Y eso que Rogent se lo decía siempre mientras liaba un pitillo: «Que los olores no se recuerdan, chaval, que está científicamente comprobado»; e insistía en lo de científicamente para que en algo se notara que era un maestro racionalista. Y en este punto pasaba la lengua por el papel de fumar, lo enrollaba, lo levantaba mirándolo al trasluz, lo sacudía y se lo acomodaba en una esquina de la boca, donde cobraba vida propia, yendo arriba y abajo al compás de las palabras, como un trapecista: «Chaval, tú… Se recuerdan los sabores, el tacto, el sonido, pero los olores no».

Coño que no se recuerdan. A Quico no se le ha borrado jamás el olor de su pueblo; es un olor que está en el hueco de su brazo cuando duerme, en los muslos de Leonor, en la culata de su pistola. El olor a polvo, a ganado, el olor húmedo de la riera y, por encima de todo, el olor amargo de la fábrica de aceites y grasas industriales de Emilio Paílhez, el tufo que el viento del sur traía y que les golpeaba la cara como un latigazo. Su calle era de tierra, como todas, en el corazón de Hospitalet viejo, Xipreret número 55, planta baja, haciendo esquina con un callejón. Las escasas bombillas temblaban en la noche creando pequeños círculos de luz amarillenta. Hospitalet, en los primeros decenios del siglo XX (Quico ha nacido el 30 de marzo de 1914), era ruido de sirenas de fábrica y oscuridad. A seis kilómetros de Barcelona, el puñado de casuchas de los aparceros que cuidan los cultivos, casi todos propiedad de los Buxeres, se ha ido extendiendo y ensanchando hasta que ha quedado unido a Barcelona sin solución de continuidad, cruzado por callejones retorcidos y viscosos como culebras, que más tarde, mucho más tarde, Sabaté utilizará para huir o para ocultarse. Conocer la intrincada geografía de su pueblo como la palma de la mano le salvará más de una vez la vida.

Durante la infancia de Quico, los campos han ido desapareciendo, y en su lugar se han alzado las enormes moles de las fábricas. En Europa ha estallado la Gran Guerra, y España, que es neutral, se arranca brutalmente a producir; las minas del norte escupen mineral forzando al máximo la maquinaria y las fábricas catalanas establecen por primera vez en su historia tres turnos de trabajo. Y necesitan mano de obra, miles y miles de obreros que Hospitalet engulle con inagotable voracidad: 4948 habitantes en 1900, 12 360 en 1920. Gentes de otros lugares de Cataluña, todavía sólo de Cataluña, van llegando para trabajar en fábricas cuyos propietarios viven en casas modernistas de la Rambla de Hospitalet: los Vilumara (todavía hoy, en 1999, vive el patriarca muy cerca de la que fue su antigua fábrica); los Todá, en el centro; los Godó, en el paseo de Gracia. Los Buxeres, cuando nació Quico, vivían aún en su magnífico palacio con columnas y arcos en la parte alta de Hospitalet, rodeado de jardines por los que corría un negrito de diez años traído de las plantaciones de café de Guinea, un negrito descalzo y vestido con su bata de rayadillo, la atracción del pueblo. Los niños se agarraban a la verja del jardín y lo llamaban:

—¡Negritu, negritu!

Y cuando salía, lo observaban, y el pequeño africano los miraba también en un diálogo mudo que se prolongaba durante largas horas.

Quico es un niño inquieto, nervioso, de ojos negrísimos y grandes como océanos en una cara angulosa, llena de aristas, muy poco infantil. Apenas duerme, su familia está acostada, en la misma cama, sobre el mismo colchón de panochas de maíz está su hermano mayor, Pepe, que ha nacido cinco años antes que él; su hermanita Jacinta está en el cajón que le hace de cuna; después nacerían Manuel, María y Juan. Quico se entretiene hasta la madrugada contemplando las diminutas motas de polvo que suben y bajan, o adivinando monstruos en la silla donde su padre ha colgado su modesto uniforme de guardia urbano, la chaqueta azul, la gorra, o mirando el rostro dulce y cansado de su madre que ni aun durmiendo abandona la sonrisa.

