Por mucho que lo intenta, Quico no puede acordarse de cómo demonios se llamaba la hermana de Puig. ¿Roser? ¿Núria? ¿Isabel? Recuerda sus piernas, morenas y fuertes, con una sombra oscura que las transitaba desde sus tobillos gruesos, ceñidos por las cintas de las alpargatas, hasta los muslos duros como piedras. Debajo de los brazos siempre tenía manchas de sudor, y la trenza gruesa, negrísima, le recorría la espalda, eléctrica y viva como un ofidio. Olía a carne fresca y a fluido marino. En el tren expreso número 1104, Sabaté inspira el aire con fuerza. Ah, sí, cómo olían aquellos días jóvenes a sexo y dinamita.

Como una bestia lisiada se siente Quico en estos momentos. Para olvidar el dolor de sus heridas trata de agarrarse al recuerdo, trata de beber de aquella sangre tumultuosa que circulaba por las venas con fuerza de torrentera. Respira, respira profundamente, el estertor hace que el maquinista y el fogonero lo miren inquietos. Sabaté ve que uno de ellos lleva una cantimplora colgando de la cintura y le hace una seña para que se la tienda. Deja el arma a un lado, empina el recipiente y el agua tibia y de sabor metálico cae en su garganta, que se ahonda como un pozo. Ahora está indefenso y los dos hombres podrían reducirlo fácilmente, pero fingen no verlo y continúan con la mirada puesta en las vías. Quico se limpia la boca con el revés de la manga, tira la cantimplora vacía al suelo, vuelve a coger la Thompson y se reclina contra el vagón con un crujido de huesos.

¿Cómo se llamaba? Apareció un día, en la fuente del Oso, un domingo, sin nadie más, se dirigió directamente hacia él y le dijo:

—Vengo a que me enseñes a disparar.

Todos se ríen y Quico le pone una pistola entre las manos, se sitúa detrás de ella y la ayuda a apuntar y a apretar el gatillo. Su pecho se acopla a la espalda de ella, que se gira mirándole burlona y haciéndole sentirse obligado a apartarse bruscamente. Luego, ella dispara sola, con las piernas separadas, las caderas poderosas, la espalda derecha, en la nuca se le encabritan unos rizos húmedos.

—¿Y el encargado…? ¿Ha vuelto a molestaros? —le pregunta Quico.

La muchacha se ríe con desprecio.

—¿Ése? Después de lo que le hiciste no volvió a aparecer por la fábrica. Ahora tenemos otro.

I aquest també us fot? (¿Y éste también os jode?).

A mi només em fot qui em dóna la gana. (A mí sólo me jode el que me da la gana a mí).

Los amigos de Sabaté le gastan bromas con la hermana de Puig. Quico, que ahora es lampista por libre y va adonde lo llaman, la ronda a la salida de la fábrica como un animal en celo. No trabaja, no come, no duerme, el deseo lo aturde y no puede pensar en otra cosa. Un domingo, cuando sus compañeros lo ven llegar, desaparecen mientras su hermano le guiña el ojo:

—Nos vamos a hacer el vermut a La Tranquilidad.

La muchacha está sentada en el suelo comiendo almendras que aplasta con una piedra. A Quico se le pone una bola en la garganta que le impide articular palabra. En silencio, prepara un blanco, carga su arma y la llama con un gesto. La hermana de Puig se levanta y se sacude la falda. Quico le tiende la pistola.

La chica la rechaza y se acerca a él lentamente.

—Hoy quiero probar otra cosa.

Se echan encima el uno del otro como si estuvieran imantados, casi se oye el golpe sordo de sus cuerpos al chocar, sus labios se unen, sus bocas se funden, sus cuerpos se estrechan con impaciencia, se empujan el uno al otro hasta que tropiezan con el tronco de un pino próximo y se dejan caer los dos al suelo, donde se van arrancando la ropa uno a otro mientras se revuelcan sobre la pinaza, hiriéndose casi con ella sus cuerpos desnudos, y Quico, acucioso y salvaje, se hunde en su cuerpo hasta saciarla y saciarse.

Después, con ella sobre el pecho, vacío, calmado y tranquilo, Quico bromea:

—Pues no sé dónde has aprendido todo esto, yo no te he visto nunca en las clases de educación sexual en el Coro.

