Es diciembre, y en Jaca hace frío y cae una lluvia fina que hiela los huesos. Fermín Galán, un capitán lunático que odia visceralmente todo lo que huela a rey o a monarquía, toma una decisión aciaga: adelantarse tres días al compromiso de sublevación contraído por el Comité Revolucionario Nacional en el mitin de Madrid —dice temer que la nieve aísle Jaca del exterior—. Sale de su guarnición con dos columnas, unos mil hombres, y cincuenta camiones para ocupar Huesca. Cree, equivocadamente, que se le unirá el Ejército español en pleno. La marcha es lentísima, y llegan a Huesca empapados, ateridos, con síntomas de congelación. Pronto está claro que nadie les apoya, y los sublevados son recibidos ferozmente por las ametralladoras gubernamentales, se dispersan por el monte e intentan resistir utilizando tácticas de guerrilla. Los camiones con la munición huyen, y las tropas de Jaca son diezmadas y perseguidas como conejos. Sesenta sublevados caen para siempre. Galán, consciente de que su imprudencia los ha llevado al fracaso, da la orden de alto el fuego para evitar nuevas víctimas. Los supervivientes, mutilados, heridos, algunos agonizantes, se entregan en perfecta e impresionante formación. Galán, que hubiera podido huir a Francia tranquilamente cruzando la cercana frontera, marcha en el estribo de un camión hasta Biscarrués y, con esa forma de crecerse ante la derrota que tienen algunos seres humanos, se entrega al alcalde de este pueblecito. Sabe que, en estricta aplicación del código militar, sólo le espera la muerte.

Llueve también en Barcelona, el agua helada se mete por los cuellos de las cazadoras, empapa las gorras y los zapatos. Las nubes bajas mantienen el día en una perpetua opacidad; nadie piensa en ir al trabajo y, en la calle, hay grupos de personas que comentan y discuten a gritos. Uno agita un periódico por encima de su cabeza. La censura ha impuesto una férrea disciplina, no se publica nada y los rumores toman la calle.

Los confederales de Hospitalet, como seguramente los de España entera, no han dormido en toda la noche; están reunidos en los locales del Coro. Unos quieren salir a la calle, otros prefieren esperar y están los que piensan que ésta no es su guerra, que lo propio de los anarquistas es la revolución y no una república burguesa en la que están representados todos los partidos, incluso los de derechas.

Cada uno defiende a gritos su punto de vista. En el pequeño local lleno de humo se apretujan decenas de personas; Quico Sabaté, como todos, tiene los ojos enrojecidos de no dormir y la voz ronca, algunos compañeros han ido al sindicato de Tejedores de la calle San Cristo de Sants, otros a Barcelona, y unos cuantos tratan de ponerse en contacto telefónico con los camaradas de Madrid o con las redacciones de los periódicos. Cada vez que alguien entra en el local con noticias frescas, todos corren a rodearlo.

—Aunque Casares Quiroga no ha querido sumarse a la sublevación, lo han detenido en Jaca.

—También a Maura y a Alcalá Zamora.

—¡El Gobierno ha dictado orden de detención para todos los miembros del Comité Revolucionario!

¿Qué hacemos?, se preguntan con apremio. Ir a la huelga, por descontado, salir a la calle, tomar el cuartel de Atarazanas… La revolución, ¡la revolución! La sublevación se ha adelantado, pero ¿siguen en pie las consignas? La CNT es la fuerza más importante de Cataluña, es cierto que en un principio no se habían firmado los acuerdos del Comité Revolucionario, pero ¿vamos a seguir con los brazos cruzados? A Quico los pies se le van solos, y sus dedos se crispan sin quererlo en el gatillo de la pistola. ¿Qué hacen los confederales de Zaragoza? ¿Y los de Levante? En Alicante han detenido a Ángel Galarza y a Álvaro de Albornoz, del Partido Radical Socialista. Es una guerra de nervios que al final se resuelve en un grito:

—¡Armas! ¡Necesitamos armas!

—¡Armas!

Las pocas armas de que disponen han sido repartidas. Pequeños revólveres, escopetas de caza, pistolones. Quico lleva su Colt y su hermano le acaba de dar unas cincuenta balas. En un rincón del local hay una cesta con granadas de mano; son muy rudimentarias, los cascos los han fabricado obreros metalúrgicos y se han cargado con dinamita proporcionada por los canteros de Montjuïc. Pepe, empuñando un «naranjero», grita:

—¡No hay más armas, compañeros! Esperamos tenerlas pronto y las repartiremos en cuanto lleguen. ¡Esperad!

