Han vuelto, por fin; algo bueno ha traído la República: el regreso de los anarquistas exiliados. Buenaventura Durruti es alto, corpulento, ruidoso, primitivo, pero con una mirada inesperadamente candorosa. A su lado, Ascaso es casi elegante, pequeño y delgado, lleno de energía como una bomba a punto de explotar. Juan García Oliver, que no estaba en Bruselas, como los otros, sino preso en la Modelo de Barcelona, es, de los tres, el mejor orador; habla con apasionamiento, la multitud está pendiente de sus palabras:
—Ni un momento de respiro, ésta no es nuestra República, debemos golpear donde más duela y hacerles sentir nuestra fuerza, ¡la de todos los hermanos confederales!
Quico absorbe sus palabras no solamente con el oído, sino con todos los poros de su piel. Ve por primera vez a los que llaman los Tres Mosqueteros, los tres líderes de la CNT, en su primer mitin legal. Están en el palacio de Bellas Artes, rodeados de los presos anarquistas, pálidos y desmejorados, que acaban de salir de la cárcel gracias a la amnistía decretada por el Gobierno de la República.
—¿Vamos a confiar en Alcalá Zamora o en el presidente de la Generalitat, Macià, que nos han odiado siempre, o en el Cametes, que ha corrido tanto que a estas alturas ya debe de estar en… la estratosfera?
Todos los compañeros ríen, Quico con ellos. No puede apartar la vista de aquellos tres hombres, ¡Los Solidarios!; nadie ha doblegado a estos hombres incorruptibles que han respondido con violencia a la violencia. Quico sabe que Durruti y Ascaso llevan muchos años, dentro y fuera del país, luchando por la causa anarcosindicalista, una lucha en la que, directa o indirectamente, se han llevado muchas vidas por delante. Pero Quico no sabe que, asimismo, también estos hombres tienen concertada su cita ineludible con la muerte hacia los primeros días de la Guerra Civil. Sólo sobrevivirá García Oliver, que morirá en Guadalajara (México), en 1980, a los 87 años de edad. Oliver dejó un libro ,El eco de los pasos ,un ajuste de cuentas lleno de rencor hacia sus antiguos compañeros.
Los miles, decenas de miles de confederales que llenan el palacio de Bellas Artes y los jardines de Montjuïc salen en manifestación por las calles de Barcelona. Quico acude con sus amigos de Hospitalet, recorren la Gran Vía en dirección a lo que hoy es la plaza de San Jaime, entonces plaza de la República. Por primera vez, sobre los manifestantes vuelan las banderas con los colores rojo y negro en escuadra que se convertirán en enseña del anarcosindicalismo. El número de participantes en la manifestación va aumentando a medida que llegan los tranvías abarrotados de camaradas sudorosos y vocingleros; las bocas del metro escupen compañeros de Pueblonuevo, Gracia y El Clot. Millares y millares de libertarios invaden aceras y calzadas, los Sabaté van en las primeras filas, bajan por las Ramblas, entran por la calle de Fernando y, de pronto, un grito:
—¡Cuidado, compañeros!
Suenan varios disparos seguidos de una ráfaga de ametralladora; las balas pasan silbando por encima de Quico, que se tira al suelo; sus amigos, después de unos instantes de desconcierto e incredulidad, se agolpan en los portales o intentan refugiarse detrás del tronco de un árbol. La Guardia Civil, por orden de la Generalitat, ha abierto fuego contra la primera manifestación proletaria de Barcelona. Una fracción de soldados del Ejército, formados también, están listos para disparar. Desde donde está, Quico puede ver la cabeza de la manifestación; en las manifestaciones anarquistas los líderes siempre han de ir delante. Durruti no se ha inmutado, no ha corrido, no ha intentado protegerse, continúa caminando con García Oliver y Ascaso hasta que llega frente a las armas de los soldados del Ejército. Los cañones de los fusiles le rozan el pecho.