Ríen los dos a carcajadas locas y la chica se incorpora y se le echa encima, le muerde las orejas, las tetillas, los hombros, el cuello… Aún ahora, después de tantos años —¡treinta!—, Sabaté la asocia con el apetito desmedido, con cierto instinto primario del goce. Recuerda sus pechos cargados, de grandes pezones casi violetas.

—Bruto, burro, yo aprendo en la práctica; éste es mi maestro racionalista.

Y le pellizca el pene hasta que Quico grita.

No se dicen muchas palabras de amor. El 8 de diciembre de 1933, en Aragón y Hospitalet, los confederales se echan a la calle y, como respuesta al reciente triunfo electoral de la CEDA y las derechas, proclaman el comunismo libertario. La muchacha sube al balcón del ayuntamiento y, de pie en la barandilla, cuelga la bandera rojinegra. Quico la ve allá arriba, musculosa como un guerrero, y tiene que sacudir la cabeza para olvidarse de su cuerpo desnudo, apretado contra el suyo. Los compañeros arrastran a Sabaté hacia adentro. El ayuntamiento está vacío, los guardias han huido y en la sala de registros, en los archivos, duermen los informes y antecedentes de casi todos los confederales de Hospitalet, así como los registros de propiedad, los contratos de matrimonio y las partidas de nacimiento. Sin ponerse de acuerdo sacan las cajas a la plaza, hacen una montaña con los papeles y le prenden fuego. Todo Hospitalet está a oscuras, Los Novatos han destruido la central eléctrica de La Torrassa con los petardos que ahora llaman bombas FAI, y las llamas animan los rostros de los libertarios con resplandores rojos, amarillos, azules, las armas cuelgan de sus espaldas como lanzas de guerra y el movimiento crea un aterrador efecto de verbena diabólica.

El movimiento insurreccional dura hasta el 12 de diciembre. El primer día tienen lugar pequeñas pero sangrientas peleas callejeras con la fuerza pública, huyen los guardias de asalto y los confederales quedan dueños de Hospitalet. Hay gente que tiene miedo y se recluye en sus casas, aunque la mayoría trata de hacer su vida normal. Los tranvías dejan de circular, cierran las fábricas y casi todos los comercios y, de la noche a la mañana, desaparecen chaquetas y corbatas. Quico y su amiga patrullan incesantemente por las calles, hacen guardia en las esquinas para tratar de impedir que los francotiradores disparen desde las azoteas; con el arma cargada al hombro se sienten poderosos como dioses que disponen de la vida y de la muerte; de un puntapié, con un golpe de su Thompson abren las tiendas cerradas a culatazos y reparten la comida entre los suyos y las familias más desvalidas de La Torrassa. No se cobra en ningún sitio, ni siquiera en los bares, los camareros están también en la calle y todo el mundo se sirve libremente. Contra cualquier pared, en cualquier momento, dejando las armas en el suelo y abriéndose la ropa a manotazos, Quico y su compañera hacen el amor de una forma violenta, jadeante, urgente, rápida.

Pronto se acaban los víveres, la basura se amontona en las calles y empieza a reinar el desconcierto. Se dan órdenes contradictorias, no hay consignas, los mismos confederales dudan de que puedan continuar cuando les llega la noticia de que la represión se ceba en Zaragoza y La Rioja, los otros focos revolucionarios. Lo que todos temen al fin se cumple:

—¡Macià envía el Ejército!

Es la última decisión que tomará el presidente de la Generalitat, ya que morirá de un ataque de apendicitis doce días después. Quico va de reunión en reunión, discuten, proponen, nadie sabe qué hacer. Faltan armas, como siempre faltan armas, de cada veinte anarcosindicalistas sólo uno está armado. De pronto se da cuenta de que hace horas que ha perdido a su compañera y la busca con desesperación por todos los rincones del pueblo. Finalmente entra en el Coro. Va a preguntar:

—¿Has visto a…?

