La locomotora resopla como un animal mitológico y el sonido de las ruedas sobre las vías parece decirle también: «Tu tiempo se acaba». De pie, detrás del conductor, Quico absorbe con sus ojos el paisaje vertiginoso que se agolpa a los lados, los álamos con sus hojas brillantes como campanitas plateadas, el cielo de un azul tiernísimo y doloroso y el camino que corre paralelo a las vías, como una vena de esta tierra que tan bien conoce. Quico pone su mano en el hombro de Saladrigas y le pregunta:
—¿Cuál es el próximo pueblo?
—San Celoni.
Quico es trasladado de la prisión de Montpellier a la de Saint Paul, en Lyon, donde permanece hasta el 13 de noviembre de 1952, y pasa después «tres años confinado en Dijon». Se emplea como fumista en la empresa de calefacciones centrales Mir, en la calle Château Rouge. Llama a su lado a Leonor, que lo sigue con crispada docilidad intentando, en la medida de lo imposible, recomponer una relación hecha trizas. Quico, Leonor y las niñas se instalan en una pequeña habitación de un establecimiento para emigrantes, el hotel Sauvage, en la rue Monge. Leonor trabaja aquí también de mujer de la limpieza, Paquita y Alba estudian en el liceo y nunca terminan de acostumbrarse al aroma picante, a vinagre y a mostaza que tienen las calles.
Mientras, a su alrededor el mundo sigue cambiando. Las tensiones internacionales generadas por la guerra fría entre los bloques comunista y capitalista, liderados por la Unión Soviética y Estados Unidos, respectivamente, están llegando a su punto máximo; en este panorama, Franco se convierte en un aliado seguro y firme del general Eisenhower y, por extensión, de todos los países occidentales. En diciembre de 1955 España será admitida, con todos los honores, en la ONU. Es cierto que México continúa sin reconocer al régimen franquista y que, cada vez que hay ejecuciones en nuestro país, grupos de personalidades en toda Europa recogen firmas y se manifiestan contra el dictador, pero, al mismo tiempo, la economía española recibe frecuentes inyecciones de capital foráneo —solamente Estados Unidos gastaron unos 300 millones de dólares en la construcción de sus bases—; además, los ingresos del turismo comienzan a crecer y, paulatinamente, la sociedad española en general va despegando de un nivel de vida que, hasta entonces, la ha mantenido sujeta a la estricta supervivencia. En 1955, el beneficio de los cinco grandes bancos se multiplica por cuatro y ese verano entran en España dos millones de turistas.
«Nosotros no hemos cambiado. Han sido ellos», dice Franco con arrogancia. Y es cierto, porque el régimen continúa persiguiendo con saña a todo lo que huela a «rojo» o a subversión. El Partido Comunista de España, que ahora depende de Kruschev, se robustece a pesar de que la represión continúa siendo tremenda, pero la CNT, mejor dicho, «las» CNT (el sindicato se halla dividido en grupos de diferente orientación), no son más que residuos de la que fue primera fuerza motriz del proletariado español. La mayoría de libertarios están muertos o cansados: Pancho Massana decide retirarse y se mantiene alejado de la acción hasta que muere apaciblemente en 1981, mientras hace de jardinero cerca de París; Caraquemada vive solitario y acorralado por la Interpol en la montaña y se le hace responsable del ametrallamiento de un matrimonio inglés en la frontera. Sólo José Luis Facerías continúa realizando algunas acciones aisladas; su especialidad siguen siendo las casas de citas.
En octubre de 1951, un suceso conmociona a la alta sociedad barcelonesa. Mientras Face está despojando a los clientes del meublé Pedralbes, un miembro del grupo, José Avelino Cortés, mata a un cliente adinerado llamado Antonio Masana, que está pasando unas horas de intimidad con una sobrina suya, una muchacha de unos 15 años, alumna de las monjas de la Concepción y, en la actualidad, una señora respetable, conocida por su inclinación a hacer obras de beneficencia. A la adolescente, desnuda, le cae encima el cadáver ensangrentado de su tío y amante, y se viste temblando con su uniforme azul de colegiala mientras le suplica a Face entre sollozos que se la lleve de allí:
—Por favor, que no se enteren mis padres, lléveme con usted a Francia, estoy dispuesta a todo.
