Un compañero le lleva la noticia a la cárcel de Montpellier:

—El de la 26 se ha instalado en tu casa.

Quico olvida las penalidades que ha tenido que afrontar en solitario todos estos años aquella muchacha alta y guapa que hablaba con voz pausada en el mitin del Coro, la mujer de acero y miel que le ha dado dos hijas, las viejas angustias que su corazón ha cobijado, para quedarse únicamente con una imagen: Leonor en brazos de otro hombre.

¿Es cierta la noticia? Quico no lo duda ni un instante, casi como si hubiera estado esperándola, y borra a Leonor para siempre de su vida y de su pensamiento, como hizo con Manolo y con Facerías. Leonor va a visitarlo, intenta darle explicaciones, pero huye desconsolada ante el odio que destilan las negras pupilas de Quico.

En prisión, los días vacíos y somnolientos llenos de silencio transcurren con desesperante monotonía. Al cabo de ocho meses Quico sale en relativa libertad: debe confinarse de nuevo en Dijon por un período de cinco años y, con engañosa mansedumbre, entra como calderero en Mauvais & Chevassu, donde su patrón es un antiguo compañero de la empresa Mir con el que había trabajado durante su primer confinamiento. Alquila una habitación en la rue Fontaine Sainte Anne y allí le llega la noticia de que su madre ha muerto; no importa lo que digan los médicos, todos saben que su corazón se ha parado de pura tristeza. El padre —que le sobrevivirá veinte años y morirá a punto de cumplir un siglo— le escribe: «Llamó a su Manolet hasta el último minuto».

Quico está destruido, física y anímicamente. Los dolores de estómago se han hecho insoportables, apenas puede trabajar ni comer; en la soledad de su habitación llega a perder el conocimiento, y cuando lo recobra se despierta en el suelo, con la boca cubierta de sangre. Le invade una lasitud paciente e inexorable. Tiene varias úlceras estomacales y los médicos le conminan a operarse con urgencia; va tres veces al hospital para ser ingresado, pero las tres veces se echa atrás. Sabaté teme a la anestesia. Su patrón, Mauvais, al fin le convence, y le da sesenta mil francos para gastos; sus amigos, sin decirle nada, escriben a Leonor para que vaya a reunirse con él en el hospital. Cuando la mujer entra en la habitación, Quico, a pesar de su estado de debilidad, pretende incorporarse y echarla fuera. Le grita:

—Vete, vete, coño, ¿por qué has venido?

—Me han avisado tus amigos.

—¡Déjame morir en paz!

Mauvais y los compañeros le piden que la deje estar al menos mientras dura la operación y el efecto de la anestesia. Todavía pregunta Quico, tembloroso de cólera y fatiga:

—Y el dinero para venir, ¿de dónde lo has sacado?

—He pasado por la rue Belfort y me lo han dado los de la organización.

Rabioso, Sabaté saca de debajo de la almohada los francos que le ha pagado su patrón y los arroja a la cara de Leonor:

—¡Toma, devuélveselos, no quiero nada con ellos!

Después de la operación, Leonor hace guardia a su lado, está veinticuatro horas sin dormir vigilando el rostro exangüe, las sombras que dibuja la luz fluorescente bajo los pómulos de su compañero, porque compañero lo considerará hasta su muerte. En la semiinconsciencia de la anestesia, Quico no hace más que revolverse en la cama:

—¡Vete, déjame! ¡Vete, déjame!

Y también, el grito hondo y primigenio:

—¡Madre! ¡Madre!

Leonor abandona en silencio Dijon, regresa a Toulouse y se entrega casi con alivio a su duro trabajo y a sus hijas, Paquita y Alba.

Quico está quince días en el hospital Regional. A los compañeros que van a visitarle les pregunta con un hilo de voz:

—¿Preparáis algo para España? ¡Contad conmigo!

La primera carta que escribe, trabajosamente, a Juan Bellés, que vive exiliado en Clermont-Ferrand, dice: «No olvides que después de trece años de lucha contra el franquismo no he dejado ni una hora de pensar y actuar para liberar al pueblo español de la feroz fiera que lo está aniquilando moral y físicamente. Por desgracia, a mí no han podido suprimirme las balas asesinas de la policía, que tantas vidas generosas han destruido, pero mis fuerzas físicas me están abandonando… aun así no dejaré ni un minuto de mi vida sin aportar a la lucha mi esfuerzo, por pequeño que sea».

Pasa la convalecencia en casa de dos compañeros, que lo atienden generosamente: Diego Pérez y María Aranda. A medida que va recuperando fuerzas, su obsesión se acentúa: volver a España, derrocar el franquismo. No le importa que en la CNT ya nadie piense como él, que lo tilden de loco, aventurero, incluso malvado. A Juan Perelló, un amigo de la infancia de Gavá, le comenta con amargura: «Los que más me atacan son precisamente los que me deben apoyo y si no lo hacen es para mantenerse en sus cargos y ante el temor de tener que vivir un día del fruto de su trabajo».