Cuando su hermano se la señala, está al fondo del local. Sentada sobre una mesa, rodea con las piernas la cintura de un compañero al que Quico no conoce, bebe de un porrón de vino blanco y su garganta, cruzada con líneas horizontales de hollín, se estremece al paso del líquido. Él va, como Quico y como todos, con la camisa abierta y el pañuelo rojinegro al cuello, la cara tiznada también de humo y pólvora. Alguien entra gritando:

—Mitin en el sindicato.

Salen todos, atropellándose. La chica pasa por su lado, lleva un mono azul de trabajo y la gorra miliciana. Le da a Quico un golpe en el hombro, amistoso, cordial, que casi lo tira al suelo. Sonríe y sus dientes blanquísimos brillan en su cara negra.

—Salud y dinamita, Sabaté.

Levanta el puño, segura de sí misma, tan libre que a Quico le hace daño. El mismo día se despide de la muchacha y de la revolución.

Sí, ahora lo recuerda. Griselda, se llamaba Griselda.

Torpe, confuso, roto por el cansancio, Quico va a su casa, hunde la cabeza en la almohada y, sin darse cuenta, cae dormido. Su madre lo sacude:

—Quico, despierta, vienen los guardias, están en la calle de la Iglesia, registran todas las casas.

Se despierta de golpe. En un hueco de la pared que sólo él y Pepe conocen, guardan diez fusiles y la munición correspondiente. Si los encuentran, toda la familia irá a la cárcel. Por la puerta entra su padre corriendo:

—¡Hijo, hijo, ya están aquí, huye, vete, vete!

Las armas.

—¡Padre, hay armas!

El padre no tiene tiempo de protestar, se oyen puertas que golpean, los gritos de la gente, disparos aislados, la sirena de una ambulancia. Después se enfadará, reñirá, pero ahora:

—¿Dónde están? Rápido. ¡Dímelo!

Quico retira la cama, quita unos ladrillos y queda a la vista el pequeño arsenal. La madre, sin que nadie le diga una palabra, trae un saco y entre los tres meten dentro los fusiles. Quico está a punto de cargárselo a la espalda, cuando el padre lo detiene:

—¿Estás loco? A ti te detendrían. Ya lo llevaré yo.

Su hijo trata de impedirlo, pero con gesto ágil, Manuel Sabaté se carga el saco a la espalda, se encasqueta la gorra de guardia urbano y le da un empujón a Quico para que huya mezclado entre el gentío que en aquel momento llena la calle Xipreret. Mientras la madre tapa el escondite de nuevo, el padre sale de la casa, pero los guardias de asalto están ya en la puerta. Se lleva la mano a la visera y les sonríe:

—¿Qué, mucha faena, no?

El oficial que está al mando repara en su uniforme de urbano, pero da la orden de entrar de todas formas:

—Tenemos que registrar, supongo que lo entiendes.

Manuel Sabaté hace un gesto amplio con la mano como invitándolos; su mujer está ahora frente al fogón haciendo la escudella de cada día, y los niños se agarran a su falda. Juan, el pequeño, está royendo un hueso de pollo y mira a los guardias con sus dulces ojos de retrasadito.

—Claro que sí, cumplid con vuestra obligación. Yo me voy al ayuntamiento, que tengo trabajo.

Con una sangre fría impresionante, el hombre, que se juega su trabajo y el pan de su familia, la cárcel y, quién sabe, quizás hasta la vida, atraviesa el cordón de guardias de asalto y empieza a subir por la Rambla, que está rodeada a su vez de guardias civiles con el arma reglamentaria desenfundada y lista para disparar. Camina lentamente, cualquiera puede detenerle y ordenarle que muestre el contenido del saco. Llega hasta la vía del tren y sólo se desprende de su carga en un pequeño túnel, donde arroja las armas.

Nunca hablará de aquel episodio con nadie. Pedra explica la anécdota y reflexiona: «Cuando nos enteramos comprendimos de quién había heredado Quico su entereza y su valor». Víctor Alba, que conoció esos hechos mientras se preparaba este libro, resume así aquella época y aquellos hombres: «Era un tiempo de gigantes».

