Quico se ha vuelto a inyectar morfina antes de abordar el tren, pero el efecto ya está desapareciendo y siente el dolor en el pie y en el glúteo como una quemadura. La herida del cuello le impide girar la cabeza, tiene escalofríos, siente las piernas rígidas y la ropa acartonada por la sangre seca. El conductor del expreso, Pedro García, lo observa con más compasión que miedo y le tiende en silencio el bocadillo de su desayuno. Quico se lanza sobre éste, pero antes le hace al hombre un gesto mudo con la pistola para que mire hacia delante; le parece que si habla se le destaponará la herida del cuello y se perderá en una hemorragia. La máquina devora kilómetros horadando la oscuridad entreverada ya de la luz lechosa del amanecer.

La misma luz turbia, como empolvada de talco, que lo recibía cuando se levantaba para ir a trabajar, porque Quico empieza a trabajar a los diez años; a los diez años los niños proletarios son ya adultos, sobre todo si, como Quico, han pasado por el reformatorio. El reformatorio o asilo Durán, creado por el mecenas Toribio Durán, lo regían frailes de la orden de San Pedro ad Vincula; estaba en Gracia (más tarde se trasladará a la calle Vilana de Sarriá, donde hoy está la Clínica Teknon), y acogía entonces a 320 «pillets, trinxeraires i incorregibles» (granujas, pordioseros e incorregibles), según consta en el archivo del mismo centro. Y a Quico lo recluyen, precisamente, porque el señor Miquelet, el de la escuela de la calle de la Iglesia, le pronostica un día a su padre:

Escolta, el teu nano, tot el dia amb en Rogent, acabarà convertint-se en un trinxeraire .(Oye, tu hijo, si se pasa todo el día con Rogent, acabará convirtiéndose en un pordiosero).

El padre consigue meterlo en el asilo Durán gracias a una recomendación del Ayuntamiento, pero a Quico el encierro se le hace insoportable. Un escritor llamado Michel del Castillo, que alcanzó cierta popularidad, explica el régimen infernal que seguían en aquella institución en su libro autobiográfico Tanguy: «Teníamos hambre, comíamos cáscaras de naranja, de mandarina e incluso de plátano; se nos pegaba, hacíamos, como castigo, “la noria”, como si fuéramos asnos alrededor del patio, los hermanos del asilo nos daban puntapiés y puñetazos en las duchas…». Y el que más tarde sería secretario de la CNT, Mariano Rodríguez Vázquez, Marianet, que ha pasado también por el reformatorio Durán, despacha así en sus Memorias a todos, edificio, sacerdotes y alumnos: «¡Un lugar siniestro! ¡Pedazo de invertidos, corruptos y pelotas!».

Con la ayuda de su hermano, Quico consigue escapar, y los padres, derrotados, lo vuelven a acoger en casa con mucha resignación y escaso entusiasmo. Pepe se ha cambiado de trabajo y Quico ocupa el puesto de aprendiz que ha dejado libre en la fontanería. Todas las mañanas se levanta a las cinco, la casa está silenciosa y oscura, los pequeños duermen y su madre prepara el almuerzo para los tres. Siempre se acordará Quico de la primera vez que sale a trabajar con su padre y su hermano y se unen a la riada de hombres, mujeres y niños que pasan por la calle y que también van a trabajar a la misma hora, y cómo le sorprende la forma que todos tienen de moverse en aquel desorden, con los ojos petrificados de sueño, orientándose como murciélagos en medio de las tinieblas.

