—¡Ríndete, Sabaté, cabrón!

Quico Sabaté aguza la vista para ver exactamente de dónde viene el grito; la luz ambarina del atardecer invernal bisela nítidamente, como a cuchilla, el contorno de los árboles que rodean la masía, y cree distinguir el brillo de un tricornio de la Guardia Civil. Dispara una ráfaga de metralleta que es respondida de inmediato por una lluvia de balas que rebota contra la piedra arrancando esquirlas y levantando nubes de polvo que enturbian la tersura transparente de la atmósfera.

Ahora es del suelo, casi a su lado, de donde surge un ruego tembloroso y espectral:

—¡Quico, Quico, vete, sálvate!

Sabaté está asomado a un ventanuco con su Thompson apoyada en el alféizar, tiene una herida de bala en el cuello que sangra incesantemente y no se gira pero reconoce la voz. Es uno de sus hombres, el libertario Antonio Miracle Guitart, peón de albañil de 29 años, que ha sido herido en el costado y está delirando. Sabaté sospecha que le quedan pocas horas de vida. Le contesta secamente:

—Calla, compañero, coño… Cómo voy a dejaros.

Sabaté sabe que Miracle no oye su respuesta, una voz que se pierde entre otra ráfaga de disparos. Frente a la puerta de la masía está el cadáver de un segundo compañero, Paco Conesa Alcaraz, con la gorra teñida de sangre todavía encajada en el cráneo. Tapado con una manta, Juan Sala, el masover, tirita bajo una mesa mientras su mujer, Balbina Alonso, una chica de 19 años, lloriquea y tira a Quico de la manga del mono azul para enseñarle un pequeño rasguño que se ha hecho en el dedo. Quico se tambalea y está a punto de caer:

—Cuidado, mujer, no me distraigas.

Pero Balbina se queja con el pulgar en alto, un fino reguero de sangre le resbala hasta la muñeca y no deja de agarrar a Quico impidiéndole disparar. Sabaté arroja el arma a un lado, y de su botiquín de campaña saca algodón y yodo con el que desinfecta el dedo de la muchacha. Es ya de noche, pero todavía se distinguen dos bultos tirados en el suelo: Rogelio Madrigal, el tercero de sus hombres, de 27 años, está inconsciente desde que lo han derribado frente al mas (Quico lo ha vuelto a meter en la casa arrastrándolo por los pies); Miracle, todavía vivo, sigue delirando:

—¡Sálvate, Quico, déjanos, nosotros ya tenemos lo nuestro, sálvate, Quico!

Es una cantinela atroz, una salmodia que repite desde hace horas, el tiempo que Quico y sus cuatro hombres llevan defendiendo su vida a tiros en el mas Clarà, al lado de Bañolas, a unos 50 kilómetros de la frontera francesa. Juan Sala y Balbina Alonso, que cuidan la masía, permanecen en el interior en calidad de rehenes. Afuera hay trescientos guardias civiles venidos de toda Cataluña para capturar a Francisco Sabaté Llopart, al que llaman Quico, considerado el enemigo número uno del régimen; al frente de ese cerco infernal está el exjefe de la Brigada Político-Social de Barcelona, Eduardo Quintela, que ha venido acompañado de Cazador de sangre, su perro.

Los guardias civiles siguen vomitando metralla sin cesar. Sabaté vuelve a la ventana y suelta una ráfaga de su Thompson. Únicamente cuenta con la ayuda de Martín Ruiz, el último de sus hombres, el más joven, apenas veinte años, y de Hospitalet, como él; pero no es un buen tirador, está herido en el brazo derecho y sólo puede disparar torpemente con el izquierdo. Es su primera misión como guerrillero y está asustado, y a pesar de todo se une a Miracle para pedirle:

—Sabaté, Antonio tiene razón, trata de salvarte tú. Es a ti al que buscan, a nosotros no nos pasará nada.

En un rincón oscuro de la vieja masía hay un antiguo horno de pan, en desuso. Martín Ruiz le insiste:

—Ve… Yo me ocultaré ahí, es imposible que me vean, y, cuando los ánimos estén más calmados, me entregaré.

¿Realmente lo cree Sabaté? ¿Lo da todo por perdido? ¿Se alza en su interior el instinto de supervivencia, egoísta y despiadado? ¿O confía una vez más en esa suerte prodigiosa que lo ha conservado con vida mientras a su alrededor han ido cayendo camaradas, amigos y hasta sus dos hermanos? Miracle, con una voz en la que aletea ya el estertor de la muerte, prosigue:

Salva’ t, Quico, ves-te’n! (¡Sálvate, Quico, márchate!)

Los mira un instante y por fin se decide. Se ajusta el macuto donde lleva la munición, entre el cinturón y la barriga se coloca el Colt del 45 amartillado y se pone la Thompson en bandolera. Es casi medianoche del día 4 de enero de 1960. Los disparos han cesado, pero se oye un murmullo sordo desde más allá del robledal y se adivina una tenue claridad a lo lejos. En la cuadra hay dos vacas que mueven las quijadas rumiando pacíficamente. Quico se desliza a su lado, azuza a una para que salga, se oculta tras ella y procura acomodar su paso al del animal, pero no ha caminado dos metros cuando los recibe una descarga cerrada, la vaca cae mugiendo espantosamente y Quico, de un salto, vuelve a meterse en la casa.