La huelga de la compañía de electricidad, La Canadiense, que ha durado veintiún días (entre febrero y marzo de 1919) y que ha dejado Barcelona a oscuras, ya ha terminado y ahora un tenue resplandor color membrillo permite ver las ventanas de la casa de enfrente, negras como ojos ciegos. En la calle silenciosa se oye de pronto el traqueteo de unas ruedas. Quico se levanta, se acerca a la ventana, se sube a una silla y asoma los ojos, despiertos y siempre vigilantes. Por la calle estrecha, irregular, viene a paso lento un borriquillo. Arrastra un pequeño carromato con dos personas detrás. En el carromato, un bulto blando, que se mueve de un lado a otro, parece que se vaya a caer; debajo de una farola el borriquillo se detiene, y una mujer con el pelo suelto acomoda el fardo; bajo la luz vacilante, Quico ve que el bulto es un hombre muerto, ve sus pies descalzos, de un blanco mercurial, y son lo más muerto de todo. Con aire cansino, el cortejo miserable reanuda el paso, la mujer y un niño que, de pronto, levanta la vista y clava sus ojos directamente en los de Quico. Se miran los dos un instante y Quico presiente de una forma oscura una teoría de la vida que va más allá del horizonte de su calle. Se acuesta, insomne, excitado, raro. Cuando se levanta su familia, al amanecer, explica, pregunta, y sus padres se miran en helado silencio. Es el hermano mayor, Pepe, que a sus once años trabaja ya en una fontanería, el que le contesta mientras se peina frente al espejo:

—Es uno de nuestro sindicato, lo han matado los pistoleros de Martínez Anido.

El padre le da un bofetón:

—¡Cállate! No le calientes la cabeza a éste, que bastante caliente la tiene ya. ¡Mira qué ojeras de viejo!

Pero más tarde ve que su madre prepara un paquete con algo de ropa y comida, ve cómo su padre añade una manta de las que les dan en el Ayuntamiento y, sin que nadie se lo diga (¿cómo aprenden los niños las cosas?), sabe que todo esto es para la familia del muerto, para ese niño que no conoce pero al que ya no olvidará nunca.

Y no es que sea un caso extraordinario, no, el que haya muerto un hombre de una cuchillada.

Todos los días, antes, durante y después de la huelga, caen decenas de confederales a manos de los pistoleros del sindicato libre de la patronal, creado por el gobernador civil Martínez Anido, tristemente famoso por ser el promotor de la Ley de Fugas. Alfonso XIII, al que los catalanes llaman Cametes (Piernecitas), ha nombrado capitán general de Cataluña al despótico dictadorzuelo Miguel Primo de Rivera, y Barcelona, con sus tiroteos, extorsiones y actos de sabotaje, está al borde de la catástrofe. Martínez Anido declara ilegal la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato de los trabajadores anarquistas o confederales, que ha encabezado la huelga de La Canadiense, y se dedica a asesinar a sus hombres, más de mil, hasta que es destituido por el propio rey, en 1923. Los confederales, por su parte, no se quedarán con los brazos cruzados y ejecutarán a su vez a 600 personas, confidentes, policías y propietarios de fábricas que financian a los pistoleros. Quico ha oído decir, por ejemplo, que el empresario Muntadas, el de la España Industrial, ha pagado 40 000 pesetas al matón Fulgencio Soria para que asesinara al abogado de los anarquistas Francesc Layret, y ahora a los anarquistas los tiene que defender el abogado Lluís Companys, al que apodan Pajarito.

Es una lucha atroz, sin cuartel, un ensayo general de lo que más tarde será la Guerra Civil.

—Es que, coño, Quico, chaval, las huelgas y los atentados son las únicas armas que tenemos los trabajadores para luchar contra… a ver si lo adivinas.

Tras decir esto, Rogent se queda mirando a su discípulo con los ojos entrecerrados para evitar el humo del cigarrillo. Están en la playa, y el viento de poniente arrastra grandes nubes grises como barcos a la deriva. Quico responde rápido:

—¡El amo!

Rogent, que ahora mira una almeja que se arrastra penosamente intentando llegar al agua, le pega al niño un pescozón:

—Cuántas veces te tengo que repetir que no digas amo, chaval, que nadie es amo de nadie. Di burgués.

—Burgués.

—Eso está mejor.

—¿Y yo no soy un burgués, Rogent?

—Tú qué vas a ser. Tu padre no es obrero, es verdad, pero gana diez duros a la semana y así no hay burgués que valga.

Están en el faro de El Prat, frente al mar. Rogent había sido maestro racionalista de la Escuela Moderna de Ferrer y Guardia de la calle Alcolea, pero ahora que Martínez Anido ha prohibido estas escuelas («¡Burgueses y proletarios juntos, germen del anarquismo! ¡Niñas y niños en la misma clase, promiscuidad sexual!») se ha tenido que poner a trabajar de peón y sólo tiene un alumno, Quico, que se niega a asistir a la escuela pública de la calle de la Iglesia. Cuando su madre consigue llevarlo a rastras, Quico se escapa a la primera oportunidad, por cierto con gran alivio del señor Miquelet, el maestro.

