestar:

—¿Éste es el trato que reciben los combatientes de la revolución social?

Duermen en el bosque, sobre el suelo. ¿Dónde está el enemigo? Poco a poco las canciones se extinguen y empiezan a darse cuenta de que la guerra no es como ellos imaginaban.

Al día siguiente continúan hasta Vicién, donde se establecen junto a la columna Rojinegra. Hace un calor espantoso, las moscas y el sol se ceban en la piel de mujeres y hombres, pasan hambre, sed, no han realizado ningún tipo de instrucción y la mayor parte de la jornada están agotados, sumidos en un sopor paralizante. A los pocos días, a la hora de la siesta, cuando están durmiendo, sufren un tremendo bombardeo, los cuerpos destrozados cuelgan de los árboles y todas las paredes del pueblo quedan cosidas por ráfagas de ametralladora.

Pero esto no es la lucha callejera, donde se puede contestar inmediatamente, donde uno puede enfrentarse solo al fascismo. Ni siquiera se sabe con exactitud dónde está el frente; la separación entre las distintas columnas es total y es casi imposible realizar un ataque unificado. Los mandos elaboran un proyecto combinado para anillar Huesca. La hora prevista para el comienzo son las cinco de la mañana, pero cada columna llega a una hora distinta —los Aguiluchos no aparecen hasta las ocho—, cada una combate por su cuenta y la operación es un fracaso que se salda con decenas de víctimas. Quico ve caer a su lado a Muñoz y a Centelles, amigos de la infancia y del barrio. Desbordado por las circunstancias, el coronel Villalba —que tiene a un hermano, también militar, luchando en el otro lado—, jefe de operaciones del frente de Aragón, se queja:

—¡Nadie se pone de acuerdo!

Finalmente, García Oliver vuelve a Barcelona, donde escribe: «La marcha hacia el frente de los Aguiluchos había sido entusiasta y vistosa, mi regreso no puede ser más oscuro y apagado. Yo soy el único responsable del fracaso de la columna».

Los Aguiluchos se integran en la columna Rojinegra. Pepe y la Popeye van con Durruti a Madrid; Quico, convertido en armero, es transferido al pueblo de Pina, donde se instaura el comunismo revolucionario y el dinero es abolido y sustituido por un complicadísimo sistema de cartillas. Se colectiviza la tierra y se reparten los alimentos entre todos; se decreta que «las almendras y las avellanas son para el doctor y el maestro», ya que el médico naturista que daba charlas en el Coro les había explicado que tales productos son indispensables para el trabajo mental. A Quico lo consumen la inquietud y la zozobra y, además, cuando no está en combate, se aburre. Escribe cartas a su compañera, la añora con ferocidad, y no porque falten mujeres: las milicianas se sienten tan solas como ellos, y, además, al mismo tiempo llega un ruidoso contingente de prostitutas de Barcelona. Quico va a La Almunia, requisa un De Soto y lo camufla con chapa de una camioneta; con este automóvil se hará famoso en el frente. Por las tardes visita a la columna vecina, la Malatesta, formada por antifascistas italianos, y se los lleva a un estanque que está muy cerca de las posiciones enemigas. Hablan de orilla a orilla:

—¡Fachas, degollad a los señoritos, cabrones, os dejáis mandar por monjitas!

—¡Anarquistas, rojos, sanjoderse todos!

Y dedicado a los italianos de la Malatesta:

—¡Mariconi!

Un día va el poeta Rafael Alberti con mono azul de obrero a recitarles sus versos; su compañera, María Teresa León, lleva tacones y falda estrecha y a la cintura una pistolita con cachas de nácar. Los milicianos lo escuchan con el fusil entre las piernas.

El otoño, otra vez. Luego, el invierno. Sea.

Caiga el traje del árbol. El sol no nos recuerde.

Pero como los troncos, el hombre en la pelea,

seco, amarillo, frío, mas por debajo verde.

Esa noche Quico se estira cara al cielo envuelto en su manta. Ha llegado de nuevo el invierno, y las noches puras y claras se llenan de estrellas. Los comunistas —que al principio de la guerra eran apenas unos miles y ahora pasan del medio millón— han copado la aviación disponible; Quico sueña con hacerse piloto, aunque para ello tenga que afiliarse al PSUC. «Mientras por dentro siga siendo libertario…», razona.