Para doblegar a Hospitalet se han necesitado 1050 guardias civiles, 200 guardias de asalto y 200 guardias más de otras unidades. Se realizaron más de cien detenciones. ¿Cuántos muertos hubo durante esos cuatro días? Sabemos, por lo menos, el nombre de uno de ellos, un modesto funcionario municipal que estaba cumpliendo el turno de noche, llamado José María Tarín García. Su hijo —que achaca su muerte a «los pistoleros de la FAI»—, Manuel Tarín Iglesias, más tarde periodista y director de El Noticiero Universal, tuvo que identificar su cadáver en el depósito judicial de Hospitalet el mismo día que cumplía catorce años: «¡Dios, qué visión! Había varias mesas como de grafito, como las que solían usar las pescaderías, con no sé cuántos cadáveres completamente desnudos. Hacía frío. Busqué a mi padre. También estaba totalmente desnudo, estrenados sus cuarenta y tres años, abiertos los ojos, prietos los labios en actitud tranquila, apacible, serena, como era él. El torso atravesado por dos orificios, uno mismo debajo del corazón… ¡son tan pocos cuarenta y tres años!». Al futuro periodista, que pasará la guerra en los fosos de Montjuïc condenado a muerte, le entregan los objetos que portaba su padre aquel día: su carnet del Partido Republicano Radical, una hoja de calendario, décimos de lotería por valor de seis pesetas… Un reloj de bolsillo marca Kienele, parado a las tres treinta y seis, y con el cristal roto en tres pedazos. «Ése era todo el capital de mi familia».

Tarín explica: «Mis padres me habían contado que la monarquía era una casa de zorras, y ahora veía que la República era una mafia de asesinos». Y confiesa que estas razones lo decidieron, poco después, a afiliarse a un partido nuevo, que no era ni monárquico ni republicano, Falange Española.

Como hicieron muchos. José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, había fundado Falange Española junto a Julio Ruiz de Alda y Alfonso García Valdecasas en un acto en el Teatro de la Comedia de Madrid el 29 de octubre de 1933. El nuevo partido se define como antiliberal, antimarxista, nacionalista y totalitario. Y los anarquistas, los comunistas, los hombres de la izquierda en general, incorporarán una nueva palabra a su desesperado vocabulario de batalla: fascista.

A Macià lo sucede Lluís Companys, aquel Pajarito que defendía a los confederales en los años veinte. Lerroux manda en el Gobierno central. Una vez más, la represión es implacable: miles de libertarios son condenados a presidio. Los trabajadores, decepcionados, van a la lucha; se suceden las huelgas, los levantamientos campesinos… Es la «gimnasia revolucionaria». En toda España, a cada acción de los confederales, responde el Gobierno con cargas policiales por parte de los Mossos d’Esquadra, los escamots, la Guardia Civil o el Ejército, en una espiral de violencia que no permite ni un respiro.

Las cárceles están llenas de anarquistas y, como medida de presión para lograr su libertad, los trabajadores de Zaragoza se declaran en huelga indefinida y revolucionaria. Después de treinta y cuatro días se mueren literalmente de hambre; como en todas las guerras, los que más sufren son los niños. Una oleada de fraternidad confederal se desata entre los compañeros de Cataluña que deciden compartir con estos niños sus modestos haberes. Unas 15 000 familias se inscriben para albergar en sus casas a los hijos de los huelguistas de Zaragoza.

Alquilan autocares y taxis para traer a los niños a Barcelona. La caravana humanitaria es detenida en todos los pueblos por los que pasa, la gente quiere abrazarlos y obsequiarlos. El periódico Solidaridad Obrera ha organizado la campaña de acogida; en su sede de Barcelona, en la calle Consejo de Ciento, una multitud emocionada e impaciente espera la llegada de la caravana. Entre las familias que alojarán a los niños de Zaragoza se encuentra la del director del diario, Manuel Villar. Llevan muñecas de cartón, ropa de abrigo, libros, regalos para que los niños se sientan a gusto. Sin ninguna razón, los guardias de asalto cargan contra ellos con una crueldad inaudita; la gente huye, y queda el suelo sembrado de juguetes, junto a un cadáver: el del metalúrgico Salvador Anglada Masferrer. Al mismo tiempo, la Guardia Civil detiene el convoy de los niños, que llegan a Barcelona de madrugada, asustados y llorando; después son encerrados en un hospicio.

