Son las ocho menos cuarto de la mañana del día 5 de enero de 1960, empieza una década caracterizada por el movimiento hippy, el seiscientos, la píldora anticonceptiva, los Beatles… el Opus Dei. Se dice adiós a unos años marcados por la larga sombra de la Guerra Civil que ha teñido de gris toda una época. Maquis, guerrillas, hambre, pobreza, derrota, exilio son palabras que apenas tienen significado para las nuevas generaciones, que se abren paso a codazos con otros problemas y otros combates: la liberación de la mujer, la guerra de Vietnam, el ecologismo, el consumismo, el descubrimiento de las drogas… la lucha contra Franco, claro está, pero en las ciudades, desde la fábrica o la universidad.
Un superviviente, un fantasma solitario, un resto de naufragio es el hombre que ha aprovechado la marcha más lenta del tren a su paso por una zona en obras para tirarse al campo abierto, muy cerca de la localidad de San Celoni; está demacrado, con la barba crecida. Quico ha llegado a San Celoni, donde vive Abel Rocha.
La fiebre lo devora y siente la garganta abrasada. Por un caminillo viene canturreando un labriego con un carro de heno y Sabaté se dirige hacia él con voz ronca:
—Dame de beber, hermano.
El hombre le tiende una botella de vino que Sabaté, que no bebe nunca alcohol, vacía de un trago. Y pregunta:
—¿Vas al pueblo? Estoy enfermo, ¿me dejas ir en el carro?
El hombre, compadecido, asiente y Quico se tumba sobre la hierba, dando la cara a las últimas constelaciones que una a una se van apagando y que para él ya no volverán a encenderse.
Cuántas veces, desde niño, se ha tumbado cara al cielo inmenso y nocturno. Rogent le había enseñado el nombre de todas las estrellas que ahora recita como en un rezo de partida, el único que conoce:
—Osa Mayor, Venus, Marte, Casiopea…
Las sirenas de su infancia cantan todavía al ritmo del carromato meciéndole dulcemente y el heno huele como el cabello de sus hijas, pero la mañana se levanta fría, clara, rigurosa, la luz espejea en las cumbres del Montseny cubiertas de nieve y todo huele a despedida y a peligro. Es un hombre sin futuro y él lo sabe.
En el centro del pueblo, calle José Antonio número 3, Abel Rocha, alto, de ojos insondables y perfil enérgico, se dispone a levantarse. Siguiendo su costumbre, ha estado leyendo hasta muy tarde y el timbre del teléfono que tiene junto a la cama lo ha despertado bruscamente. Es soriano, ocupa un cargo en los sindicatos verticales y tiene 38 años. Durante la Guerra Civil era un niño, pero en cuanto tuvo uso de razón se afilió a Falange Española y se hizo voluntario del cuerpo rural de defensa, el somatén. Ha apagado incendios, controlado inundaciones, socorrido accidentados, pero hoy el trabajo que se le encomienda tiene un signo muy distinto. Al otro lado del auricular el sargento del puesto de la Guardia Civil, Antonio Martínez Collado, se lo comunica:
—Rocha, vamos a «peinar» el pueblo. Me acaban de informar desde la estación del tren de que Quico Sabaté está en San Celoni.
Abel Rocha se incorpora y salta de la cama. Treinta y ocho años después vive en la misma casa de la que salió aquella mañana, y, haciendo un gesto desdeñoso con la mano, niega que le asaltara entonces el miedo: «¿Miedo? No tuve tiempo ni de pensar en el miedo».
Y es que recuerda clarísimamente aquella mañana que lo metió de golpe y sin él pretenderlo en la Historia, pero antes puntualiza: «Que conste que para mí Sabaté era un psicópata que disfrutaba matando. ¿Valiente, arrojado? Sin duda, pero mire usted, por lo demás, lo de todos los maquis. Si le fallaba el factor sorpresa, le fallaba todo. Con el factor sorpresa, matar es tan fácil».
Se queda pensativo y concluye sin jactancia: «Por eso, porque le falló, pudo con él un sencillo hombre de pueblo».
Se levanta de la cama, pues, Abel Rocha y empieza a vestirse en silencio. A su lado duerme su mujer, que no se despertará hasta que todo haya pasado. Y en otra habitación, su hijo. Coge sus armas: «Un subfusil, las Thompson sólo podían permitírselas los maquis, nosotros con un “naranjero” teníamos bastante. Y una Star. Y dos granadas de mano». Se pondrá una de estas granadas en el bolsillo superior izquierdo del abrigo.
Sabaté ha entrado en el pueblo dando tumbos, sabe por experiencia que en su estado no puede ir muy lejos, aunque Rocha niega que sus heridas fueran tan graves como se ha comentado siempre: «Es imposible que estuviera tan malherido; fíjese usted en el recorrido que hizo hasta llegar a San Celoni y tenga en cuenta que yo lo vi caminar y puedo asegurarle que sus movimientos no eran los de alguien que estuviera gravemente tocado […]. El médico que le hizo la autopsia, el doctor Fermín Ibáñez, que era muy amigo mío, me dijo que sólo tenía una herida de bala en el pie, lo del cuello era un raspón y en el glúteo llevaba un esparadrapo que le protegía una especie de llaga. Me dijo también que únicamente si se hubiera quedado tres o cuatro días en el bosque, sin asistencia, hubiera podido sobrevenirle la gangrena. Hágalo constar, por favor, porque estoy harto de esas versiones en las que se dice que yo “maté a un muerto”».