El paisaje de su pueblo ha cambiado; a los apellidos catalanes Mir, Martí, Caralt, Recoder, Raventós, se han unido ahora los Fernández, Madrigal y López castellanos, y de repente el castellano es la lengua mayoritaria que se habla en la calle, como sucede todavía en la actualidad. Sobre todo de Murcia y Almería han venido pueblos enteros a trabajar en las obras del metro y de la Exposición Universal; ya no caben en el centro, donde viven los Sabaté, y van ocupando Santa Eulalia y La Torrassa, que a partir de ahora se llamará también «Murcia chica». Donde antes había cañizo y riera ahora se levantan las chabolas de los «murcianos», que así se denominará, por extensión, a todos los que hablan el idioma comiéndose los finales de palabra y seseando, hombres pequeños, renegridos, mujeres de bellísimos ojos brillantes y cuerpos castigados por los partos y el hambre, que van extendiéndose como una mancha de aceite por todo Hospitalet, y por Sants, Hostafrancs, Gracia, Pueblonuevo, barrios que ciñen Barcelona y que se fueron convirtiendo en su cinturón industrial.

Aunque, para Quico, el cambio más importante es que ya no está Rogent. Se lo suelta su hermano enseguida, sin contemplaciones:

—El sindicato lo ha enviado a Zaragoza; pasa página, chaval, ¡crece!

Crecer es trabajar doce horas diarias. Como le explicará más tarde a su amigo Antonio Téllez en una carta escrita en una vieja Underwood: «Como habrás podido comprobar, soy muy poco ducho en la escritura… No he podido adaptarme a las letras, en cambio puedo afirmarte que en trabajos manuales, en mecánica y en diferentes oficios, creo que mi categoría es elevada». Tiene habilidad con las manos, y, sobre todo, el hecho de convertirse en obrero le da entrada a un mundo de amistad, de auténtica fraternidad con los compañeros del barrio, José Casajuana Gol, Antonio Díaz, Juan García, los hermanos Manzanares, Antonio López, Ángel Rodríguez, Floreal Ródenas, Aleu, Comas, Puig, todos ellos trabajadores de los talleres y las bòbiles cercanas. Al atardecer pasean hasta que las madres los llaman a gritos desde la puerta de sus casas para cenar. El barrio, las charlas enfebrecidas, los planes para el futuro, el afán de aventura, la noche, los sueños compartidos establecerán una intimidad, una camaradería que no se romperá nunca. La muerte, la cárcel y el exilio pondrán su marca de desdicha en Quico y en sus amigos, pero los lazos que los unen permanecerán sólidos e incólumes de ahora en adelante.

A Quico le gusta su trabajo, a pesar de que su jefe pretende enseñárselo a fuerza de palizas. Si rompe una pieza, bofetón; si se equivoca en un pedido, bofetón; y a veces hay bofetones simplemente porque sí, porque a su patrón le da la gana. «Por algo Quico es un aprendiz, se le enseña, se le da un jornal, qué más quiere, que encima le den besos», esto, al menos, es lo que le dice su padre cuando se queja en su casa y cuando se lo cuenta a sus amigos; ellos le detallan a su vez los malos tratos que reciben de sus patronos. Y no digamos las chicas.

Se lo explica Puig mientras pasean por el barrio dando patadas a las piedras y mirando de reojo a las chicas que van a la compra o acunan a sus hermanos más pequeños en los portales de sus casas.

—El jefe de mi hermana las hace ir a un cuarto que tiene detrás y la que no quiera desnudarse, a la calle.

Las mujeres. Las hermanas de los amigos. Las muchachas del barrio. Las que ayer eran seres insignificantes que no merecían ni un pensamiento y, de repente, los vuelven locos sólo porque dejan caer los párpados lentamente o se levantan las mangas de la blusa porque hace calor o simplemente caminan y se convierten en seres lejanos, atractivos, poderosos como sirenas.

—¿Dónde trabaja tu hermana?

La multitud le separa de su amigo que, desde lejos, le grita:

—¡En la calle Galileo!

Porque hoy el gentío ha tomado la calle, Hospitalet está alborotado y es que la reina, doña Victoria Eugenia, y las infantas, sus hijas, vienen a visitarlo.

—¿Y el rey no viene?

«Don Alfonso comunica al pueblo de Hospitalet que no puede venir porque se ha lesionado jugando al polo, pero envía en su nombre a sus hijas y a la reina y concede el título de ciudad a su querido Hospitalet» (del discurso del alcalde).