Las prostitutas, que han contagiado a muchos milicianos gonorrea y sífilis, son reexpedidas a Barcelona, y Quico, para desfogarse, cava con Gordinflón Valero grandes refugios antiaéreos que no llegarán a utilizar. Con el cocinero Damians, al que llaman Pancho Villa por su aspecto, jura que no se cortará el pelo hasta que ganen la guerra, y los dos enamoran a las muchachas campesinas, que los toman por soviéticos.

Ilia Ehrenburg, corresponsal del periódico soviético Pravda, comunista pero gran amigo de Durruti, explica así la situación: «Hay unas pocas trincheras, primitivas; el mando unificado existe sólo sobre el papel; la columna Rojinegra concretamente ha perdido mucho espíritu combativo; el aprovisionamiento va mal. El batallón de Pompenillo sólo tiene dos ametralladoras y aun así estropeadas, las granadas de mano son pésimas… Sin embargo, veo continuamente como muchos de estos anarquistas ingenuos y primarios van a la muerte con valor, sin renunciar ni a uno solo de sus principios. Por desgracia, los miembros del PSUC no comparten mi admiración y me dicen, asqueados por su indisciplina: “Prefiero un fascista a un anarquista”».

Porque, poco a poco, las relaciones entre comunistas, anarquistas y «poumistas» se han ido agriando hasta cristalizar, en 1937, en los «hechos de mayo» en Barcelona, en los que las distintas fuerzas de la izquierda se enfrentan a tiros en las calles. Muchos trotskistas y confederales mueren en la lucha, son ejecutados o encerrados en las terribles checas por miembros del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). Andreu Nin, el dirigente poumista, es torturado hasta la muerte por orden de Orlov y Vittorio Vidali, comisario del Quinto Regimiento. En el frente, en la batalla de Teruel, donde la ciudad mártir cambiará hasta tres veces de manos, se dice que los comunistas siguen otra táctica: enviar a los anarquistas a las misiones más difíciles para que sea el enemigo el que acabe con ellos.

Quico, que lleva casi dos años en el frente y que ahora forma parte de la brigada 116 adscrita al XX Cuerpo del Ejército, participa, al mando del comisario comunista Ariño, en una misión descabellada en primera línea de fuego; sin ninguna visibilidad, en medio de una tormenta de nieve que les impide casi moverse, muere el ochenta por ciento de la tropa. Indignado, en un arrebato demencial, Sabaté, todavía con el traje de campaña manchado con la sangre de tantos compañeros, espera a Ariño y le descerraja un tiro que lo deja tendido en el suelo, muerto para siempre.

Teruel ya se ha perdido, el 22 de febrero de 1938, y Quico decide desertar; sabe que si regresa al campamento será fusilado de inmediato. Huye a Barcelona y se refugia en casa de un amigo, Paco Aleu, en las Ramblas. El paisaje ha cambiado. Los edificios importantes han sido ocupados por obreros y sus fachadas están cubiertas con banderas rojas o rojinegras; casi todas las iglesias están siendo sistemáticamente demolidas piedra a piedra por cuadrillas de obreros. No hay coches particulares, que han sido requisados, y taxis y tranvías están pintados de rojo y negro. Por todas partes se ven carteles revolucionarios; los de la calle de las Tapias exhortan a las prostitutas a abandonar su oficio. Día y noche, a lo largo de las Ramblas, los altavoces atruenan el aire con himnos y consignas. Hay suciedad y oscuridad, las tiendas están medio vacías y la gente, hambrienta, empieza a estar cansada de la guerra.

Los agentes del SIM han allanado la casa de sus padres y Quico no se atreve a ir a verlos. Leonor, que trabaja en la fábrica y en las Juventudes Libertarias, se ocupa también del transporte de alimentos que la colectividad de Hospitalet envía al frente, y cuida de su familia: está agotada y enferma, pero en Quico, y para siempre, la rabia ha sustituido a la compasión. El sindicato le da la orden de que permanezca escondido hasta que pueda integrarse en una columna confederal. Un día, Leonor lo visita con Manolito, su hermano, que ya tiene once años; Quico le pregunta por lo que pasa en Hospitalet, y el niño le contesta, con ingenuidad, que el único que está cada vez más rico es Just Oliveras.

Diu el pare que es dedica a l’estraperlo. (Padre dice que se dedica al estraperlo).

Quico se acuerda de los muertos que ha visto en las trincheras y de esos pueblos aragoneses arrasados a los que canta Neruda: «Por las calles la sangre de los niños corría simplemente, como sangre de niños…».

—¡Maldito!

