Y no es que a Quico le falten ganas de atentar contra Franco, pero lo cierto es que está encerrado en una cárcel francesa y, entretanto, su familia se desmorona. Leonor abandona para siempre el Caseneuve Loubette y se va con sus hijas a vivir a Toulouse. A pesar de la pequeña ayuda que recibe de la organización confederal, debe emplearse de mujer de la limpieza para ganar su sustento y el de las niñas, que entran en un colegio y pronto se adaptan al ambiente de ciudad y a una vida modesta pero ordenada. El compañero de la 26 División también se va a vivir a Toulouse y visita a Leonor con frecuencia; ambos tratan de rescatar juntos los pedazos de sus vidas rotas; quizás, ni ellos mismos lo saben, están enamorados.
Como el mas Tartas ya no puede servir de base guerrillera y menos de vivienda (está «quemado»), también Manolo se instala en Toulouse, con Pepe y Emilia. El mayor de los Sabaté poco a poco va saliendo del estado letárgico en el que cae cuando apresan a Quico, porque, con los años, los papeles de aquellos hermanos de hierro han ido cambiando y, si de jóvenes era Pepe el que influía en Quico, ahora es al contrario. José Francisco explica que «al lado de Quico, a Pepe se le veía desdibujado… hasta en lo físico, era muy alto, delgado y pálido, aunque no débilmente constituido, en contraste con Quico, moreno, fuerte, con los pómulos muy salientes y los ojos hundidos y muy negros… Pepe asentía siempre a todo lo que decía Quico…, le sigue ciegamente, no tiene otra voluntad que la de su hermano».
Así pues, el encarcelamiento de Quico le ofrece a Pepe una oportunidad de volver a esgrimir aquella autoridad aciaga y remota, ninguna premonición de desastre lo detiene. Al contrario, día a día recupera la confianza en sí mismo y decide al fin formar un grupo para ir al interior. Manolo remolonea a su alrededor con aire desamparado mientras juega con su sobrino, ayuda a Boticario a empaquetar ejemplares de Solidaridad Obrera, y va a reuniones en la rue Belfort, pero la teoría le aburre. Lee libros del Coyote, le fascinan las armas, sueña con que su foto salga en los periódicos y con que los padres asusten a los niños con su nombre:
—¡Que viene Manolo!
Tiene 24 años. Sus hermanos, a su edad, ya habían hecho una guerra, ya habían matado y estado a punto de morir. ¿Cómo conformarse con menos? La madre, desde España, le escribe unas cartas angustiosas que le dan unas horribles ganas de llorar: «Manolet, fill, no facis bestieses. Pep, cuida’t del teu germà (Manolet, hijo, no hagas tonterías. Pepe, cuida a tu hermano)». Quizás por eso Pepe se niega a llevarlo, pero ante su insistencia, momentos antes de partir, con su hijito agarrado al cuello sin querer soltarse, concede entre dientes:
—Ya hablaremos cuando vuelva.
Los anarquistas se han quedado solos en la lucha guerrillera. El también duramente castigado Partido Comunista de España hace ya meses que ha decidido renunciar, a sugerencia de Stalin, a esta peculiar forma de combate, y opta por otros métodos para derrocar al franquismo, como infiltrarse en las organizaciones sindicales legales, por ejemplo. Pero la CNT, rota y enfrentada, es incapaz de tomar una decisión unitaria y, al mismo tiempo, no sabe cómo atajar la sangría constante que le amputa sus mejores miembros: en diez años, caen 22 comités operativos y los grupos anarquistas son desmantelados. Lo reconoció Federica Montseny en una entrevista concedida años después a la revista Tiempo de Historia: «Bajaron tantos compañeros a morir en aquella época… En el interior funcionábamos muy limitadamente, muchos morían por pequeños descuidos en la ropa, en el calzado, pues no estaban acostumbrados a la clandestinidad… A partir del 47, las guerrillas fueron disolviéndose».
Es cierto que fueron disolviéndose, y de la forma más atroz, porque fueron muriendo casi todos sus componentes. Pero todavía hay muchos, idealistas para unos, irresponsables para otros, que están listos para sustituir a los que caen. Ramón Vila, Caraquemada, está formando también un grupo y Manolo lo busca para rogarle:
—Yo también quiero ir, Ramón. ¿Cómo me voy a quedar tan tranquilo mientras Quico está preso y Pepe se está jugando la vida? Tengo las mismas ideas que vosotros. ¿Por qué no me dejas ir contigo?