¿Qué es eso del polo? ¿Por qué dice «querido Hospitalet»? Si Quico lo pidiera, su jefe le daría fiesta, aunque tendría que recuperarla el próximo domingo, para que fuera a la plaza a recibir a la reina y a las infantas, pero prefiere quedarse en el taller; cuando sale de trabajar, las «figuras reales» hace horas que se han ido, «después de degustar un delicado lunch en los locales del Ayuntamiento» (de los Boletines Municipales). ¿Qué demonios es un lunch? Las calles están llenas de banderitas y Quico pisotea el confeti de colores que han tirado los niños de la parroquia. El confeti se mezcla con la tierra y el barro y se pega en la suela de las alpargatas, que es de esparto.

Su madre, que siempre lo sabe todo, mientras les pone la cena les explica lo guapa que estaba la reina, lo señora que se veía, tan elegante con su abrigo con cuello de piel, y las hijas parecían muy simpáticas, han salido al balcón a saludar, les han regalado ramos de flores y unos mantones de manila confeccionados por las costureras de Hospitalet.

—¿Y al rey no le han dado un mantón de manila?

—No, el rey no estaba, se ha lesionado jugando al polo.

¿Qué coño es el polo? Nadie lo sabe, pero todo el mundo en Hospitalet habla del polo.

—¿Y dónde se ha lesionado Su Majestad?

«Su Majestad se ha lesionado en su real pie». Pero el rey «ha enviado un telegrama a la reina desde el palacio de Pedralbes al Ayuntamiento, explicándole lo triste que está por no haber podido visitar su amada Hospitalet donde tan a gusto se ha sentido siempre» (de La Vanguardia).

—Si no ha venido nunca.

—Y por qué envía un telegrama desde aquí al lado.

—Y por qué se lo envía a su mujer, si sólo van a estar dos horas separados.

—Y por qué sus pies son reales y los míos no.

La madre finge enfadarse y los manda callar, María imita a sus hermanos mayores y hasta se oye la risa cavernosa del padre. Quizás ríe también el rey, mientras la reina, en el palacio de Pedralbes, debe de estar también cenando y quejándose del polvo que ha tragado y lo duro que se ha puesto el oficio. Poco debe imaginarse —o quizás sí, porque a estas alturas nadie, ni siquiera los reyes, se hace muchas ilusiones— que la inmensa mayoría de hospitalenses que la han recibido con gritos, canciones y banderitas, celebrarán poco tiempo después, con mucho más jolgorio si cabe, la caída de la monarquía y la proclamación de la República.

Pero Quico no puede pensar en otra cosa que en las chicas desnudando sus cuerpos a medio hacer, secretos y adolescentes, delante de los ojos sucios del encargado, y una noche se presenta en la fábrica textil de la calle Galileo. El aire enloquece con el canto de los pájaros y las obreras salen después de trabajar todo el día, impacientes, alegres y charlatanas. Quico es un muchacho alto y fuerte, se delata la sangre campesina en sus brazos musculosos, en su torso ancho, en los hombros. Sus ojos, sin embargo, sus ojos atormentados y delirantes tienen un brillo desafiante, una mirada insoportable. Las chicas se ríen con nerviosismo, se dan con el codo y le dirigen ojeadas coquetas y tiernas. Quico las observa atentamente, una a una, buscando a la hermana de Puig, una morena de mejillas color vino que se ha quedado inmóvil en medio de su grupo de amigas, esperándole. Cuando Quico se acerca a ella, lo mira con fijeza y se echa la larga trenza sobre la espalda; debe de estar sobre aviso, porque baja la voz y le indica:

—Mira, es el de la bicicleta, ése que sale por la otra puerta.

—Pero es el que…

—Sí.

El encargado es bajo y grueso, y cuando el chico se enfrenta a él, lo mira con ojos crueles:

—¿Qué quieres?

Quico se adelanta.

—Oye, esbirro, quiero que dejes en paz a las mujeres.

—¿Y quién me lo dice?