Prefiere convertirse en una fugitiva antes que enfrentarse a su familia o a la policía, aunque quizás no le influya únicamente el miedo al escándalo, sino también el hecho de que Facerías es atractivo, habla bien y está aureolado por una leyenda romántica. Salen juntos en el coche, un Cadillac que el grupo acaba de requisar, pero Face comprende lo difícil de la situación y la convence de que es mejor que se quede y explique la verdad. Y tanto que la explica. Al día siguiente, la muchacha asiste a una fiesta de sociedad y recuerda delante de sus amigos, con picante ingenuidad, que Facerías la miraba vestirse y que tenía «ojos de terciopelo».
A raíz de la muerte del financiero Antonio Masana, Facerías escapa de España y se va a actuar a Italia, no sin antes ganarse una reprimenda por parte de sus jefes de Toulouse, quienes, como hicieran los dirigentes del PCE en 1949, empiezan a plantearse la eficacia de una forma de lucha que no genera ningún resultado positivo.
La vida de Quico, confinado en Dijon, se desliza secretamente dedicada a su familia y al trabajo. Las muertes de sus hermanos —una cicatriz que no se borrará nunca— y la sospecha de que su sacrificio ha sido en vano porque Franco sigue en el poder, así como el viraje que detecta en la CNT, lo convierten en un hombre introvertido, amargado, frío. Lee mucho y escribe. Cartas a sus compañeros, proclamas al pueblo español o discursos a los obreros y campesinos. Obligados a convivir en unos pocos metros cuadrados, Leonor y él se dan cuenta de que todos estos años tormentosos han abierto una brecha insalvable en su vida en común. A Leonor, los días húmedos y confusos de Dijon no le gustan; echa de menos un mayor contacto con gente de España, cuya colonia allí es reducida, está harta de cocinar con un infernillo en la habitación y de que todo huela a humo y a miseria. La pareja no se pelea, simplemente la tristeza se instala entre ellos e impregna sus días de tedio y melancolía. Leonor lo amará hasta el último momento, pero lo cierto es que ya no pueden vivir juntos.
Quico se distrae hablando con sus hijas, que se ríen cariñosamente de los fallos de su padre con el francés; la verdad es que nunca llegará a hablarlo correctamente. Las niñas son muy buenas estudiantes y Quico las querrá siempre con ternura, pero este cariño no basta para llenar su vida. Su espíritu rebelde, la necesidad de pasar a la acción, la decepción que le produce su vida cotidiana y el odio que siente hacia Franco son pulsiones que no le abandonan y que, al intentar ignorarlas, se vuelven para él una tortura humillante e insoportable.
La fecha prevista en que finalizará su confinamiento en Dijon es el 16 de noviembre de 1955, pero Quico no puede esperar hasta entonces, y el 29 de abril decide volver al interior: añora el latir acelerado del pulso, la respiración jadeante y la borrachera solitaria del peligro. Leonor, que hace tiempo que espera esta decisión y que ya no se hace ilusiones respecto a un futuro compartido, se instala con las niñas en Toulouse, esta vez definitivamente.
Quico prepara su primera entrada en España con minucioso cuidado. Con lo que ha ahorrado estos años de duro trabajo, edita un folleto, Combate, que se presenta como «portavoz de los grupos anarcosindicalistas». Las diferentes secciones de la CNT más o menos oficiales le niegan el derecho a usar su nombre, incluso la FAI elabora un dictamen en el que advierte que «la actuación conspiradora debe tener una amplitud de visión y de concepción que no abarque únicamente el aspecto violento. Deberá tratarse de evitar víctimas inútiles y sacrificios estériles». Pero Sabaté hace oídos sordos, el manifiesto que publica en Combate, que ha escrito él mismo sobre la mesa de su pequeña habitación del hotel Sauvage, empieza diciendo: «Trabajadores y antifascistas todos: ¡Despertad del letargo profundo en que os han sumido la miseria, el hambre y la fatiga!». Es un lenguaje que los españoles ya no comprenden. La gente está cansada y harta de problemas, pero Sabaté no quiere darse cuenta.