Casi cada tarde, Quico va a buscar a Rogent a la obra, y se acercan hasta la playa. Quico recordará siempre estas conversaciones, que conformarán la espina dorsal que sostendrá toda su vida:

—Mira, Quico, aquélla es Venus, y esas otras que parece que estén haciendo guardia, la Osa Mayor. Y esto que ves aquí, este humilde bicho al que llamamos almeja, es en realidad un molusco eulamelibranquio que vive en las playas europeas…

—Ah, sí, Rogent, en los dibujos del Boletín del Ladrillero salen unas sirenas tapándose las tetas con dos almejas cada una.

—Olvídate de las sirenas, no existen, chaval, es un invento burgués, y ya te tengo dicho que menos Boletín del Ladrillero y más Gorki.

Otras veces Quico y Rogent no hablan, se tienden sobre la arena fría como seda, los dos cierran los ojos y se olvidan de todo lo que no sea la música, porque Rogent con la boca, con las uñas, con un par de piedras es capaz de reproducir la música de los más grandes, Liszt, Tchaikovski:

—Escucha, Quico, escucha, en la Pastoral se oye el canto de los pájaros y el rumor del viento entre las ramas de los árboles.

Y Quico silba el aria de Nabucco y la canta con la letra cambiada, como la cantaban los niños de la Escuela Moderna antes de empezar la clase cogiéndose de las manos.

Ven, oh mayo, vamos hacia el país

en donde nunca se pone el sol.

Y los dos se entretienen hasta tarde con estas cosas, hasta que la luna está en el cielo y se ponen en pie y la saludan con el puño en alto:

—¡Buenas noches, compañera, hoy falta un día menos para la revolución!

No lo entiende, la verdad, pero Quico se da cuenta de que, a pesar de lo que dice Rogent, su familia quizás no sea burguesa, pero tampoco es de las más pobres del barrio. Sus padres, Manuel Sabaté Escoda y Madrona Llopart Batlle, han venido del agrícola barrio de Montaña, donde cultivaban un pequeño huerto que pertenecía, como casi todo, a la familia Buxeres. Allí, en el número 22, casi una cuadra que forma parte de la gran casa pairal de los propietarios y que compartían con los abuelos y los tíos, han nacido Pepe y Quico. Harto de pasar hambre, Manuel se traslada al centro, consigue un trabajo de peón y levanta las cuatro paredes de su hogar en la calle Xipreret. Después llama a la madre y los dos chicos, que corren a cargar un pequeño carretón con sus enseres. Ollas, colchones y el modesto ajuar que Madrona ha ido cosiendo desde que era pequeña.

La familia pasa grandes privaciones, que se acrecientan cuando empiezan a llegar los otros niños. Un amigo le habla a Manuel de un puesto de trabajo de vigilante municipal. Hospitalet, hasta entonces simplemente villa, está a punto de convertirse en ciudad. Pero hay un gran inconveniente. Manuel es analfabeto y la ley no permite al estado emplear analfabetos. Manuel y Madrona, que tienen respectivamente 41 y 32 años, quitándole horas al sueño, sobre la única mesa de su casa, con la ayuda de Rogent y con la cartilla donde estudia Pepe, el hijo mayor, aprenden a leer y escribir. Quico recordará siempre las cabezas de sus padres a la mortecina luz de una bombilla, inclinadas sobre los cuadernos, deletreando frases sencillas que él también se llega a aprender de memoria. Frases que repetirá muchas noches, cruzando la frontera como guerrillero, y que le servirán para marcar el paso y para mantenerse despierto: «El-ni-ño-jue-ga-con-la-pe-lo-ta».

Y ahora que su padre ha conseguido el trabajo, no es que gane mucho, es verdad, pero al menos cobra todos los meses y lleva uniforme. «Tenía una presencia que imponía —explica Francesc Pedra, un viejo anarquista de Hospitalet, probablemente la única persona viva que conoció al padre de Quico en aquella época— y una voz que daba miedo, pero todos sabíamos que tenía un gran corazón». Con su gorra, su chaqueta azul, sus grandes bigotes y su aire de importancia, Quico piensa que se le parece un poco a Stalin, de quien ya le ha contado Rogent que es un pequeño héroe de la revolución rusa (el gran héroe es Bakunin, y tiene más mérito porque además está muerto). Y su madre no tiene que trabajar en las fábricas, como hacen las otras mujeres, pero, precisamente por ello, se levanta también al amanecer, como las demás, y se ocupa de los niños y de los viejos que se quedan solos, desarbolados y balbuceantes, con el cayado que han traído de la aldea entre las piernas, única raíz que los ata a la vida.