—¿Vais a disparar contra nosotros, hermanos? Sois trabajadores también, ¿vais a matarnos, compañeros?
Los fusiles tiemblan en manos de aquellos muchachos, algunos quizás tienen su carnet de la CNT en el bolsillo. Siguen apuntando a la multitud tanto ellos como los guardias civiles. Un comandante de la Guardia Civil, haciendo oídos sordos a las palabras de Durruti, da la orden reglamentaria:
—Regimiento, preparados.
Se oye el ruido de los cerrojos. Quico, con la mejilla pegada al suelo, ve a los tres confederales que no retroceden ni un centímetro, la figura corpulenta de Durruti con la camisa abierta sobre el pecho desnudo, García Oliver con cazadora, Ascaso con americana y corbata.
—… Apunten.
Quico quiere correr, pero sigue allí, fascinado por el espectáculo. De pronto tiene lugar uno de aquellos momentos que no se olvidan nunca. En el aire perfectamente inmóvil de este Primero de Mayo, como en un ballet silencioso, los fusiles de los soldados se desvían lentamente de su objetivo, la cabeza de la manifestación, y giran cuarenta y cinco grados para apuntar todos a una, sin que nadie dé la orden, a los guardias civiles. Durante unos instantes que se hacen eternos, la Guardia Civil, el cuerpo más profesionalizado del país, encañona a la manifestación, y los soldados de reemplazo, jóvenes e inexpertos, pero con fría determinación, les apuntan a su vez a ellos. Quico aplasta la cabeza de tal manera hacia el suelo que, cuando la levanta, su hermano cree que le han herido. Tiene el rostro ensangrentado.
Lentamente, los guardias civiles bajan sus armas, un segundo después lo hacen los soldados y la plaza entera exhala un suspiro de alivio. Con sencillez, sin aspavientos, Durruti, Ascaso y García Oliver dan media vuelta y se introducen entre las filas confederales. Los compañeros les estrechan las manos, les dan sobrios golpes en la espalda.
—Cuñado, qué cerca hemos estado —le dice la Popeye en La Tranquilidad, un bar del Paralelo donde se reúnen los confederales, mientras le cura la mejilla con un pañuelo y alcohol que le ha dado Martí, el propietario. Quico la aparta con brusquedad, no sabe si avergonzado por haberse herido de esta forma tan absurda o porque en estos momentos, con todos sus sentidos alerta, unas manos de mujer sobre su rostro le levantan en el cuerpo un ejército de pasiones que no puede dominar. Sólo tiene 17 años.
Sus amigos le rodean sombríos y desanimados; Quico, instintivamente, se da cuenta de que necesitan una palabra de aliento, y él, que hasta ahora siempre ha escuchado, empieza a hablar y a tomar la iniciativa:
—Ya lo veis, compañeros, las cosas no han cambiado. Tenemos que organizamos, la República nos ha traicionado.
—¿Y qué esperabas? —gruñe su hermano Pepe.
—Solos, cada uno por nuestro lado, no conseguiremos nada, lo que podemos hacer individualmente son picadas de mosquito. A ver, ¿cuántos somos?
Se cuentan a ellos mismos, siete, nueve.
—Suficientes para formar nuestro propio grupo de acción. Mañana lo apuntamos en la FAI.
Brindan con sus cafés. Acaban de nacer Los Novatos.
Lo primero de todo, las armas, para que no vuelva a pasar lo mismo que cuando la sublevación de Jaca. Y, enseguida, aprender a disparar. Por medio de un compañero del sindicato, metalúrgico, consiguen un botín precioso. En vez de las Winchester que suelen llevar la mayoría de confederales, con gran potencia de fuego, pero sin repetición y muy peligrosas de manejo —una de ellas, disparada accidentalmente, herirá de muerte a Durruti en el frente de Madrid—, les consigue pistolas Walter 9 milímetros y metralletas Thompson desmontables.