El 1 de mayo, con la ayuda de tres compañeros, entre ellos el hermano de Leonor, Pepe Castells, distribuyen Combate en Barcelona; lo colocan en los techos de los taxis y los tranvías y, cuando éstos se ponen en marcha, se desparraman por toda la ciudad. Con ciego optimismo, Sabaté escribe a Toulouse: «Combate es distribuido profusamente en los pueblos y barriadas de la capital, teniendo gran aceptación entre los compañeros y trabajadores en general».
Pero lo cierto es que la organización en el interior está desmantelada, y les cuesta encontrar enlaces y casas para alojarse; Quico, al fin, tiene que recurrir a la hija de un antiguo amigo suyo de la infancia, Ana García López, una chica de 24 años que vive en el Valle de Hebrón, en el número 6 del pasaje San Dalmir, y que no sabe nada de sus actividades. Cuando Quico llega a la casa encuentra a la muchacha desesperada: su marido, Buenaventura Fregine, ha sido despedido de su trabajo —es chófer—, está gravemente enfermo y no hay nada que comer en la casa. Quico sale y efectúa el que será, probablemente, el atraco más paupérrimo de su vida; entra en una tienda de ultramarinos de la Diagonal y se lleva unas latas y algunos embutidos que se apresura a entregar a Ana y a su marido. A los dos les dice que es viajante y que ha comprado estos alimentos con el producto de su primera venta. Ana, agradecida, se abraza a él llorando y llamándole tío Cisco. A partir de aquí, Quico les entregará, siempre que pueda, pequeñas cantidades de dinero para ayudarles.
Sabaté convence a su cuñado Pepe de que para procurarse dinero deben recurrir a las «expropiaciones». Con tres días de diferencia, en mayo, asaltan una tienda de tejidos al por mayor, situada en la Travesera de Gracia, y la oficina del Banco de Vizcaya, en la confluencia de las calles Mallorca y Muntaner. En cada uno de los atracos, Quico ha dicho:
—¡Soy Sabaté!
Esto basta para que nadie intente presentar resistencia. Y además, numerosos testigos identifican a Quico; ahora ya hay fotografía de él, enviada por las autoridades francesas, y en Vía Layetana tienen así noticia de que su enemigo número uno vuelve a estar en España. Los métodos de la policía también han cambiado y sus recursos son inagotables: los dos contendientes de esta guerra particular —Sabaté y las fuerzas del orden— ya no son equiparables.
Por ejemplo, la celebridad de Sabaté juega en su contra, porque que su rostro sea reconocido por la gente no hace sino multiplicar el riesgo. En el mes de noviembre, un ciudadano que no quiere revelar su nombre llama a la Brigada Político-Social explicando que, al pasar por el Arco de Triunfo, ha reconocido a Sabaté, que iba con otro hombre en un taxi con matrícula 71228. La policía se apresura a rastrear la zona y en la calle Almogávares esquina Luchana avistan el taxi, lo persiguen y logran detenerlo en la calle Rosellón. Aquí bajan Serrano, secretario de la CNT de Cataluña, que va desarmado y se escapa corriendo, y el propio Sabaté que, metralleta en mano, dispara varias ráfagas contra el coche oficial, deteniéndolo, y consigue evadirse utilizando un taxi y una furgoneta particular. Se emite inmediatamente una orden de busca y captura de Francisco Sabaté Llopart, poniendo alerta a la ciudadanía sobre este individuo, «considerado un atracador peligrosísimo».