Hay murmullos de descontento y frustración. Ángel Rodríguez y los hermanos Manzanares, al frente de un grupo numeroso, levantan las manos al cielo y gritan con desespero:

—¡Con las manos vacías! ¡Nos enfrentaremos a ellos con las manos vacías!

Sigue lloviendo, y todos saben que las armas no van a llegar. Quico mira a su alrededor, adivina que en cada rincón del país, en cada local del sindicato, hay miles, cientos de miles de compañeros que, si tuvieran armas, podrían cambiar el curso de la historia. No sabe de dónde sale el grito, quizás ha sido él mismo el que ha gritado:

—¡En el aeródromo! ¡En el aeródromo hay armas!

Pepe le coge del brazo, y grita también:

—¡Sí, el capitán Díaz Sandino está al mando, vamos al aeródromo, compañeros!

Casi atropellándose los unos a los otros, salen a la calle. Grupos de personas con aire crispado se hacen eco de los últimos rumores.

—Han detenido a Galán.

—La sublevación ha fracasado en toda España.

—En Madrid…

—En Sevilla…

Nadie sabe lo que es cierto o falso. Todos miran al grupo de confederales que, empapados, mal pertrechados con unas pocas armas anticuadas en las manos, se dirigen hacia el aeropuerto de El Prat, a tan sólo dos kilómetros de Hospitalet.

—¡Viva Galán!

—¡Viva la Confederación!

Un hombre con gabardina y sombrero detiene a Quico cogiéndole por la manga de la chaqueta:

—Chico, que Galán ha sido detenido, no os comprometáis más, la sublevación ha sido aplastada en toda España.

—Déjeme en paz…

—Soy periodista, sé de lo que hablo, hazme caso, muchacho.

Quico se suelta bruscamente, no quiere saber nada, pero otros compañeros sí lo han oído, y ahora se dividen en dos grupos, los que quieren continuar hasta el aeródromo y los que piensan que, sin armas, solos y aislados del país, poco pueden conseguir.

Un grupo de unos cincuenta confederales, con los hermanos Sabaté al frente, decide continuar. Cuando llegan a El Prat, todo está a oscuras, sigue lloviendo y el pequeño edificio central los recibe compacto y hermético como una fortaleza inexpugnable. Desalentados, lo rodean y ven en las pistas cuatro aparatos y varios grupos de aviadores en uniforme que hablan con expresión preocupada. A la vista de aquellos desharrapados que no ocultan sus armas, todos se callan y los miran gravemente. Del grupo de los oficiales se separa uno que se aproxima a ellos; Quico ve sobre la manga de su casaca las insignias de capitán. En la oscuridad el capitán busca entre aquellos rostros expectantes e instintivamente se dirige al mayor de los Sabaté.

—Eres Pepe, ¿no?

—Salud, compañero.

Se adelanta el militar y le da un abrazo. Es el capitán Díaz Sandino, que más tarde, en la Guerra Civil, luchará en el bando republicano.

—Qué lástima, chico, la jodimos, todo ha fracasado, Galán está detenido y mañana mismo le forman consejo de guerra.

—¿Y los políticos, qué mierda hacen los políticos?

—Todos detenidos también… En Madrid, los aviadores de Cuatro Vientos se van a levantar, pero sin el apoyo de los artilleros de Campamento… No hay nada que hacer, sólo esperar a que llegue nuestra hora, lo siento, amigos.

Felipe Díaz Sandino mira aquellos rostros, todos jóvenes, algunos, como el de Quico, casi adolescentes, decepcionados, tristísimos, y repite con emoción:

—Lo siento, compañeros.

La cincuentena escasa de confederales dan media vuelta. Fríos, exhaustos, caminan como autómatas y se van reintegrando a la quietud de sus casas sin intercambiar ni una palabra.