Sabaté pronuncia por primera vez la frase que más tarde se hará famosa, simplemente su nombre, ese nombre que provocará el pánico, que hará que los hombres tiren sus armas al suelo, que huyan los más valientes, ese nombre que le abrirá las cajas fuertes, le franqueará el paso de los prostíbulos y de las fábricas, ese nombre que también hará que muchas mujeres, en las masías perdidas de las montañas, en las largas jornadas a través de los Pirineos, en los pisos francos, se arrojen a sus brazos y a sus labios para conocer el sabor de la leyenda. O quizás no es solamente el nombre.

—¡Soy el Quico!

Pero entonces nadie lo conoce y el encargado se echa a reír.

—¿Sííí? ¿Y qué me harás, chiquitín?

—Te enviaré al hospital si no rectificas.

Está a punto de irse pero, casi con vergüenza, añade:

—¡Viva la justicia proletaria!

El hombre se sube a la bicicleta entre carcajadas, enfila el callejón salpicado de charcos que reflejan el negro cielo estrellado, suelta el manillar, separa los brazos del cuerpo y, sin volverse, le grita:

—¡Ay, sí, mira cómo tiemblo!

Quico se entera de que en el Charles, una hojalatería a tres calles de su casa, buscan a un trabajador, se presenta y se entrevista con el dueño:

—Eres uno de los hijos de Manolo, el guardia, ¿no?

—Sí.

—Pues aquí cobrarás cinco pesetas y te pago el desayuno en el bar de al lado.

—¿Y las hostias?

El hombre deja por un momento la tarea que está haciendo, y lo mira socarrón con una colilla pegada al labio.

—Aquí estamos sólo para trabajar, y consideramos que ya se viene pegado de casa.

Ni se despide del fontanero, aunque eso le suponga dejar de cobrar la última paga; pone a sus padres delante de los hechos consumados. Como tantas veces, es su madre la que apacigua el ambiente:

—Manolo, que el chico ya es mayor, cobrará más, y está al lado de casa.

Ello no impide que llegue cada noche tarde a cenar. Se reúne con los amigos en el local del Coro, y las horas pasan sin darse cuenta, un médico naturista va una vez a la semana y les da charlas sobre educación sexual, la organización de los soviets o la producción de trigo en los koljoses de Alma Ata (ni que decir tiene cuál es el tema preferido de Quico y su grupo). Otras veces se sientan en un rincón del local alrededor de un tablero de «ouija» con las letras del alfabeto escritas en círculo, y con un vaso recogen mensajes del más allá.

—Que dice Lenin que aquí no hay koljoses ni soviets ni puñetas, que esto es pura anarquía y que estaba equivocado.

Y Casajuana, que es el experto en espiritismo, protesta:

—Cojones, que si no os lo tomáis en serio me llevo el tablero a casa.

Paco Manzanares hace poesías que declama a gritos:

Vendrá la revolución, queridos hermanos,

y nos encontrará con la masa en las manos.

El Capitán Palomo se ha comprado un diccionario de esperanto en el mercado de libros viejos de Santa Madrona y todos se sientan alrededor suyo para tratar de aprender el idioma: pátro, padre. Parolo, palabra. Homo, hombre. Cébalo, caballo. Siempre hay un gracioso que pregunta con aire inocente: «¿Cómo se dice quieres follar conmigo?». Y le contestan con el gesto universal de extender los dedos pulgar y meñique y agitar la mano con un tembleque oscilante que hace que todos se mueran de risa.

Hay una efervescencia nerviosa, esa calma violenta preñada de tensión que precede a los grandes acontecimientos. El orden antiguo, representado por una decrépita monarquía, se hunde irremisiblemente, y muchos adoptan la decisión simbólica de cambiarse el nombre para entrar puros e inocentes en el mundo nuevo. Nadie quiere un nombre de santo, todo el mundo sabe que los santos son de derechas y no digamos Dios, y Hospitalet se convierte en un jardín poblado de Floreales, Gérmenes, Germinales, Auroras, Violetas, incluso hay uno que se hace llamar Principio del Mundo. Los sábados por la noche van a La Harmonía, una sala de baile que está también en la calle Xipreret, a estrenar nombres nuevos:

—Si me llamas Miquel no te contestaré. A partir de ahora atiendo por Redención Humana.