—Joder, si son como los que usa Paul Muni en Scarface —comentan Los Novatos con admiración.
Este fusil ametrallador ligero y preciso, que desmontado mide apenas cuarenta centímetros, será para siempre el arma favorita de Quico, hasta tal punto que hoy, a la manera de un trofeo sangriento —Sabaté murió desangrado abrazado a él—, está expuesto en el museo de la Guardia Civil de Madrid, junto a sus gemelos y el reclamo que imita el gorjeo de las codornices y que Quico utilizaba para comunicarse con sus hombres.
Comas, que ha luchado en la guerra de Marruecos, les enseña todo lo que hay que saber sobre pistolas y ametralladoras, el ángulo de tiro y, sobre todo, la puntería. Los primeros días van a la playa de El Prat a hacer prácticas, pero allí juegan los niños de la Escuela Moderna con Xena y Armonía, y Los Novatos cambian su lugar de entrenamiento y se trasladan a la fuente del Oso, en las montañas limítrofes con Esplugas de Llobregat, donde alguna vez los sorprenden los guardias de asalto que hacen también instrucción por la zona. El objetivo son latas de conservas, dianas hechas con cartones, piñas y hasta un espantapájaros vestido de mujer que traen de un campo vecino. La Popeye, que tiene buen humor, se ríe cuando lo ve:
—Anda, si se parece a mí.
Poco a poco, a los amigos de toda la vida se van añadiendo los «murcianos» de La Torrassa, los hermanos Serón, que acaban de llegar de Albalate del Obispo, en Teruel (Ramón Serón será el primer detenido del grupo; en el año 34 pasa una temporada en la cárcel, luego lucha en el frente de Aragón y muere en París cincuenta años después sin haber vuelto a ver a ningún «novato»), los cinco hermanos Cano, los Hernández Ródenas. Todos militan en el sindicato a pesar de que trabajan doce horas diarias o más, porque Miquel Xartó, por ejemplo, está durante el día en la Cosme Toda, por la noche ayuda al barbero y los domingos, junto a su madre, rifa gallinas y conejos por las calles del pueblo.
Se van al campo a entrenar o a leer debajo de un pino a Rousseau, Bakunin… o a Malatesta: «No es violento el que se defiende, sino el que obliga a los otros a tenerse que defender; el asesino es el que pone a los otros en la terrible necesidad de matar o morir». Xena les enseña una tabla de gimnasia para desarrollar y endurecer los músculos, y Puig, que ha sido boxeador aficionado y no se pierde ni una velada en el Price, sobre todo si interviene el hospitalense Ortega, campeón de España de peso mosca, les hace pelear los unos con los otros hasta que caen derrengados al suelo. Quico, que tiene la fuerza de un toro, los levanta a puntapiés y los obliga a recorrer a paso ligero los cinco kilómetros que los separan de casa.
Los tiempos son duros. Se desborda el río Llobregat y destruye casas y fábricas, familias enteras se quedan sin vivienda y sin trabajo. Quico va a La Torrassa a ver a sus amigos, los Serón, y se queda horrorizado cuando advierte las condiciones en las que viven. Chabolas insalubres con olor a miseria en medio de los barrizales, mujeres de rostros terrosos y ojos hundidos, niños con tracoma, descalzos y de vientres abultados, y el hedor de la riera, y el zumbido incesante de moscas y mosquitos… La Torrassa se ha convertido en la cloaca de Barcelona.
La gente tiene hambre y roba en las huertas para poder comer. «Se acabó el silencio de la noche, se oían tiros, gritos y de pronto la claridad de un incendio», explica Francesc Pedra con la voz todavía trémula de angustia; los amos vigilan sus propiedades y disparan cuando ven algún sospechoso. El Gobierno de la República no lleva a cabo ningún cambio estructural, y el ministro de la Gobernación Miguel Maura utiliza para aplastar a las masas obreras la misma táctica que sus predecesores monárquicos: la represión.