Fuera de sí, mordiéndose los labios hasta lastimarse, corre a Hospitalet, busca el comercio de Oliveras y, cuando el presunto estraperlista está a punto de echar el cierre, entra, le apunta en medio de la frente con la misma Stern con la que liquidó al comisario Ariño y, antes de disparar, le dice:

—¡Por fascista y por ladrón!

Porque quiere que sepa por qué le mata. Al terminar la guerra, lo primero que hacen los vencedores en Hospitalet es un vía crucis en memoria de Just Oliveras Prats «asesinado por las hordas marxistas el 1 de abril de 1938».

Pasan los días, y Quico, que no soporta estar mano sobre mano, consigue que el Comité de Defensa le encargue dos misiones que realiza con éxito, ayudado por un amigo de Pepe en la columna Durruti, Jaume Parés, el Abisinio, que ahora es escolta del secretario de Armamento. Son dos fugas, la de un compañero que está en las garras del SIM en una checa, y la de cuatro confederales a los que llevan desde la cárcel Modelo al castillo de Montjuïc para ser ajusticiados.

Un amigo del barrio, viudo y único sostén de sus cuatro hijos, le pide ayuda: necesita papeles falsificados para no ir al frente. Sabaté se los consigue gracias a un impresor al que conoce, pero la policía va al pequeño taller de trabajo y acribilla a balazos a dos «clientes»; uno de ellos es Aleu, en cuya casa se aloja Quico. Los guardias de asalto montan un servicio de vigilancia y detienen a Quico cuando sale del cine. Lo conducen a la comisaría de Sants y cuatro agentes del SIM se turnan para pegarle. Con él no emplean métodos sofisticados, ni «trimotor» ni corrientes eléctricas; el odio se expresa mejor en el piel a piel, con los puños y las patadas. Cuando acaban con él, el cuerpo de Sabaté es un burujo de sufrimiento.

El Comité Regional de la CNT consigue que en lugar de ser enviado a una checa, donde su muerte sería segura, lo ingresen en la prisión Modelo, donde entra echando cuajarones de sangre. La población penal en aquel último año de guerra es una mezcla abigarrada y confusa. Sabaté coincide con muchos compañeros presos por los «hechos de mayo» y con varios trotskistas: Julián Gorkin, con el que estuvo en la toma de Atarazanas; Jordi Arquer; el maestro Pedro Adroher, alias Gironella, cuya compañera es directora de la cárcel de mujeres (después se exiliará a México y regresará a España con su segunda mujer, que se arrojará al metro tras la muerte de Adroher, en 1988); y también con el padre de la autora de este libro, Vicente Eyre Fernández, estudiante falangista de 17 años condenado a dos penas de muerte, que está «en capilla» esperando su ejecución junto al compositor de coplas Rafael de León, con el que compite «a versos».

Sabaté tiene el cuerpo destrozado, pero su mente sigue alerta y vigilante. Con el lápiz atado a la mano —le han roto los dedos— hace un plano rudimentario de la prisión y se da cuenta de que su celda da a un foso, y éste a un sótano que comunica con la calle. Tan pronto se recupera, con los instrumentos más inverosímiles, cucharas, lápices, las manos desnudas, cava un túnel perforando muros y cimientos; pero cuando casi ha terminado, la dirección decide poner una reja entre el sótano y la calle: el ingente trabajo de Sabaté ha sido en vano. Sin embargo, las ansias de libertad son más fuertes que su decepción, y decide cavar otro túnel que lo lleve, esta vez, a las alcantarillas. El mismo día que tiene pensado escaparse, la obra es descubierta por una patrulla que hace una ronda de rutina. El director de la prisión llama a Quico y no puede evitar decirle:

—¡Ya me habían dicho quién era usted, pero en esta ocasión se ha superado!

Este director, gallego, al entrar las tropas de Franco en Barcelona, en lugar de proceder al cumplimiento de las penas de muerte, como ocurrirá en otras cárceles, entregará las llaves de la cárcel a los presos mientras él huye rumbo a la frontera.

Trasladan a Quico a una cárcel de castigo, en Vic. Aquí soborna a un celador para que deje entrar a Leonor en un vis-à-vis sin cachearla. ¡Lo que hace la guerra a los seres humanos! Esta mujer, de convicciones totalmente pacifistas, de una bondad a toda prueba, entra escondiendo entre sus faldas una bomba de mano y una pistola. Sin un pestañeo. Con estas armas se abrirá paso Sabaté a través de pasillos y funcionarios. Coge un tren, y cuando llega a Barcelona advierte que se ha dado la voz de alerta y la terminal está llena de agentes del SIM que lo esperan. Ahora lo buscan por el asesinato de Ariño, deserción y fuga. No sabe qué hacer. Ve un cochecito con un caballo empenachado al pie de la estación y, sin pensarlo dos veces, salta al faetón, coge las riendas y arrea la montura para que se ponga al galope, y al galope rompe el cordón policial.