Quico regresa a pie a Francia. Prefiere ir solo. Ojalá pudiera actuar solo también, pero los golpes que prepara precisan de ayuda. No está contento con los compañeros que le tocan en suerte, critica su tibieza y su pusilanimidad; además, no se fía de ellos ni de su comportamiento en los interrogatorios. En realidad, su grado de intransigencia se ha acentuado y ya no encuentra motivación revolucionaria en nadie. Añora a los héroes de antaño, al Noi del Sucre, al capitán Galán, a Díaz Sandino, a Durruti y Los Solidarios, a Puig, a Comas, al Abisinio, y sobre todo a Pepe. Y a Facerías, que tanto le recuerda a su hermano Manolo. Le escribe a Italia y Face, halagado, se apresura a reunirse con él en la frontera. Corre el mes de febrero de 1956. Los dos van a Toulouse, donde Quico aprovecha para ver a sus hijas. Entra en la casa sin avisar y se encuentra sentado en el comedor al compañero de la 26 División. Encima de la mesa, desparramados, están los cuadernos escolares de las niñas, de la cocina llega un olor a aceite y a ajo, suena el teléfono en otra habitación y oye a Leonor preguntar maquinalmente:
—Allô?
A Quico le sobrecoge esta domesticidad ajena y cotidiana que le ha estado siempre vedada y huye avergonzado y herido como un intruso.
Los cada vez más escasos libertarios que pasan al interior tienen una nueva base en la frontera, el mas Graboudeille, a cuatro kilómetros del balneario de la Preste, propiedad de Michel Guisset, que vive allí con su mujer y sus hijos. Quico y Face preparan en esa casa su programa de actuación en España. Sabaté sólo pone una condición: que vayan por libre, sin que lo sepa la organización cenetista de Toulouse. Facerías ya ha pasado por la rue Belfort para informar, pero, para no buscarse complicaciones, nada le dice de esta visita.
Quico va directamente hasta Esparraguera para entregar a sus viejos amigos Marcos, Valverde y Vicente García unos ejemplares de Combate que deben distribuir en la fábrica Sedó, en la que trabajan, y también para ver a una muchacha, la mujer de un compañero, con la que suele encontrarse a escondidas en una viña cerca del camposanto. Pero, el 21 de marzo, Sabaté y Facerías ya están en Barcelona. Lo primero que hacen es dar un largo paseo por la avenida del Paralelo, con el leve rumor del mar cercano; Quico, enfermo de añoranza, le va explicando a su amigo, cinco años más joven, los escenarios de su juventud, una juventud que ahora siente hecha pedazos:
—Mira, al otro lado de la montaña, a la playa del Prat, iba con mi maestro. ¿Cómo era la vieja canción? Ven, oh, mayo…
Y tiene que detenerse, golpeado súbitamente por el hálito de aquellos veranos de arena blanca y caliente, sirenas y estrellas vespertinas.
—Y ahí estaba el bar La Tranquilidad, aquí formé mi grupo, Los Novatos. En este portal vi por primera vez a Buenaventura Durruti. ¿Ves ese quiosco en la esquina? Ahí estuvimos cuatro horas disparando, justo en este cruce cayó Ascaso.
Pepe, Durruti, Puig acribillado en su puesto de libros viejos en el mercado de Santa Madrona… El muchacho del POUM que nadie supo cómo se llamaba. Todos muertos, parte ya del pasado, como el niño insomne que fue Quico y que miraba pasar aquel cadáver a lomos de un borriquillo desde la ventana de su casa.
—¿Ves esas tres chimeneas? Pues, antes, eso era La Canadiense, y me acuerdo todavía de la huelga que hicieron, fue en el… —Quico se pone a calcular y concluye con asombro—: ¡En el 19! ¡Fue en 1919!
Facerías también luchó en la guerra, con sólo 17 años se enroló en la 28 División, la columna Ascaso; aún recuerda el olor a tierra reseca y vino ácido de los pueblos del frente de Aragón:
—¡Las milicianas, tú! ¿Te acuerdas?