A regañadientes, Caraquemada acepta. Manolo bajará con los hermanos Saturnino y Gregorio Culebras, de 29 y 39 años, naturales de Guadalajara, José Conejos, un barcelonés de 38, el tolosano Manuel Aced Ortell y Juan Busquets, alias el Senzill. Manolo lleva con él a Helios Ziglioli, el italiano, pero Caraquemada les advierte:
—Vendréis únicamente hasta Tarrasa, allí haremos un sabotaje en la línea de alta tensión y después regresáis a Francia sin pasar por Barcelona.
Manolo fantasea con la idea de realizar alguna hazaña deslumbrante que oscurezca la fama de sus hermanos y los deje con la boca abierta. Delante del espejo ensaya posturas con la pistola y miradas que produzcan escalofríos. El pequeño Helios entra a gatas en la habitación, y se abraza bramando como un becerro a las botas nuevas y relucientes de su tío, esas botas que tanto dinero le han costado y que, caray, tanto daño le hacen.
Antes de salir de Toulouse visita a la familia del arrepentido José Francisco, su compañero en la fragua de Burdeos, que está en el interior con el grupo de Pancho Massana. Luz, la mujer de José, le da una carta para su marido:
—Le digo que estoy esperando un hijo.
Pasan la frontera el 4 de septiembre de 1949 por Palou y proyectan realizar un atraco en el Pont de Vilomara para llegar con fondos a Barcelona. Lo primero que hacen todos cuando están en España es quitarse las botas nuevas para volver a calzarse las alpargatas. El miembro del grupo Juan Busquets explica aquellas jornadas, marcadas ya por el aliento de la tragedia: «Éramos un grupo muy poco preparado para efectuar largas caminatas y, en la carretera que va de Rocafort a Vilomara, Saturnino decidió requisar un coche. Al primero que vimos llegar le hicimos señas para que se detuviera; el vehículo aminoró la velocidad como si fuera a obedecer la orden, pero cuando llegó hasta nosotros aceleró y casi nos atropella. Disparamos varias ráfagas de ametralladora contra las ruedas traseras y el automóvil quedó inmovilizado en la cuneta con los neumáticos reventados. El propietario era un industrial de Manresa, que viajaba con su chófer y una joven sirvienta que resultó herida… Para que la llevaran al hospital, les empujamos y prosiguieron su camino…».
El grupo, ya ganado por el desaliento, abandona el proyecto de atracar en Pont de Vilomara y decide pernoctar en un pinar entre la Pobla de Lillet y Guardiola. Se queda Manolo haciendo guardia, es noche cerrada y, bajo un cielo suntuoso, cuajado de estrellas, el bosque se llena de los mil sonidos que se despiertan cuando todo duerme. De pronto, de entre unos árboles cercanos, oye unos pasos. Nervioso, no sabe qué hacer, hasta que ve una sombra. Apunta, y alguien grita:
—¡Manolo, no tires!
—¡José Francisco, coño, José Francisco!
Manolo deja el arma a un lado y corre a abrazarlo. El luego arrepentido está con su grupo, el de Massana, no muy lejos de allí, y ha decidido venir de visita. Se sientan y Manolo saca de su macuto la carta de Luz; José se entera así de que va a ser padre. Ante la expresión risueña de Manolo, le pregunta:
—¿Ya lo sabías, verdad?
—Luz me lo dijo, ¡ya verás qué hijo vas a tener! Haremos de él lo que yo quise ser hasta meterme en todas estas aventuras.
Se acerca más y en voz baja, con un quiebro infantil y los mismos ojos de antracita de su hermano, dice:
—Mira, José, no se lo digas a ninguno de éstos; de verdad, de verdad, ¿sabes lo que a mí me gustaría ser? ¡Torero!
De madrugada José Francisco se va y el grupo bordea la sierra de Sant Llorenç de Munt hasta Matadepera. Aquí entierran el armamento y se dividen: Aced, Conejos y Gregorio se van hacia Tarrasa; Busquets y Saturnino a Barcelona, a contactar con Pepe Sabaté y buscar alojamiento para todo el grupo; mientras, Caraquemada, Helios y Manolo se quedan en el monte, esperando. Pero el incidente del coche ametrallado pone en alerta a la Guardia Civil de la provincia, que rastrea palmo a palmo la zona. Cuando oyen que una patrulla sube a la cueva donde están escondidos, los tres se ponen a correr ciegamente. Llueve y pronto están exhaustos, rodeados de siniestros árboles negros como alquitrán y con las alpargatas empapadas. Helios y Manolo terminan arrastrándose, Caraquemada los ha de empujar para que avancen y si caen al suelo los levanta a patadas. La Guardia Civil les da caza:
—¡Alto a la Guardia Civil!