Sube por las Ramblas; el caballo desbocado, cubierto de sudor, fustigado por un hombre vociferante de largas melenas, hace que la gente huya, despavorida. Quico se embriaga de oxígeno y de libertad, su corazón y el golpeteo de los cascos del caballo van al unísono, grita, grita:

—¡Guadalajara! ¡Badajoz!

Son las ciudades que más han sufrido, las batallas perdidas:

—¡Gandesa!

Es su homenaje, su despedida a los compañeros muertos, ahora no le importa morir él también; es más, espera con ansia la bala asesina en medio del pecho, casi nota el orificio fino como una aguja:

—¡Belchite! ¡Madrid!

Un confederal, Comas, jugándose la vida, sube al caballo, lo domina, lo detiene:

—¿Estás loco, Sabaté? ¡Bájate, coño! ¿O es que quieres que te maten?

En un tiempo de héroes y locos en el que actos de audacia increíble se producen cada día a docenas, Sabaté se convierte en un talismán para las filas confederales, y en el enemigo público número uno para los comunistas —como luego lo será para el régimen de Franco—, que ponen precio a su cabeza. El sindicato lo envía a un refugio seguro, una colonia infantil que la CNT tiene en Masquefa. Quico decide ir a pie y le pide a su cuñado Pepe, el hermano de Leonor, que lo acompañe. Por el camino los detienen cuatro carabineros —cuerpo de vigilancia rural que trabaja codo con codo con el SIM—, que les piden que se identifiquen. Sabaté no tiene tiempo de reflexionar si quiere continuar con vida:

—¿La documentación? Sí, hombre, aquí la tengo.

Finge llevarse la mano a la cartera y lo que hace es sacar su pistola amartillada; deja muertos en el camino a los cuatro carabineros. El ejercicio de la supervivencia en tiempos de guerra requiere de estas atrocidades, imposibles de juzgar fuera de contexto, pero mucho después confesará Sabaté que la imagen de estos cuatro cadáveres la lleva grabada a fuego en la retina.

Regresa a Barcelona y la CNT se apresura a sacarlo de la ciudad. Quico va al frente y se enrola en la 26 División, excolumna Durruti, que ahora está al mando de Ricardo Sanz.

Quedan apenas dos meses de guerra. Su división participa todavía en la desesperada defensa del Montsec, donde el Estado Mayor decide colocar las tropas tan cerca del frente que de pronto se encuentran delante del avance enemigo. En esta agónica lucha, sesenta mil hombres mueren sepultados en los parapetos, destrozados por la metralla del Ejército de Franco.

El 10 de febrero no queda ya en territorio español ninguna tropa organizada. Sanz se reúne con los últimos despojos de su división. Todavía alguno propone:

—En la sierra del Cadí podemos…

—Si fuéramos a Madrid.

—Si…

Sanz hace con la mano un gesto de punto final:

—Compañeros. No hay nada que hacer, hemos sido vencidos, os relevo de vuestro compromiso. Azaña, Martínez Barrio, Rojo, Giral y Hidalgo de Cisneros ya están en Francia…

Abatidos, destrozados, apenas resguardados del tremendo frío por una manta raída, van pasando la frontera por Puigcerdá con las últimas luces del día. Sabaté, como todos, va con la cabeza gacha, el pecho abrumado por una terrible impotencia ante la derrota; más que la desgracia personal le duele la pérdida colectiva de esos ideales que con tanta pasión han defendido y por los que tantos han muerto. Arroja el fusil en un montón de armas incautadas por los gendarmes. En medio de un silencio impresionante, un compañero se lleva la pistola a la sien: «¡Muerte al fascismo!», y suena un disparo, permanece en pie un momento y luego cae verticalmente, como si sus piernas se hubieran vuelto de arena.

Sabaté se gira un momento y mira hacia atrás. Un camarada casi anciano se agacha, coge un puñado de tierra y la guarda en el pañuelo rojinegro que llevaba en el cuello. A su lado, alguien solloza desconsoladamente.

Se hace de noche y no sólo en el cielo.