Redención Humana, Principio del Mundo, Floreal, Germen y Quico miran con la boca abierta a los hermanos mayores que, con sus mejores galas, americana, camisa blanca y corbata, beben coñac y se arrancan a bailar tangos argentinos, que es la única forma autorizada que conocen de meter mano, por mucho que las chicas digan que sí, que ellas también están por la libertad sexual.

—Dice mi hermano que él está de acuerdo con el amor libre, pero que a quien le toque a su compañera le rompe los huevos.

Porque Pepe se ha enamorado de Emilia, una chica navarra tan larguirucha que le llaman la Popeye.

—A mí me gustaría darle unas charlas de educación sexual a esa morenita que está ahí sentada.

—Animal. Que ésa es la hermana de Pepe Castells, ¡ay, si te oye!

Un día, el encargado de la calle Galileo desaparece. Unos dicen que está en el hospital, otros comentan que se ha muerto o que ha huido. Nadie le pregunta a Quico directamente, pero, por la noche, en la paz provinciana del paseo dominical, las chicas de la fábrica le rinden miradas de agradecimiento. Durante la cena, su hermano Pepe le pregunta:

—Oye, ¿tú sabes lo que es la CNT?

—Claro que lo sé.

—¿Te quieres apuntar?

—Sí que quiero.

Cada semana, cientos de trabajadores se dan de alta en la CNT o en su filial, la Federación Anarquista Ibérica (FAI), constituida en el congreso de Valencia en 1927. Ya nadie quiere al Cametes, ni siquiera la derecha, que ve con pánico que las arcas del Estado se vacían y se evaden capitales hasta que, finalmente, el mismo rey no tiene más remedio que sustituir al dictador Primo de Rivera por el general Berenguer —la «Dictablanda»—, que tratará de apuntalar el régimen monárquico con medidas desesperadas. Vuelven casi todos los intelectuales y políticos que estaban exiliados menos los líderes anarquistas Durruti, Ascaso y García Oliver, Los Solidarios, que han sustituido los métodos reformistas del Noi del Sucre por la pura violencia revolucionaria y por tanto son considerados altamente peligrosos. Pero los parches de Berenguer no consiguen remendar un sistema político que ya no cuenta con partidarios: en 1930 hay 250 000 trabajadores en huelga en España. En la plaza de toros de Madrid se reúnen en un mitin gigante todos los partidos políticos que forman el Comité Revolucionario (la CNT se mantiene al margen) y Azaña, el líder republicano con más prestigio, grita: «¡Derribemos la monarquía! ¡Gobernemos el país!». En un secreto a voces, los conjurados señalan el 15 de diciembre como el día del alzamiento general que sacará a patadas al rey de su trono.

La tarde en que Quico se inscribe en la CNT, en el sindicato de Oficios Varios, van a celebrarlo al Coro. Toman un café —Quico no fumará ni beberá nunca, «siempre será un hombre sin vicios», testimonia Francesc Pedra—, y su hermano, pasándole el brazo por los hombros, le pregunta:

—¿Estás dispuesto a todo, compañero?

Quico afirma con la cabeza, el furioso palpitar de su corazón le impide articular palabra. Hace un esfuerzo para rehacerse y echa mano de una de las frases oídas a Rogent:

—Por un mundo sin amos ni esclavos.

El hermano le da un golpe y se ríe. Hay un taller de coches en la calle Badal. El dueño perteneció a los sindicatos libres de Martínez Anido, de infausta memoria, y además explota al personal que trabaja para él.

—Es un canalla. Y necesitamos dinero, entiendes, queremos abrir una Escuela Moderna y necesitamos un local, y libros, y contratar a un maestro.

El rostro de Quico se ilumina:

—¿Y vendrá Rogent?

—Chaval, olvídate de Rogent, vendrá Xena.