En septiembre de 1959, el movimiento libertario celebra un congreso en Vierzon. Sabaté decide asistir y la primera persona a la que encuentra es Emilia, la ex compañera de su hermano Pepe. Emilia está con un refugiado español, junto al que vivirá el resto de su vida, y con su hijo; a Quico le conmueve la sonrisa del pequeño Helios, tan parecida a la de su padre. Emilia se echa en sus brazos y le dice al oído:

—Cuñado, cuídate, que van a por ti.

Y Quico le contesta, también en voz baja, llamándola por el nombre que sólo él conoce entre los presentes:

—Gracias, Popeye.

Se siente una reliquia, un fósil de otra época, los maquis y los guerrilleros urbanos han periclitado definitivamente, y los compañeros más jóvenes lo miran con no disimulada curiosidad. Oye que uno le dice a otro:

—Mira, ése es Sabaté.

—Ah, pero ¿no había muerto?

Quico lleva documentos que explican adónde ha ido a parar el dinero conseguido con sus atracos: abogados, familias de presos y de muertos, los entierros de los compañeros, ayudas a los más necesitados, pero nadie le pide ninguna justificación, es como si se hubiera vuelto invisible. Cuando intenta tomar la palabra, o se ríen o es inmediatamente desautorizado. Pero en lugar de amilanarse, se reafirma en su decisión y en los pasillos reúne a un pequeño grupo de libertarios y les comunica: «Queráis o no queráis, voy a volver a España».

Días después de la muerte de Quico Sabaté, Federica Montseny recordará con acritud aquellas jornadas y aquella resolución: «Se rebeló ante las decisiones de la CNT y pretendió sustituirse a ella… pasó por encima de normas y acuerdos. Decidió ir a España contra todo interés colectivo e individual […], pero hay algo que puede absolverlo delante de mis ojos: la desesperación de su alma y el deseo desenfrenado de vengar a sus hermanos muertos».

Quico va a ver a sus hijas a Toulouse. Está con ellas todo el día y, al despedirse, las abraza largamente a la luz moribunda del ocaso hasta que las niñas, sobrecogidas, se echan a llorar. Paquita y Alba no volverán a ver a su padre, y a su muerte romperán todo contacto con los anarquistas, a los que culparán de la «desesperación de su alma». Años después, en un mayo del 68 en el que las dos muchachas participarán activamente como miembros de una plataforma de inspiración maoísta, colgarán en la pared de su casa, como desafío pero también como homenaje, al lado de un retrato de Quico adolescente, la fotografía de un hombre con muchos puntos en común con su padre: Ernesto Che Guevara.

Dos meses después, Quico se ha procurado suficiente armamento para regresar a España. En su macuto, junto a la munición, lleva también unas «medias de cristal» que su amante de Esparraguera nunca recibirá. Y ha conseguido reclutar, para esta última incursión inútil y trágica, a cuatro hombres jóvenes: Antonio Miracle, Rogelio Madrigal, Francisco Conesa y Martín Ruiz. Cuatro hombres que, sin guardar las más mínimas normas de seguridad, cuentan a sus aterradas familias y a los amigos, que intentan disuadirles, que se van al interior con Sabaté «para armarla gorda». Con fatalismo, los otros libertarios los ven marchar y mueven la cabeza. Hay algunos que dicen:

—No volveremos a verlos.

Pronto, los servicios policiales españoles son informados de esta expedición y firman un pacto: esta vez Sabaté no se les escapará. Quintela deja su retiro en Galicia, donde, jubilado ya, no puede descansar mientras su enemigo siga vivo, y dirige un auténtico operativo bélico. A un lado y otro de la frontera, los dos contendientes toman posiciones. De una parte, Quico y cuatro muchachos inexpertos y desentrenados. De la otra, el cuerpo profesional de la Guardia Civil con unos 300 números.

Indiferentes a las voces que intentan disuadirles, desdeñando presagios y vaticinios funestos, Sabaté y sus hombres cruzan la frontera el día 28 de diciembre de 1959 por Coustouges. Llueve torrencialmente. Quico va a la cabeza del grupo y se tambalea como en la cubierta de un barco bajo el peso del macuto. Se detiene por un momento en la cima del Muga, un pico de esta parte de los Pirineos que había cruzado por primera vez 21 años atrás, y el viento húmedo y huracanado le susurra los nombres de todos los compañeros muertos. Un relámpago gigantesco divide de pronto el cielo con un tajo certero, y desde las cumbres pirenaicas Quico oye a las sirenas cantar.