Para protestar por estos hechos, la sección catalana de la CNT decide realizar una huelga de 24 horas; la convocatoria se hace mediante documento público. Quico Sabaté tiene que ir a recoger este manifiesto a la avenida del Paralelo, a La Tranquilidad, y lo debe llevar a las distintas delegaciones sindicales para que sea copiado y distribuido. Pero la policía se entera (Ilia Ehrenburg se asombra en sus memorias de la Guerra Civil de lo que cuesta guardar un secreto en España: «Los barberos te explican mientras te afeitan los secretos militares más comprometidos…») y lo detiene, a él y a un grupo de compañeros.

Sabaté pasará un día en la comisaría de Pueblo Seco, un día en el Palacio de Justicia, donde se le tomará declaración, y dos noches en la cárcel Modelo.

La policía solía aplicar entonces una tortura para conseguir delaciones, el «trimotor», que consistía en pasar una cuerda por las manos atadas del preso y colgarlo de una polea sujeta al techo, con el consiguiente crujir de tendones y desarticulación de omoplatos. A la víctima se le separaban las piernas y se le daban repetidos golpes en los testículos hasta reventárselos. Sabaté ve cómo llegan hombres deshechos a la Modelo después de aplicárseles este suplicio, aunque él personalmente no sufre malos tratos, y le impresiona su entereza. «No solamente no cantaban, sino que daban datos falsos que confundían a la policía», comentará luego a sus compañeros más jóvenes en el monte, en las largas noches de guardia y de espera.

Cuando regresa a su casa, su padre comprende que son estériles las discusiones y las advertencias, intuye que el destino de sus hijos, Pepe y Quico, está trazado y que nada puede hacer ya para cambiarlo, y con resignada conformidad trata de sacar adelante a lo que queda de su familia: su propio hermano, Jaume, ha ido también a vivir con ellos, y hay tres niños en la casa; el más pequeño, Juan, requerirá siempre cuidados especiales. Quico nunca más volverá a ver en el rostro quebrantado de su madre aquella leve sonrisa que no abandonaba ni aun en sueños, y esta pérdida, tan nimia, quizás sea la más dolorosa.

La casa se le queda pequeña. Su calle se le queda pequeña, el pueblo le oprime. Quico Sabaté no sabe vivir en reposo, nunca más se acomodará a los horarios, a la disciplina de la vida de familia. Además su pueblo ha cambiado, es ya una ciudad, con calles empedradas que van cubriendo las huertas y edificios altos y sofocantes que apenas dejan ver un trozo de cielo. Habla con Casajuana:

—No sé qué me pasa, que me ahogo.

Va solo al Faro, en la playa del Prat; aunque haga frío, Quico se mete en el agua y nada hasta que se queda sin aliento, o se tumba sobre la arena. Por las tardes vaga por la Marina; los campos de cultivo, perfectamente ordenados, y el silencio pesado y cenagoso ponen paz en su espíritu rebelde y atormentado. A veces coge la tierra, roja y rica, y hunde su cara en ella; el olor a humedad y a herrumbre le refresca los sentidos.

Se acerca al bar Tupinet para ver a Casajuana, Antonio Díaz, Ángel Rodríguez, los Serón. Un día un camarero nuevo les recomienda:

—No se os ocurra pedir cerveza Damm, están en huelga y hacemos un boicot solidario.

Quico levanta la vista y ve con asombro que, con camisa blanca, pajarita y un paño colgando del brazo, aquel camarero es Juan García Oliver.

—Coño, ¿qué haces aquí?

—Pues trabajando, como todos, ¿o es que te crees que soy un señorito falangista?

A veces Sabaté ve a Durruti con su hija Colette dormida en brazos. Espera a su compañera, Mimí, que termina de trabajar de madrugada (es acomodadora de cine), y cuando llega se van los tres a Sants, donde viven; Quico los envidia secretamente.

La gitana Carmelita sigue bailando encima de las mesas. Un día, Puig, que trabaja en un puesto de libros de lance en el mercado de Santa Madrona, les lleva un poemario de Salvat-Papasseit, «un luchador libertario, como nosotros».

Res no és mesquí

ni cap hora és isarda

ni és fosca la ventura de la nit.