—Coño, las milicianas…
Y Quico sonríe al recordar a las muchachas libertarias que el 18 de julio aprendían a manejar un arma: «Le das aquí, aprietas el gatillo y ¡pum!, fuego». Pero, al mismo tiempo que se entrega al recuerdo, esa parte de sí mismo que lo mantiene siempre alerta detecta que alguien les viene siguiendo. Le hace una seña a Face y se meten por el dédalo de callejuelas de Pueblo Seco, y en el límite con la montaña de Montjuïc se paran en una esquina.
Inmediatamente, un hombre que viene corriendo se da de bruces con ellos y cuando, asustado, intenta sacar la pistola, Quico dispara a bocajarro y lo deja muerto. Es el policía José Félix Gómez de Lázaro y Hernáiz, de 45 años, que presta servicio en la comisaría de la avenida José Antonio y que lo sigue porque lo ha reconocido. Los dos amigos se marchan corriendo en medio del pánico de los transeúntes, que no se atreven a acercarse al cuerpo tendido.
Varios testigos presenciales identifican a Facerías y a Sabaté y la Jefatura Superior de Policía solicita del comisario jefe «disponer se proceda a la búsqueda y captura de Francisco Sabaté Llopart y José Luis Facerías por muerte del inspector de policía D. José Gómez Lázaro». Al día siguiente sus fotos salen en la portada de los principales periódicos de Madrid y Barcelona. Pero, el 16 de mayo, una nota firmada por el secretario general da cuenta al juez, con decepción, de que han «resultado infructuosas las gestiones hechas para la busca y captura de los autores del asesinato… de los que se ignora su actual paradero». Y eso que Facerías y Sabaté, con una inconsciencia suicida, habían atracado la Caja de Ahorros de Tiana dos días después, el 23 de marzo. El botín fue magro: sólo 17 000 pesetas. Es la última acción que realizarán juntos.
A Sabaté le llega una carta de un compañero de Toulouse que le da cuenta de la visita de Facerías a la rue Belfort, visita en la que Face comunica a la CNT su nueva asociación con Sabaté, justo antes de entrar en España. Quico se siente traicionado y no atiende a razones. Su nivel de exigencia, su intolerancia y su exagerado individualismo le obligan a romper con su amigo. Los dos hombres se enfrentan a gritos y están a punto de llevarse la mano a la pistola. Face ya se desabrocha la chaqueta con nerviosismo, Quico se palpa el cinturón hasta que un tercer compañero los detiene vociferando:
—¡Coño, justo lo que quiere la policía, que nos matemos entre nosotros!
Finalmente, se limitan a separarse para siempre. Nada sabe, sin embargo, la Brigada Político-Social de este distanciamiento, y cuatro meses más tarde, les atribuye a los dos juntos un atraco en Italia, en Roma concretamente, en la Banca Villanova Monferrato. La Interpol emite una orden —una más— de búsqueda de la pareja.
A pesar de la mediación de los compañeros y de los intentos que hace Facerías para reconciliarse con Quico, éste no le perdonará nunca. Dicen que para demostrarle a Sabaté su moral revolucionaria y su coraje, Face entró en España un año después y al presentarse en una cita con dos compañeros, que ya habían sido detenidos, en el paseo de Verdún esquina Pi y Molist, fue acribillado por la policía. Cuando se acercaron a su cadáver, vieron que tenía la mano agarrotada sobre el tirador de una granada.
Era viernes, 30 de agosto de 1957. Face tenía 37 años.