Pero lo cierto es que Sabaté se debe sentir lo suficientemente mal como para evitar internarse en la montaña, que conoce palmo a palmo, y arriesgarse a entrar en el pueblo para preguntarle dónde puede localizar a un médico a una anciana que encuentra casualmente. La mujer le señala la casa del doctor Barri, también en la calle José Antonio, en el número 26. Pero le advierte:
—Probablemente no estará, pregunte usted en la casa de enfrente, donde vive su chófer.
Aturdido, Sabaté entra primero en un chalet de dos plantas, sube unas escaleras, y pulsa el timbre. En la casa vive, sola, una anciana; se llama Carolina y está débil del corazón (morirá al día siguiente de un infarto). La anciana entreabre la puerta y, al ver a un hombre desconocido, la cierra de golpe, asustada y nerviosa. Quico, para salir del paso o quizás para poder descansar, le pregunta:
—¿Puedo pasar a afeitarme?
Baja las escaleras y llama en el portal vecino. Sale a abrir uno de los cinco hijos de Francisco Berenguer, un hombre vigoroso de 33 años que trabaja en la industria textil y en sus horas libres ayuda a descargar arena en una obra. Sabaté entra en la casa y ve a Berenguer sentado en la mesa, desayunando, y le inquiere, perentorio:
—¿Eres el chófer del médico?
Berenguer niega con la cabeza mientras se levanta. Inquietado por su mal aspecto, el hombre trata de llevarlo hasta la puerta para echarlo, y en ese momento advierte que, en bandolera, medio escondida en un armazón que se ha fabricado él mismo, aquel desconocido lleva una metralleta. Berenguer no sabe quién es, pero teme por su familia y, en un impulso inexplicable, trata de arrebatarle el arma y al mismo tiempo expulsarle de su hogar. Se agarran el uno al otro; Sabaté busca febrilmente la pistola Colt que lleva metida dentro del mono e intenta sacarla aunque se lo impide el fuerte abrazo de Berenguer, que consigue al fin arrastrarlo a la calle mientras da grandes alaridos para despertar a la gente.
Rocha ha acabado de vestirse y abre la puerta de su casa. Vive a menos de treinta metros de Berenguer. Sale a la calle y se encuentra al sargento Martínez con otro somatenista, Pepito Sivina. Pero sobre todo ve a dos hombres forcejeando, dando bandazos en un trágico ballet; oye que Berenguer grita:
—Veniu, ajudeu-me! (¡Venid, ayudadme!).
Abel Rocha no duda ni un instante. Con movimientos lentos y precisos extrae la Star, se olvida de la patrulla, y echa a caminar él solo hacia el cruce de las calles José Antonio y Santa Tecla.
Berenguer aúlla palabras incomprensibles, no se sabe quién sujeta a quién, hasta que Quico consigue al fin sacar la Colt con la que apunta al cuello de su enemigo. Seguramente pretende huir de la ratonera en la que se ha convertido el pueblo tomando a Berenguer como rehén, pero de repente, muy despacio, como avisado por un sexto sentido, se gira y ve a Rocha dirigiéndose hacia él. Sin soltar a Berenguer baja parsimoniosamente el arma hasta la altura de su cinturón. Rocha lo recuerda: «Detuvo la vista en mis ojos, sin apuntar, y mirándome con los ojos abiertos, con lo que los expertos en armas llamamos un tiro instintivo, me disparó dos veces».
Una de las balas, del 45, se le incrusta a Rocha en la rodilla: «Rodeándome la articulación, sentí el golpe pero no llegué a caerme al suelo». Y la otra le da en el pecho, a la altura del corazón: «Impactó con esa granada que ve usted ahí. Afortunadamente, detuvo la bala, y, por suerte, no estalló». Y sin pensarlo, para salvar su vida y la de Berenguer, Rocha levanta el subfusil, aprieta el gatillo y suelta un cargador completo. Sabaté abre los brazos, se libera de las armas y de Berenguer; y, así, con los brazos abiertos a ambos lados del cuerpo y de puntillas, parece ofrecer el pecho a la muerte como si quisiera elevarse del suelo; pero de pronto, se dobla sobre sí mismo y va cayendo espasmódicamente sobre el asfalto. «La ráfaga duró cuatro o cinco segundos. En el momento en que Sabaté recibió el primer impacto se volvió, y fue cuando Berenguer resultó levemente herido. Cuando fui a socorrerlo miré el cuerpo tendido de Sabaté y ya me di cuenta de que estaba completamente muerto».
Por la calle helada corren los cantos afilados de los vientos de tramontana y ahora sí se aproximan todos, guardias civiles y vecinos, rodeando a un despojo ensangrentado que fue niño, lucha, desvaríos, miedo, gloria, desdicha, sueños; en fin, que fue hombre.