«Donde ocurría una injusticia, allí estaba Quico, y así se fue haciendo un nombre», prosigue Pedra. Las compañeras de trabajo de la Popeye denuncian a su encargado, que ha violado a una niña de nueve años. Quico lo envía dos meses al hospital. El mismo mes realiza dos «expropiaciones», a un latifundista y al propietario de una fábrica de vidrio, y entrega el dinero a su amigo Serón para que lo reparta entre las familias más necesitadas de La Torrassa.
En esa época tiene lugar un suceso que nunca ha sido aclarado. El comité Llibertat pro Revolució Social envía una carta al teniente de alcalde del Hospitalet Salvador Gil y Gil en la que le exige 500 pesetas en billetes de 25, bajo amenaza de muerte. Según explica la prensa de la época, la entrega debía hacerse en el Camí de la Fonteta; Gil y Gil va con un amigo y dos guardias civiles que lo protegen, y en la oscuridad de la noche tiene lugar un tiroteo en el que resulta muerto el teniente de alcalde y uno de los guardias acaba gravemente herido. La acción parece obra de Los Novatos, aunque ellos nunca la reivindicaron y, a estas alturas, resulta ya imposible verificar los hechos, ya que ningún componente del grupo ha sobrevivido hasta hoy. De ser ellos los autores del secuestro, se trataría de la primera muerte provocada por Quico Sabaté.
Los domingos acuden, como casi todos los confederales de Barcelona, a escuchar a los Tres Mosqueteros en Montjuïc. Más que mítines son charlas en las que cada uno expone con total libertad sus ideas y proyectos. El pensamiento general es que la república burguesa ha fracasado y que ha llegado la hora de la revolución. Quico va sobre todo para empaparse de las palabras de Durruti, y un día en que lo busca con la mirada infructuosamente, Ascaso le informa con la expresión irónica que le es habitual:
—No lo busques, que no está. Ha ido con Pérez Combina y Arturo Parera a enseñarles a los mineros que con la dinamita se pueden hacer otras cosas que sacar carbón para que se enriquezcan los otros.
Es en La Tranquilidad, un domingo por la tarde, mientras la gente pasea por el Paralelo bajo el mortecino sol de diciembre y llegan, más fuertes que nunca, los olores del puerto, que Martí, el propietario, les susurra:
—Hay tomate en Fígols.
En la zona minera del Alto Llobregat y el Gardener, los mineros se levantan contra sus patronos y proclaman el comunismo libertario. Quico a duras penas puede contenerse, se va directamente a la sede del sindicato, un destartalado edificio en la calle Montcada. Pero allí no queda ningún camión y aunque esperan varias horas, Quico, Pepe, Sainz y Cano no encuentran otro medio de transporte que una moto con sidecar, una vieja Indian. A pocos kilómetros de Barcelona, la moto se avería y deben continuar a pie procurando evitar las patrullas de la Guardia Civil que vigilan la carretera. Cuando por fin llegan a Fígols, la insurrección se ha extendido a Berga, Cardona, Sallent, Balsareny, Puigreig, Gironella, San Vicente de Castellet y Súria, las minas de carbón, las de potasas y las colonias textiles proclaman el comunismo revolucionario.
Pero les llama la atención ver tan pocos mineros por las calles. El pueblo está lleno de compañeros de Barcelona y de Zaragoza, las mujeres del lugar están desbordadas, apenas tienen para comer ellas y sus familias y deben aprovisionar y alojar a los forasteros en sus pobres habitáculos, al mismo tiempo que intentan hacer de enlaces entre los diferentes grupos y transmitir información a cada nueva oleada de compañeros que llegan de fuera.
Pepe, que conoce a todo el mundo, se encuentra un compañero, Ramón Vila Capdevila.
—¡Jabalí, Jabalí!