Pero Quico no sabe adivinar el futuro, qué le importa el futuro, su presente es un dogal de urgencias acuciantes que no le dan respiro. Después de su pelea con Face escoge a otro compañero, Ángel Marqués, y poco antes de regresar a Francia, en julio, atracan el Banco Central de la calle Fusina, al lado del mercado del Borne, disfrazados de campesinos y ocultando las armas en grandes canastos cubiertos con pañuelos de hierbas. Se llevan 150 000 pesetas; al salir colocan en la puerta un artefacto provisto de mecha y le prenden fuego. Cuando llega la policía, Quico y Ángel ya están lejos y la mecha se ha apagado. Los agentes se acercan y advierten que se trata sólo de una mecha dentro de un tubo metálico en el que han dejado un mensaje: «Para que veáis que no soy tan sanguinario como decís: Quico, el analfabeto». Y es que sanguinario y analfabeto son los dos adjetivos que la prensa suele dedicar a Sabaté, junto al de «macabro asesino que ha aprendido sus mañas en el extranjero».
Quico pasa todo el verano de 1956 en el mas Graboudeille. No se encuentra bien, cree tener un cáncer de estómago, pero siente aversión a los médicos y hospitales y se niega a hacerse examinar su dolencia. Prefiere ponerse a dieta, y comienza a alimentarse casi únicamente de leche. Además, empieza a perder oído, y estas dos circunstancias, los dolores de estómago y la pérdida de audición, acentúan su aislamiento.
Prepara un golpe espectacular y un gran despliegue propagandístico. Esta vez son unas hojitas firmadas por la «Agrupación de Resistentes Antifranquistas», en las que Quico escribe: «¡La libertad sólo se consigue al precio de los más grandes sacrificios, la resistencia ha de extenderse!». En las largas tardes de verano, Sabaté idea y construye un mortero para lanzar los panfletos y graba un discurso en un aparato entonces modernísimo: un magnetofón.
En octubre le compra, por 20 000 francos, el pasaporte al súbdito francés Marcel Stoub, y se limita a cambiarle la fotografía. Después, con Ángel Marqués y un compañero llamado Amadeo Ramón Valledor, cruzan la frontera. Esta vez, entre el mortero, el magnetofón, la propaganda, y las armas, llevan cuarenta kilos de peso cada uno; Valledor y Marqués protestan y al final cogen un tren que los deja en Barcelona. Ninguno de los dos le inspiran a Quico confianza, pero debe conformarse porque cada vez le cuesta más encontrar compañeros dispuestos a seguirle.
En Barcelona se alojan en casa de Valentina Crespo, en la calle Tarrós. Instalan el mortero en el techo de un taxi, después de convencer al conductor de que son circulares de la Falange, y en un solo día distribuyen toda la propaganda. Quico está tan orgulloso de su invento que incluso se fotografía con él en un descampado de la avenida del Tibidabo. También van a la salida de la fábrica de la SEAT y ponen en marcha el magnetofón, pero los obreros huyen despavoridos ante el rugido irreconocible que sale del aparato. Sin embargo Quico escribe a Toulouse: «Los trabajadores de Barcelona están impresionados por la modernidad de nuestro sistema propagandístico».
Y el 21 de diciembre realizan una «expropiación». Para Quico Sabaté será su último atraco. La empresa escogida es Cubiertas y Tejados, en la calle Lincoln. Mientras Marqués inmoviliza al personal y a los clientes, Quico y Valledor conminan al cajero a que les abra la caja fuerte. Se llevan un millón de pesetas. Los tres amigos huyen en un taxi.
La policía se pone en pie de guerra y los agentes registran todos los domicilios que pudieran estar comprometidos. Quico permanece oculto en la casa de la calle Tarrós, pero el día de Navidad, creyendo que la mayoría de agentes deben estar de permiso, decide ir a Esparraguera; necesita ver a su amante y acariciar furtivamente su cuerpo, aunque sea sobre el duro suelo de una viña. Antes de salir le encarga a Ángel Marqués que lleve mil pesetas a Ana García y su marido, todavía enfermo, que están pasando una Navidad pobre y triste. Después de a la casa de Ana, Marqués va a uno de los domicilios vigilados día y noche, donde es detenido.