Quico conoce a Xena. Es, como Rogent, maestro racionalista, vegetariano, amigo de los niños, con auténtica pasión por la enseñanza. Pero no es Rogent.

—Sí, Xena es un tío cojonudo, en serio, vendrá con Armonía, su compañera. No quieren cobrar sueldo, pero bien tienen que comer, y necesitan una casa. Y quién nos va a dar el dinero, ¿el Borbón?

El día señalado, los Sabaté salen juntos del Coro. Caminan al unísono. Pepe es un hombre entero, más alto que su hermano y de una palidez aristocrática que subraya su mirada fatídica y destructora y la tortuosa geometría de su nariz quebrada en una pelea callejera. Hurga en una bolsa que lleva colgada al hombro, saca primero unos libros de Eliseo Reclús, manchados de aceite, y después un Colt:

—Toma, pero está descargado, aún no sabes usarlo y podrías hacerte daño.

—Entonces ¿para qué me la das?

—Para que se caguen de miedo, no puedes figurarte qué miedo da una pistola.

Quico mira a su hermano y se pregunta cuánto hay en su vida que él no conoce. Pepe Sabaté es misterioso, disimulado y frío, es un intelectual autodidacta de una dureza tenebrosa que jamás da lecciones; Quico le admira sin reservas. Por contraste, y aunque nunca se lo confiese, a Pepe le gustaría ser el hombre de acción que es su hermano, con ese instinto nato para la oportunidad y su apasionado arrojo personal. Los dos Sabaté, que compartirán ideales y una vida —una muerte también— heroica, se querrán siempre entrañablemente.

Quico se guarda la pistola en el bolsillo de la chaqueta. La acaricia con sensualidad, tiene una visión de vértigo, así se debe acariciar a las mujeres. Cañón grueso, culata ancha, está hecha para su mano. Nunca más, léase bien, nunca más volverá a salir desarmado de su casa.

Llegan al taller de coches de la calle Badal. Un hombre con mono de trabajo está hurgando en los bajos de un Chevrolet, sólo se ven sus piernas. Otro, con camisa blanca y corbata, está hablando por teléfono. Pepe se tira hacia él mientras saca la pistola de la bolsa. Sus bramidos llenan todo el local; y Quico actúa:

—¡Esto no es un atraco, esto es una expropiación!

Lo empuja, le clava el cañón de la pistola bajo la barbilla:

—¡Venga, venga, chorizo, dame todo el dinero de la caja!

Y sin girarse le grita al que está debajo del coche, que ni siquiera ha salido:

—¡Tú, quieto, no te hagas el valiente!

Temblando, el propietario saca una caja de cartón que, con los nervios, se le cae al suelo. Pepe le acogota poniéndole la zarpa en la nuca, le obliga a arrodillarse y a recoger los billetes, sin soltarlo le tiende la bolsa para que lo meta todo dentro. Cuando está llena, con la mano armada con la pistola, Pepe da un golpe hacia arriba y el hombre empieza a sangrar por la nariz a chorros:

—¡Grita conmigo, cabrón! ¡Viva el anarcosindicalismo!

El propietario quiere gritar pero le sale únicamente un tartamudeo: «Vi vi vi va eeeel anarcosindicalismo». Pepe lo suelta y el tipo cae como un guiñapo; ahora tiene toda la camisa color carmín. Cuando está en el suelo, el mayor de los Sabaté le suelta todavía una patada en el costado que le arranca un gemido pavoroso. Caminando de espaldas, los dos hermanos se van hasta la puerta; cuando están en la calle, guardan las pistolas y, al doblar la esquina, empiezan a reír sin poder contenerse; Quico siente la adrenalina en las sienes y en los latidos del corazón, que parece que vaya a estallarle. La felicidad arrolladora, la plenitud, el vigor de la juventud que percibe, no se parece a nada de lo que ha sentido, es el peligro, este veneno dulce e insidioso que ya le ha penetrado en el cuerpo y que le intoxicará de por vida.