En consejo de guerra sumarísimo se condenó a muerte a los capitanes Ángel García Hernández y Fermín Galán, como responsables de lo que pasará a la posteridad como «la sublevación de Jaca». La sentencia, contra una vieja tradición, se cumplió en domingo, dos días después de los hechos. García Hernández confesó, comulgó y, en el último momento, gritó: «¡Viva la República!». Galán se negó a que le vendaran los ojos, fumó un pitillo y murió mirando a la boca de los fusiles que le disparaban, con una entereza que impresionó a sus mismos verdugos.

Dos hermanos de Galán, Paco, coronel de la Guardia Civil, y José María, oficial de Ejército regular, comunistas los dos, combatieron en el Quinto Regimiento y al finalizar la guerra marcharon al exilio.

En Hospitalet, cuatro meses después de estos hechos, el día en que se proclamó la República, Sabaté y los suyos cambiaron los nombres de la calles Pareto y Comercio por los de Fermín Galán y García Hernández como testimonio de que los héroes de Jaca no habían sido olvidados. Muchos años después, en 1950, un grupo guerrillero que operaba en Andalucía, al mismo tiempo que Sabaté lo hacía en Cataluña, fue bautizado con el nombre de Agrupación de Guerrilleros Fermín Galán. Todos sus miembros menos dos fueron exterminados por la Guardia Civil.

Es duro reanudar la vida normal cuando se ha estado a un paso de hacer la guerra o la revolución, es difícil regresar al trabajo como si nada hubiera sucedido. Quico se reintegra al taller con una desgana tremenda, muchas tardes se escapa para ir al cine o simplemente para pasear por la playa. Las exigencias de su jefe, el horario, la sensación de encierro se le hacen insoportables. La primavera es el tiempo de la juventud, el aire es suave, fresco, tonificante, y las noches son cada vez más cortas. Pepe se ha ido a La Torrassa, pasaje Mas número 127, a vivir con la Popeye, y Quico va a su casa de la calle Xipreret de madrugada cuando todos duermen desde hace horas, se echa sobre la cama y cae en un sueño de piedra del que su madre apenas logra despertarlo. Devora la comida y sale corriendo, siempre llega tarde a todas partes, y su padre y su jefe se turnan para sermonearle. Las horas que pasa trabajando en la hojalatería se le hacen eternas. Afuera están los compañeros, las reuniones, el sindicato, la revolución.

Pasean, se reúnen en el Coro o en el Ateneo Libertario, analizan todos los pormenores de su actuación el día 13 de diciembre, como, diez años antes, se desmenuzaba también en el mismo lugar la huelga de La Canadiense. Comparan sus opiniones con las de los textos políticos, repiten lo que escriben desde Bruselas, en su periódico Solidaridad Obrera ,Durruti y Ascaso, que todavía siguen sin poder regresar a España.

—Si hubiéramos salido antes para ir al aeropuerto.

—Si hubiéramos ido a Huesca.

Y siempre la misma obsesión:

—Si tuviéramos armas…

El día 12 de abril de 1931 tienen lugar las elecciones municipales; al final, en la CNT ha prevalecido el criterio de Durruti de no participar en una república burguesa y de propugnar la abstención. Están convencidos, sin embargo, de que ganarán los partidos republicanos. Xena, el nuevo maestro, explica en el Coro lo que debe ser la nueva línea de la CNT cuando en España quede abolida la monarquía:

—No hay que darle a la República ni un momento de respiro. Que no se afiance, si no cada vez nos será más difícil hacer la revolución.

Su mujer, Armonía, asiente. Ambos comparten vida, profesión e ilusiones; lo primero que hacen cuando llegan a Hospitalet es sacar a sus alumnos de casa y los llevan al campo con papel y lápices para dibujar la naturaleza. Después, gimnasia, nadan en el río y vuelven cantando al local que les sirve de escuela y que les ha subvencionado el propietario del taller de la calle Badal a instancias de los Sabaté. Aquella primavera, en las calles del barrio viejo, se hace habitual ver a Xena y Armonía con un grupo de niños alegres, bronceados, sanos, volviendo del río con ramos de flores. José Xena, maestro de Cassá de la Selva, entonces un atlético muchacho de 25 años, llegará a formar parte del consejo de la CNT en Francia, junto a Federica Montseny, y pasará toda su vida en el exilio hasta morir en Caracas en el año 1988.

La jornada de las elecciones, fiel a la consigna de su sindicato, Quico no va a votar, pero está todo el día en un estado de febril excitación. A las ocho de la mañana se forman largas colas en los colegios electorales y al atardecer se empiezan a conocer los resultados.