En la casa de Quico siempre hay gente; tiene algo de campamento. No se ha despertado todavía y siente el bulto caliente empapado en llanto de un niño al que han acostado a su lado. Su madre, bajita, gruesa, diligente, a veces embarazada, limpia el suelo con lejía hasta que las manos se le quedan en carne viva, y dispone la comida sobre la mesa. Butifarra, pan, bacalao seco. Quico ha oído decir que las casas de los amos, ay, de los burgueses, tienen mil o cien mil habitaciones, «una exclusivamente para cagar, chaval»; pero a Quico le gusta que la suya sólo tenga un cuarto, grande y despejado, porque así puede seguir todos los pasos de su madre desde la cama y oír el saludo de las mujeres cuando pasan frente a su puerta («¡Adiós, Madrona!»), la zancada recia de los hombres llevando sus tarteras con sardina ahumada, sangre frita e infección —el año pasado murió un vecino de los bichos que se crían en el aluminio— colgadas de la cintura, y el ruido lejano de los carromatos.

La canción proletaria, el ulular de las sirenas al amanecer. Las industrias de ladrillos, que aquí se llaman bòbiles, y las de tejidos, en edificios de hierro como modernas estaciones sin trenes ni viajeros, donde trabajan las mujeres, tan apreciadas por sus manos pequeñas y delicadas; el taller de aserrar mármoles de Tomás Giménez, cuyo polvo ligerísimo de color gris cubre todo Hospitalet, pulmones incluidos; las pedreras de Montjuïc donde trabajan tantos niños… «¡Tecla Sala, Cosme Todá, las Sangoneras!», repite Quico en sueños; tampoco olvidará nunca estos mágicos nombres fabriles que puntean su infancia adornados con atributos prodigiosos, porque Quico se imagina estas fábricas como enormes vientres, monstruosas ballenas que devoran a los habitantes de su calle y les chupan los huesos en un proceso digestivo en el que intervienen oscuros fluidos. Por eso, cuando los escupen y estos hombres y mujeres regresan al barrio, están negros, tiznados de polvo y grasa, como irán luego, ese 18 de julio de dentro de dieciséis años que ya se está gestando ahora, negros de humo y pólvora, con los correajes de cuero cruzándoles el pecho como escapularios contra el miedo y contra la muerte.

Porque cuando regresan por la noche, las calles, que han estado todo el día tranquilas y silenciosas, vuelven a llenarse de voces, de gritos, de ladridos de perros, de carreras, puertas que se cierran de golpe, el silbido del afilador, los niños jugando a las cuatro esquinas, el drapaire que viene a por trapos viejos, el pellaire que se anuncia a voces a quien quiera comprar pieles de conejo; detrás de una ventana se oye cómo baten los huevos para hacer una tortilla, una pelea, una risa, un bofetón, el llanto y, a veces también, los suspiros que enseñan que la vida, a pesar de todo, nunca se detiene.

Y siempre, a todas horas:

—¡Quico! ¡Quicoooo! Dónde demonios se ha metido este chiquillo…

A Quico sólo se le llama a gritos. Nunca se sabe dónde está. Porque Quico entra y sale de las casas sin pedir permiso, conoce a todo el mundo, se acerca a la tienda de comestibles de La Reina, donde le regalan unas cortezas de cerdo, va a hablar con el abuelo de su amigo César, que cultiva ajos en el pequeño patio trasero de su casa, para que le explique cosas del pueblo, cómo recogían el trigo y lo molían con una piedra gigantesca; en cada relato crece y crece la piedra y Quico se maravilla ante este fenómeno de desmesura que no sabe cómo puede acabar. Corre, Quico, corre, que va pasando el día, que van cayendo las horas y se acerca la noche, todavía tienes que ir al puesto del mercado para ver cuántos pollitos quedan, y que el zapatero remendón te cuente cómo perdió el brazo en la guerra de Cuba, y corre, corre, al bar del Rector, métete entre las piernas de los hombres, escóndete detrás de una mesa, evita la mirada condescendiente y burlona de tu hermano Pepe. Hablan de la huelga de La Canadiense, setenta años después todavía se hablará de aquella huelga en la misma fábrica de la avenida del Paralelo reconvertida para albergar las oficinas de FECSA, donde trabajan hoy algunos nietos de aquellos míticos luchadores anarquistas y todavía se conservan en pie las tres chimeneas que dejaron de echar humo durante veintiún días.