Le han herido en una nalga y en el pie. Los masovers, locos de miedo, están abrazados bajo la mesa sin pronunciar palabra. No ve a Martín Ruiz, lo supone ya en su escondite. Del suelo surge un hilo de voz:

Salva’ t, Quico, salva’ t! (¡Sálvate, Quico, sálvate!)

Quico está a punto de desvanecerse de sufrimiento, coge el botiquín y busca febrilmente la morfina, se la inyecta directamente en el muslo sin quitarse el pantalón, en la nalga se echa un chorro de yodo y, después, se tapona la herida del cuello con gasa. No se quita la bota de montaña que lleva, pues teme que el pie herido se le hinche y no pueda calzarse de nuevo. Regresa a la cuadra; la segunda vaca, como presintiendo algún peligro, se niega a salir. Esta vez, Sabaté no se protege con ella, al contrario, la empuja y el animal se arranca con un pequeño trote; vuelve a oírse una descarga y la vaca cae en una trágica pirueta. Al mismo tiempo, Quico empieza a arrastrarse sobre los codos, centímetro a centímetro va atravesando el pequeño calvero que rodea la casa, las balas de las ametralladoras no lo descubren en su terrible recorrido y consigue llegar a los matorrales. Entonces, increíblemente, en medio de la oscuridad, ve a alguien que repta sobre la tierra hacia la casa y que va diciendo en un susurro a los números apostados:

—No tiréis, soy el teniente; no tiréis, soy el teniente.

En efecto, es el teniente Francisco Fuentes de Fuente Castilla-Portugal. Sin dudarlo, Quico se saca el Colt de la cintura y le pega un tiro entre las cejas. Nadie presta atención a un disparo aislado en medio del crepitar de las armas. Y, reptando de nuevo, Sabaté pasa los cuatro cordones de vigilancia imitando el susurro del oficial:

—No tiréis, soy el teniente; no tiréis, soy el teniente.

Sin reconocerlo, los guardias civiles le abren paso mientras disparan hacia la masía barriendo puertas y ventanas. Quico echa la vista atrás y ve una columna de humo —seguramente han lanzado una granada—, remolinos de chispas y ceniza elevándose hacia el cielo y alaridos de terror. Comprende que sus compañeros han sido aniquilados. No sabemos si en ese instante sintió compasión por aquellos muchachos, aquellos compañeros que se habían dejado arrastrar a esa aventura crepuscular e insensata. No lo sabremos nunca.

En la noche dura y fría se oye una voz furiosa que se destaca entre todas; es la voz de Quintela, que lleva persiguiéndolo quince años:

—¡Quiero a Sabaté! ¡Buscadlo, cojones! ¡Quiero a ese hijo de puta! ¡Traédmelo vivo o muerto!

Quico se aleja cojeando. En las negras montañas que se recortan en el cielo resuenan los ecos:

—¡Vivo o muerto! ¡Vivo o muerto!

Probablemente, Sabaté camina de una tirada los 18 kilómetros que lo separan del puente de la Dehesa de Gerona, aguas arriba, y cruza a nado el río Ter. Permanece escondido durante el día 5, con toda seguridad en alguna cabaña de pastores, y, cuando se hace de noche, con una temperatura de varios grados bajo cero, herido y empapado, recorre otros diez kilómetros hasta llegar a la estación de ferrocarril de Fornells de la Selva, a no mucha distancia de la costa, donde se oculta en una de las barracas que utilizan los peones camineros.

A las seis de la madrugada pasa el tren expreso número 1104, procedente de Portbou, que va a Massanet-Massanas. Quico, pistola en mano, se encarama a la locomotora y encañona al fogonero Joaquín Puig Suárez y al maquinista Pedro García Marcos, un gallego que al día siguiente de estos hechos desapareció para siempre por temor a las represalias. Los dos hombres lo miran aterrados. Sabaté les grita, con la voz desgarrada por el dolor:

—¡Soy el Quico!

Y luego les señala la máquina con la pistola:

—¡Adelante, no paréis hasta Barcelona!

Puig y García, estremeciéndose, le explican que eso es imposible porque en Massanet deben detenerse para cambiar la locomotora de vapor por una eléctrica.

—Venga, pues seguid hasta Massanet, ya os diré allí lo que tenéis que hacer.

Semiinconsciente, pero sin dejar de apuntarles, Sabaté se deja resbalar hasta el suelo, lleva las ropas sucias de sangre y de sus heridas se escapa ya el hedor a leche cortada de la gangrena, pero es tal el pánico que su nombre provoca que los dos hombres se ponen dócilmente a los mandos de la máquina y emprenden el viaje más extraño de sus vidas.

Sabaté reclina la cabeza en la escalerilla y aspira con fuerza el aire marino.