Así llaman sus amigos a Ramón Vila; la prensa franquista le llamará Caraquemada debido a las señales que un rayo le dejó en la cara cuando era niño. Ramón Vila será realmente el último guerrillero que operará en España, ya que hasta el 7 de agosto de 1963 no fue abatido por la Guardia Civil, solitario e indomable como un jabalí, en una emboscada preparada en Castellnou de Bages, muy cerca de donde se lo encuentran ahora los Sabaté.
—Salud, Pepe y la compañía. Ya veis que aquí nos hemos decidido a hacer lo que vosotros no os habéis atrevido.
Están en el local de la CNT en Fígols, repleto, aquí sí, de mineros de rostros oscuros y ojos que brillan en el centro de los círculos más claros, como marcas, que han dejado las gafas protectoras, como si llevaran un antifaz hecho de piel humana. Discuten con pasión y vehemencia. «Mirad, ahí tenéis a Durruti con su escolta».
Buenaventura lo oye y le da un puñetazo amistoso en el hombro:
—Coño, Jabalí, no es mi escolta, son mis amigos, yo no soy ningún capitoste para llevar escolta. Salud, compañeros, y viva la anarquía.
Quico y sus amigos se sienten desplazados con sus chaquetas livianas de ciudad, sus monos azules y sus alpargatas rotas después de haber caminado a campo traviesa. Los mineros, aunque tienen los rostros cansados, están perfectamente preparados para un enfrentamiento, todos llevan armas; sobre un mapa que han desplegado encima de una mesa discuten con Durruti y señalan las posibles zonas de ataque y defensa, y, un poco más allá, unas cuantas chicas jóvenes con gestos aprendidos de sus madres para amasar pan, hacen bolas con una pasta blanda que huele a almendras en la que insertan una especie de lápiz con la punta rota. Jabalí les explica:
—Son bombas explosivas destinadas a hacer descarrilar los trenes. Es un material nuevo que se llama plastic y que han traído unos compañeros franceses.
—¿También han venido camaradas de Francia?
Jabalí contesta con sorna:
—Y belgas e italianos, por no hablar de los andaluces y aragoneses. ¿Cuántos confederales hay en Barcelona?
—No sé, ¿quinientos mil, un millón?
—Pues también han venido. Todos.
Se miran Los Novatos con sonrisa de conejo. Ramón Vila, implacable, prosigue:
—Perdonad, compañeros, os agradecemos vuestro apoyo, pero no teníais que haber venido, aquí nos molestáis más que ayudarnos.
Quico se adelanta:
—Pero os van a enviar al Ejército, nos necesitáis.
—Vosotros no conocéis la zona, no sabéis moveros, no tenéis medios de transporte, en nuestros camiones ocuparéis la plaza de uno de los nuestros. Y no tenemos sitio para que durmáis, ni comida para vosotros…
—Pero ¿no habéis colectivizado los alimentos?
—¡Pero si no hay alimentos para repartir! Nuestras mujeres tienen que ir al campo a coger nabos y hierbas para que coman nuestros hijos, ya hemos matado a todos nuestros animales… ¡Lo siento, compañeros! Necesitamos apoyo, pero en Barcelona, que allá hagáis lo mismo que nosotros hemos hecho aquí. Marchad y explicad allá lo que habéis visto.
Lo que han visto… Llueve continuamente, las barracas oscuras de los mineros se confunden con la tierra negra. Las mujeres y los niños les miran tímidamente desde las puertas de las casas, y Quico se dice que todos los niños con hambre se parecen.
Es imposible encontrar un camión que los lleve a Barcelona, van caminando en silencio hasta Manresa; Quico tiene la sensación de que las revoluciones siempre suceden al margen de él. Deben identificarse en una barricada construida con adoquines frente a la estación y cogen un tren triste y húmedo que los deja en Barcelona, en la terminal del Norte.