Claro que a fuerza de escuchar opiniones en el bar, después de darle vueltas, comparar explicaciones, intercambiar conclusiones, Quico ya no sabe si la huelga ha sido un éxito o un fracaso.

—Que al final nos hemos tenido que bajar los pantalones…

—Pero ¿no habéis conseguido la jornada de ocho horas, que os readmitan a los huelguistas y que si tenéis un accidente u os ponéis enfermos también cobréis el jornal?

—Sí, pero no hemos hecho la revolución.

«Ah —piensa Quico—, de lo que se trata es de hacer la revolución».

Ja ho veieu, el Cametes segueix en el tron. (Ya lo véis, el Piernecitas sigue en el trono).

—Pero ya está avisado, ya sabe que hemos estado a un paso de hacer lo mismo que en Rusia. Ni Primo de Rivera puede salvarle.

—Primo es un borracho.

—El rey está enfermo de vicios.

—Y Martínez Anido…

Y aquí todos están de acuerdo y se levanta un rumor inquietante que crece y crece, «¡Ramón Batalla!», «¡Benito Menacho!», «¡Evaristo Vilaplana!», que son los nombres de los últimos compañeros muertos, y alguien susurra «el asesinato de Foix en el bar Izquierdo lo pagó el empresario Miró y Trepat, 23 000 pesetas», y un confederal apunta trabajosamente en un papel «Miró y Trepat, por Foix». Siguen los susurros: «La catequista Carmen Olivella señaló el momento de la ejecución. Vive en Gracia, en el número 5 de la calle del Olivo», y el mismo lápiz escribe en el mismo papel «calle del Olivo…».

Y al fondo de la sala es una mujer la que grita: «¡No se lo cargará, no, a Martínez Anido el Noi del Sucre de un tiro bien dado!».

Y siempre alguno se lleva las manos a los testículos y dice: «¡El Noi no tiene cojones! Él tuvo la culpa de que paráramos la huelga, nos dijo que volviéramos al trabajo».

Y otro le grita: «Calla, bruto, animal, no es cuestión de cojones, es que El Noi es demasiado bueno, no es hombre para esta situación».

Lo que no impidió que lo mataran los pistoleros de Martínez Anido, al pobre Noi del Sucre, pintor de brocha gorda, dos años después. El líder sindicalista de la CNT, anarquista moderado, Salvador Seguí, llamado el Noi del Sucre por la dulzura que tenía su voz aun en los mítines más arrebatados, en los que encandilaba al personal durante horas, aunque luego fuera incapaz de redactar una simple carta, fue asesinado de un tiro en la cabeza en la calle de la Cadena esquina San Rafael, el 10 de marzo de 1923. Sus verdugos fueron Carlos Baldrich, alias Onclo, que lo marcó, Manuel Simón, el brazo ejecutor, y un camarero del bar Tostadero llamado Salieri, que facilitó la fuga de los pistoleros.

«¡Asesino!».

Palabras, palabras. Puñetazos sobre el zinc de la barra, silencios preñados de amenazas y maldiciones.

Quico vuelve a su casa con la frente calenturienta, los ojos rojos, a echarse de cabeza en el regazo de su madre, sentada en una sillita de enea con otras vecinas. Con dedos que nunca descansan, van trenzando palmas y palmones que llevarán los niños ricos el día de la Pascua de Resurrección. Mientras, su padre les lee un fragmento de La Revista Blanca que acaba de traer su hermano desde Barcelona.

—«A la niña Aurora el marqués la hizo ir al bosque con engaños y allí la violó».

—¿Qué es violó?

—La puso morada, cállate. «Y la niña Aurora, sacando un puñal de su cesta, le dijo: muere…».

Y Quico se va quedando dormido y en su cabeza van girando el africano, Rogent, y las tres chimeneas que se ven desde la azotea de su casa se han convertido en tres pistoleros que llevan al bosque a la niña Aurora color morado, collares de almejas y sangre, las sirenas ululando, las de las fábricas, y las sirenas, las del mar, cantando, ¿o son las sirenas de las fábricas las que cantan?, las sirenas del mar ululan, ululando, cantando, cantando, ululando. Para aclararnos, cantan las que tienen tetas, está científicamente comprobado…