Carmelita quiere que se lo recite y va con él a la Marina, pero de pronto coge el libro y lo tira a la riera:

—Es muy triste, y encima en catalanufo.

Hacen el amor a campo raso. El cuerpo pequeño de Carmelita, nervioso, delgado, se retuerce en los brazos de Quico como el de una lagartija.

Sabaté entra en quintas y le llega la orden de incorporarse a su regimiento, en el recién inaugurado cuartel de Pedralbes. Hace tiempo que ha decidido desertar, y ésta es la excusa perfecta para abandonar definitivamente su casa y su familia. Un payés que lo ve merodeando por los campos le propone que cuide su rebaño de vacas y le deja una cuadra para alojarse. Quico acepta y trata de arreglarla, tapa los huecos con papel de periódico y engancha en la pared fotos de Bakunin, Kropotkin y Tolstoi. De día lleva las vacas al campo, y con un libro de gramática aplicada y un cuaderno trata de mejorar su ortografía. En esos días, intenta hacerse vegetariano.

Carmelita va muchas noches a verlo y se queda a dormir. Antes le da la vuelta a las fotos:

—Es que los barbudos me miran malamente.

Le gusta adornarse con flores y ensayar danzas nuevas y, mientras, le va contando sus ilusiones de chica pobre. Una noche fue a verla al Tupinet un hombre que le dijo que era empresario, y le aseguró que volvería a buscarla para que actuara en su compañía.

—¿Cómo estoy mejor, de virgencita o asina?

Se pone la manta de la cama como si fuera un velo, o sobre la cabeza, o en torno a sus breves caderas, mueve los brazos, chasquea los dedos… Quico la mira en silencio.

—Pero qué desaborío eres, mi arma.

Sabaté le gusta porque la trata bien, porque es fuerte, porque cuando camina por Hospitalet las madres hacen entrar corriendo a sus hijas en casa, mientras los niños tratan de imitarlo: «¡Pum, pum, soy el Quico!».

—Pero a veces me das miedo.

Él mismo, a veces, también se da miedo. Se queda estirado por las noches mirando las estrellas, cruzan los aviones que entran y salen del aeropuerto por encima de él y recuerda sus ingenuas conversaciones con Rogent; a su lado zumba y zumba Carmelita con su parloteo incesante, y, aburrido, Quico termina por dormirse.

Liderada por los socialistas, estalla la sublevación de Asturias que pasará a la historia como la otra revolución de octubre —¡a cuántas niñas, hijas de comunistas, se les puso entonces el nombre de Octubrina!—. Companys aprovecha para levantarse contra el Gobierno central de Madrid y proclamar el Estado Catalán, dentro de la Federación de Repúblicas Ibéricas. Los anarcosindicalistas, que han sufrido en carne propia la represión de Pajarito, no mueven un dedo para secundarle, y el presidente rinde la Generalitat a las tropas de Madrid al mando del general Batet. Companys es detenido y encarcelado, se suspende la Generalitat y los escamots y Mossos d’Esquadra, su única fuerza leal, se arrancan los uniformes por la calle mientras huyen y arrojan sus armas a las alcantarillas para no ser reconocidos. Los Novatos las recogen; Quico oculta en la cuadra, debajo de la paja, un verdadero arsenal: cincuenta Winchester limpias, relucientes, recién engrasadas.

Con una de ellas, en solitario, decide realizar un atraco en el Banco Central de Gavá. Lo reconocen perfectamente, enseguida, y, aun antes de que pronuncie una palabra, de que amenace con su arma, le tienden temblando una bolsa cargada de dinero, que irá a parar, íntegro, a los familiares de los presos.

—¿Y no temes que te denuncien?

Sabaté se encoge de hombros con desprecio. Sabe que la mayoría de empleados, pese a ir vestidos como burgueses, llevan en la cartera el carnet de la CNT.

Su hermano va a buscarlo:

—Vamos al cine, a ver M, una de terror, alemana.

—¿Alemana como Hitler? Ni pensarlo.

—Hermano, estás como una regadera.

Y luego Pepe le comenta a su mujer:

—Es que este tío es la caraba, no sé si lo que necesita es una mujer o una guerra.

Otra día es la propia Popeye la que lo arrastra:

—Has de venir al Coro, la Murciana da una charla. Pero antes báñate, que apestas a establo.