Siguen corriendo los dos hacia el bar Tupinet, en Hostafrancs. Pepe le va preguntando:

—¿A que es cojonudo? Di, es cojonudo, dilo, dilo.

—¡Es cojonudo, es cojonudo!

Grita Quico como un demente, van corriendo los dos, la gente les mira y ellos se sonríen. Se para Pepe un momento, hace unas flexiones:

—¡Gimnasia revolucionaria, gimnasia revolucionaria!

Vuelve a acelerar, el viento les echa el pelo hacia atrás, les zumba en los oídos, los aísla de todo y de todos. De pronto Quico se detiene también, atacado por una idea súbita:

—¡Pepe, menos mal que el de debajo del coche no ha dicho ni pío, si no…!

El hermano le da un golpe en el hombro, sin dejar de avanzar:

—Imbécil, que el de debajo del coche era un confederal, ha sido el que me dio el cante, ¡novato, chalado, payés!

Corriendo, Quico le pega un puñetazo en el hombro, se paran un momento para golpearse en broma, Pepe le atenaza el cuello, le hace doblarse sobre sí mismo, Quico se suelta de un codazo en la barriga, corre otra vez perseguido por su hermano:

—¡Chalao, payés, novato, galifardeu!

Y Quico grita:

—¡Viva el anarcosindicalismo! Contesta, cabrón, si no contestas eres un burgués. ¡Burgués, burgués, burgués!

El bar Tupinet está lleno de compañeros y apenas se puede dar un paso. El bar Tupinet es el centro de reunión de los gitanos de la zona. Antes de que se haga de noche y lleguen los anarquistas, un grupo de gitanos tratantes de caballos dejan a los animales atados afuera y beben fino dando palmas y cantando mientras se acompañan de una guitarra:

No te mueras cariñito

porque me vas a matar

tú en el cielo, yo al infierno…

¡no nos vamos a encontrar!

Una de las chicas que sirve en la taberna se recoge el delantal sobre la cadera y baila descalza encima de la mesa, con la cabeza echada hacia atrás y la melena colgando hasta más abajo de la cintura.

Para los anarquistas, sin embargo, el principal atractivo del bar es que está apartado y que tiene gramola. Llegan con sus discos debajo del brazo y entonces los gitanos murmuran, la chica baja de la mesa y la guitarra queda abandonada en un rincón. Los confederales piden horchata a voz en grito; después se acercan a la gramola, echan un céntimo y ponen el disco que previamente han limpiado cuidadosamente con la manga. Beethoven, Tchaikovski… Los gitanos mascullan y escupen por encima del hombro:

—¡Malaje los juláis! ¡Qué mal fario!

Los anarquistas quieren confraternizar y arguyen:

—Pero, compañeros, si esto se puede bailar.

Se suben Casajuana y Díaz a una mesita y, el uno frente al otro, con los brazos en alto, torpemente, trenzan unos pasos de baile y taconean con sus zapatones.

Los gitanos se ríen con desprecio:

—Pero qué poca gracia tenéis ustedes los payos. Carmelita, enseña a lo señores compañeros.

Carmelita vuelve a subir a la mesa y repiquetea con sus pies mugrientos y diminutos, los libertarios dan palmas imitando a los gitanos y piropean con acento catalán:

—Joya.

—Perla.

Carmelita se queja:

—Pero qué desaboríos, callarsus que asín no hay quien se inspire.

Hasta que alguien pone Liszt. Y Liszt es el acabose.

—¡Que esto es música de difuntos, compare!

Recogen la guitarra y los caballos:

—¡Hala!, con Dios.

—¡Salud! —contestan todos.

Los gitanos casi se dan de bruces con Comas, que llega corriendo desde Barcelona. Comas es tipógrafo en La Publicitat y siempre está al tanto de las últimas noticias; por eso, cuando grita «¡compañeros!», todos se levantan para rodearlo y en el local se hace de pronto un silencio tan denso que se podría cortar de un hachazo.

—¡Compañeros! ¡La sublevación! ¡Ha empezado la sublevación! ¡En Jaca!