La insurrección, el comunismo libertario duró cinco días. Cinco días de anarquía… Como dirá más tarde Federica Montseny, «no duró más que la vida de una flor».
Por orden del presidente de la República, Manuel Azaña, el Ejército entró a saco en la cuenca minera; Cardona fue el último reducto que cayó, el 22 de enero. Nunca se ha sabido cuántos mineros murieron en los enfrentamientos, centenares de ellos fueron ingresados en prisión. Jabalí fue a parar a la cárcel de Manresa, Durruti, Ascaso y García Oliver fueron deportados a Bata (Guinea Española ),Solidaridad Obrera fue prohibido, y la CNT, una vez más, tuvo que trabajar desde las catacumbas de la ilegalidad.
Cuando Quico intenta volver a su trabajo, su jefe se lo dice muy claro:
—Chico, a mí me parece muy bien que seas de los novatos o de las «navatas» y que quieras levantarte contra Dios, el rey o la madre que lo parió, pero yo necesito a alguien que esté por la faena y no todo el día pensando en la revolución.
A Quico no le asusta la labor, al contrario, trabajará toda su vida, como el resto de los militantes anarquistas. Durruti, que hasta la Guerra Civil ejerció su oficio de mecánico y ajustador, decía que «la universidad del obrero es la fábrica». García Oliver y Ascaso trabajaron, siempre que la cárcel o el exilio se lo permitió, de camareros. Los libertarios están orgullosos de no depender de nadie y de ganarse el pan con sus propias manos; de hecho, a diferencia de los comunistas, no existirá en las filas confederales la figura del revolucionario «liberado», que cobra del partido.
Sabaté se lo comenta a sus amigos:
—Si sabéis de algo para mí…
Así se entera con asombro de que los Cano y los Serón van a poner una tienda de artículos religiosos.
Quico se acerca por el local que han alquilado sus amigos y ve cómo pintan con delicadeza cabecitas de angelotes de color purpurina.
—Lo que tiene más salida ahora son las imágenes de Santa María Goretti, que murió antes de entregar su pureza.
—Ondiá, como en La Revista Blanca, sólo que allí no se iban al cielo, sino al sindicato de cabeza a hacerse militantes confederales.
—Si quieres te apuntas; es fácil, sólo hay que pintar la cara blanca y las mejillas de color rosa con este pincel de tres pelos. O si no…
—O si no qué…
Serón le guiña un ojo y se acerca a un rincón del local, donde hay una cesta cubierta por un pañuelo de hierbas y levanta una punta. El cesto, de aspecto inofensivo, está lleno de potes de metralla y botellas inflamables.
—Regalos para los patronos.
Quico prefiere los petardos, aunque no sean de plastic como las bombas de los compañeros franceses; trescientos artefactos como ésos estallarán ese año en las puertas de las fábricas. Los primeros explotan en Caralt Vda. Trías y Trinxet, cuyos trabajadores están en huelga. La empresa cierra y deja en la calle a 1200 familias.
La miseria recorre las calles de Hospitalet, a los ruidos nocturnos de disparos y gritos se unen los aullidos de los perros, que agonizan de hambre. Cada día se ejecutan decenas de desahucios. La situación se agrava día a día y se convocan nuevas elecciones para el 19 de noviembre de 1933. Durruti, que ya ha regresado de la deportación, habla en un mitin multitudinario en la plaza de toros Monumental de Barcelona. La consigna de los libertarios, que ya saben todo lo que pueden esperar de la República, es la abstención: «¡Frente a las urnas, revolución social!».
Esta vez, el día de elecciones, en las calles no se forman largas colas, ni se celebran los resultados en la plaza de ningún ayuntamiento. Quico y sus amigos ven sin ninguna sorpresa que ganan las derechas, Gil Robles y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA).
Con sombría determinación, los confederales se levantan en Aragón y La Rioja y, en Cataluña, únicamente en La Torrassa, y proclaman de nuevo el comunismo libertario.