Quico la conoce, a la Murciana. Dolores Peñalvar. La compañera de Francesc Pedra, que la rememora con una voz que se ha vuelto repentinamente joven: «Era una gran luchadora. Había ido a un mitin de Federica Montseny en Gracia y había aprendido higiene y normas para no quedarse embarazada. Aunque era analfabeta, se hacía leer manuales de medicina y luego daba conferencias en el Coro».

Al finalizar, como siempre, hay un coloquio en el que todos hablan a gritos. Hoy de lo que se trata es de decidir si, después de las próximas elecciones, en el caso de que ganen las derechas, debe salirse a luchar directamente desde los ateneos libertarios o desde las centrales sindicales.

—Mejor desde el sindicato, porque en los ateneos hay mujeres.

Se oye una voz serena y cálida que surge del fondo del local:

—Compañero; las mujeres también sabemos luchar y hasta morir si es preciso.

Quico se levanta de un salto para ver de quién es esa voz que le subyuga. Ve un rostro enérgico y sensual a la vez, una muchacha alta, de formas rotundas y expresión seria. Le pregunta a su cuñada:

—¿Quién es aquélla?

La Popeye mira a su vez y le contesta:

—Pero si ya la conoces, cuñado, es la hermana de Pepe Castells. Se llama Leonor.

Lo mira riéndose y le da un golpe:

—¿Qué te dije? Menos mal que te has bañado.

No hace falta tampoco hablar de amor. No piensan casarse. Leonor se lo dice con su voz reposada:

—Un contrato matrimonial es como un contrato de compraventa.

Leonor Castells Martí estará unida a él toda la vida, y afrontará padecimientos y dificultades, pobreza y persecución sin renegar ni un momento de sus ideales: la utopía libertaria y la lealtad, más allá incluso del amor, a su compañero.

Tampoco pueden hacer planes de futuro; todos saben que habrá guerra. Las elecciones se celebran el 16 de febrero de 1936 y se presentan las fuerzas de izquierda unidas en el Frente Popular. La CNT deja libertad de voto, tiene 30 000 hombres en la cárcel y sólo saldrán libres si vence el Frente Popular, pero tiene muy claro que el enfrentamiento, gane quien gane, es inevitable. Si triunfan las izquierdas, se levantará la derecha; por el contrario, si la que gana es la derecha, serán las izquierdas las que se rebelarán. Es lo que les dice Durruti en el Tupinet: «Hay que votar y, luego, sin saber quién ha ganado, hay que ir a casa a por la pistola».

Gana el Frente Popular, se abren las cárceles, se recupera la Generalitat, pero no hay tiempo para el alborozo. Quico y Leonor van a un mitin en el teatro Olimpia, corren rumores de que va a haber una militarada y que Marruecos será el epicentro de la conjura. Se lee un comunicado que todos escuchan con el ánimo estremecido: «Nosotros no defendemos la República, pero combatiremos sin tregua al fascismo y derrotaremos a los verdugos históricos del proletariado español. ¡Ojo avizor, camaradas! ¡En pie de guerra, compañeros, contra la conjura monárquica y fascista!». Esta vez no hay cantos, ni gritos. Sabaté y su mujer salen con la sensación de catástrofe bailándoles en el estómago.

En apenas cuatro meses tienen lugar 212 huelgas totales y 228 parciales, en choques con la fuerza pública se registran 1287 heridos y 269 muertos. Hay 213 atentados de uno y otro signo.

Quico y Leonor alquilan una casa y la amueblan provisionalmente. Todo, en aquella primavera del 36, tiene un aire provisional. Muchos años después, Leonor le escribirá a Antonio Téllez una carta sencilla y conmovedora: «Me acuerdo como si fuera ahora. Después de muchos días de reuniones, sin dormir y casi sin comer, un día por la madrugada los compañeros lo vinieron a buscar a nuestra casita que ya nos habíamos organizado con esfuerzo y amor. Francisco, activo y valeroso, se fue de mi lado casi podría decir que para siempre… La revolución estaba en marcha; Francisco me abrazó, yo le estreché entre mis brazos y se marchó».

Dieciocho de julio. España es una rosa de fuego.