Ángel «canta» de plano; él dijo más tarde que fue por culpa de un suero de la verdad que le habían inyectado. Lo primero que le sacan es la dirección de la calle Tarrós, donde detienen a la propietaria, Valentina, aunque Valledor puede escapar. Ángel da también las señas del piso de Ana y su marido, que sólo saben hablarle al comisario de las bondades del tío Cisco y de su trabajo de viajante.
Cuando Sabaté regresa de Esparraguera se da cuenta inmediatamente del apresamiento de Ángel, y comprende que en Barcelona ya no tiene ninguna dirección segura. Por una coincidencia increíble, encuentra a Valledor deambulando por la ciudad y lo recoge con el taxi; intenta volver a Esparraguera, esta vez a casa de sus amigos de la fábrica Sedó, pero Marqués ha dado también estas señas y la casa está tomada por la policía. Marcos, Valverde y Vicente García han sido detenidos y pasarán siete años en prisión. Marqués no ha dicho nada de la amiga de Quico, de hecho no la conoce, y por eso no es incluida en la redada, pero Quico, en alerta máxima, no se atreve a ir a su casa; además, sabe que el marido hace tiempo que sospecha y teme que lo denuncie. El taxista, que ha detectado algo raro, huye en el mismo pueblo con parte del botín del atraco.
Sabaté y Valledor regresan a Barcelona en tren, es el día de Navidad más largo de todas sus vidas. Es ya noche cerrada, los bares echan el cierre, los últimos espectadores salen de los cines, los teatros y espectáculos han bajado el telón. Los serenos los miran con suspicacia. Sin amigos y sin ninguna dirección segura, Sabaté opta por una decisión desesperada: ve que un hombre está a punto de meterse en su casa de la calle Cartagena número 341. Quico le apunta con su pistola y le dice:
—Soy Sabaté, voy a subir contigo a tu casa a pasar la noche. No hagas nada.
Arriba están la mujer y la hija de aquel hombre, que ha salido un momento para ir a felicitar la Navidad a sus padres. Sabaté y Valledor pasan 48 horas en la casa, en la que siempre queda alguien como rehén. Mientras, prosigue la acción policial: a raíz de la confesión de Ángel Marqués son detenidas 44 personas, entre hombres y mujeres. A todos ellos los acusan y condenan por haber prestado ayuda a Francisco Sabaté Llopart.
Sabaté y Valledor pasan un mes en otro domicilio, después de haber entregado 70 000 pesetas a sus forzados anfitriones como compensación, y sólo se separan cuando pisan de nuevo tierra francesa. Quico quiere pernoctar en el mas Graboudeille, pero Ángel también ha dado esta dirección y los gendarmes han arrasado la casa y detenido a su propietario. Exhausto, agotado, enfermo, Quico llega por fin a Toulouse y va directamente a la rue Belfort, a entregar las 300 000 pesetas que le quedan del último atraco: son para los 44 compañeros que están presos en España. Los libertarios de Toulouse lo reciben fríamente, y Sabaté, sin descansar, escribe un largo informe en el que defiende su actuación: «Algunos compañeros desaprensivos intentan difamar nuestra conducta llamándonos atracadores, malhechores, lo mismo que hace el enemigo franquista. Estos últimos para justificarse ante el mundo, nuestros compañeros para justificar su inactividad y su cobardía. Proseguimos y proseguiremos nuestra lucha de cara a España, ya que consideramos que la inercia es la muerte del espíritu revolucionario…». Paralelamente y con un lenguaje similar, Franco explica en un mensaje frente a las Fuerzas Armadas: «No descansaremos en nuestra lucha contra los enemigos de España, no abandonaremos ni uno solo de los objetivos de nuestra revolución…».
Pero, de momento, para Quico la revolución tiene que esperar. Las confesiones de Ángel Marqués han llegado tan lejos que han cruzado la frontera. Su compañero le ha acusado de ser el creador del depósito de armas del mas Graboudeille y el 12 de noviembre de 1957 la policía francesa, como en una pesadilla recurrente y angustiosa, vuelve a detenerlo.