Obedeciendo a una orden que nadie ha promulgado, todos los hospitalenses confluyen frente al edificio municipal, justo donde recibieron, años atrás, a la reina y a sus hijas con gritos de júbilo. Los Sabaté y sus compañeros intentan mantenerse al margen con cierto escepticismo, pero terminan por contagiarse de la alegría de sus vecinos. Se oye un ruido ensordecedor de gritos y aplausos cuando sale el alcalde a dar el resultado de las elecciones.

Lee primero una larga lista de partidos y votaciones que nadie entiende, se hace el silencio y los allí congregados se interrogan los unos a los otros con muda extrañeza. El alcalde se da cuenta, deja el papel al lado y con toda la fuerza de sus pulmones grita:

—En todo el territorio español han sido derrotadas las candidaturas monárquicas. ¡Ciudadanos de Hospitalet! ¡Viva la República!

Ahora sí. Centenares de voces corean «¡Viva la República!».

Todo el mundo grita alborozado, algunos lloran, tiran al aire sombreros y chaquetas, muchos se abrazan.

Sin poderlo evitar, Quico y sus compañeros se abrazan también, dan saltos todavía abrazados, un poco más allá está su familia, sus padres que sonríen y aplauden, Manolito y los más pequeños agitan banderitas tricolores que les han confeccionado en la escuela, la plaza entera parece estremecerse ante el griterío:

—¡Viva la República!

Alguien saca una armónica y toca una melodía frenética e irreconocible. Tenemos una foto de Quico en esta época, un rostro conmovedor en el que contrastan una boca de gesto infantil y unos ojos ardientes que parecen taladrar las tinieblas que lo rodean; mira quizás ahora a los vecinos de su calle con la misma expresión, los conoce desde niño, los que trabajan en los comercios, los funcionarios, oficinistas y camareros van con chaqueta y corbata, los compañeros de las fábricas con mono y alpargatas, él con aquella cazadora de pana con cremallera que no se quita nunca. Han subido los murcianos desde Santa Eulalia y La Torrassa, Xena y Armonía han traído a los niños de la Escuela Moderna, la Popeye, la compañera de Pepe, se ha puesto un mono azul de hombre y un pañuelo al cuello con el color anarquista, totalmente negro. Pero están también el expistolero del Sindicato Libre de la calle Badal y el antiguo jefe de Sabaté, el fontanero, que vitorea a la República con voz estentórea. Quico ve cómo su padre se saca la gorra para saludar a un hombre bien vestido, en quien cree reconocer al propietario de una de las muchas fábricas de vidrio que hay en el pueblo.

Y, como si se hubieran puesto de acuerdo, casi todos los que han participado en el frustrado asalto al aeródromo (es decir, los dos Sabaté; Joan Mèlich, que es el mayor del grupo y que ya está casado y trabaja en la Campsa; Joan Playans, al que llaman el Capitán Palomo, por el gran amor que tiene a los pájaros; Casajuana, el más idealista; los hermanos López, que han aprendido a leer también con Rogent; Díaz y Floreal Ródenas), todos los amigos diseminados por distintos puntos de la plaza, entonan los primeros versos del himno confederal:

Negras tormentas agitan los aires,

nubes oscuras nos impiden ver…

Sus voces, vacilantes al principio, se elevan cada vez con más potencia,

… y aunque nos espere el dolor y la muerte

contra el enemigo nos llama el deber.

Primero son cinco, luego veinte, más tarde decenas. Quico recuerda a Rogent, las palabras que le repetía Rogent, solidaridad, fraternidad, justicia. Siente que un nudo le oprime la garganta, los ojos húmedos. Ve que su madre también canta. Algunas muchachas se separan de su familia y de sus amigas para acercarse a él, cantando también; son las chicas de la fábrica textil con la hermana de Puig al frente. Los murcianos se destacan de la multitud, buscan de dónde vienen las voces y se ponen a su lado. Xena, Armonía, la Popeye, se van uniendo a los confederales en el centro de la plaza. Se acalla el griterío. Muchos tienen gestos de desaprobación, y un escalofrío premonitorio recorre a la multitud cuando, en medio del impresionante silencio, se oyen solamente sus voces:

¡A las barricadas, a las barricadas

por el triunfo de la Confederación!