Manolo duda, le tiembla la pistola en la mano y está a punto de entregarse, cuando ve que Ramón y Helios disparan con las Thompson. Les contesta una descarga cerrada que alcanza al italiano, que muere bramando de dolor con el cuerpo destrozado. Manolo empieza a dar diente con diente, es un montón de carne de 24 años, tembloroso y aterrado, y Caraquemada tiene que cargar con él para cruzar el cerco y huir a campo traviesa.
Pasan dos días cerca de una balsa alimentándose de raíces en medio del olor a podrido del agua estancada. Manolo se da cuenta de que él no está hecho de la misma fibra que sus hermanos y se jura a sí mismo que, si sale de ésta, regresará al lado de sus padres. No puede sacudirse el frío de encima y le pregunta a Caraquemada incesantemente:
—¿No me puede pasar nada, verdad, Ramón, si vuelvo a Hospitalet? Nadie me conoce, yo nunca he hecho nada.
Los ojos velados por la muerte de Helios le asaltan en sueños como latigazos de espanto. Tampoco posee la resistencia de un sarmentoso Caraquemada, capaz de comer saltamontes si es necesario; Manolo tiene los pies en carne viva, enloquece de terror y se muere de hambre. Un tic, un movimiento espasmódico se le instala en el ojo. Algo se rompe dentro de él y empieza a suplicar:
—Déjame bajar al pueblo, Ramón, por favor, tengo hambre, bajo al pueblo, entro en una tienda y vuelvo a subir, Ramón, tengo hambre.
Lo repite hora tras hora con voz enfermiza. Caraquemada teme que se escape y al fin decide ser él el que baje, aunque es consciente del peligro que corre.
—Tú quédate aquí, no te muevas hasta que regrese.
Arrastrándose bajo la lluvia, llega hasta una masía cerca de Calders, en un lugar abrupto, al lado de un barranco. La casa está en silencio, con las luces apagadas, pero Ramón se aproxima cautelosamente, y esto le salva la vida. Está a punto de llamar cuando lo recibe una lluvia de balas: la Guardia Civil está apostada dentro, esperándole. Caraquemada retrocede hasta que llega al borde del barranco, se tira a él de cabeza y cuando llegan los guardias civiles sólo ven sus huellas en el barro húmedo y un tenue rastro de sangre.
Quizás Manolo ve lo acontecido desde su escondite o, después de esperar largo rato, comprende que su compañero ya no regresará. Piensa que está muerto, abandona las armas y baja al llano; vaga desorientado, llega a una carretera y entra en Moià andando pacíficamente. Al pasar frente al cuartelillo de la Guardia Civil, parece aliviado cuando el número que está de guardia lo coge del brazo y lo mete dentro. Inmediatamente se identifica:
—Manuel Sabaté Llopart.
Sin escuchar ni una palabra más, el comandante del puesto se lanza hacia el teléfono para llamar a Barcelona:
—¡Tenemos a Sabaté!
Quintela aúlla más que grita:
—¿Cuál? ¿Quién? ¿Pepe? ¿Quico?
—No, Manuel —contesta el comandante de Moià.
No hay ninguna referencia a Manolo en los archivos de la policía, únicamente un comunicado de la Interpol en el que se informa de su detención en el mas Tartas y su posterior puesta en libertad. Pero es un Sabaté, el único que tienen a mano, y ha de pagar por ello.
Lo trasladan a Barcelona, pasa una semana en comisaría. En su ficha, el funcionario anota las causas de su detención: «Bandidaje, terrorismo y depósito de armas y explosivos».
Porque, aunque está desarmado cuando lo encuentran, Manolo pronto confiesa el lugar en el que han enterrado los fusiles, las pistolas y los explosivos, así como los nombres de sus compañeros y las direcciones que conoce en Barcelona. Manolo se vacía sin necesidad de ser «convenientemente interrogado», es decir, sometido a tortura. Su confesión propicia, al parecer, un largo rosario de detenciones. Cuentan que en esos días, en la comisaría de Vía Layetana, se extinguió para siempre la lumbre alegre de sus ojos y que terminó deshaciéndose en lágrimas pidiendo perdón todavía no se sabe a quién.
Las confesiones. Las delaciones. Otro tema espinoso, casi tanto como el de las relaciones sentimentales de los anarquistas, dos asuntos sobre los que estos hombres duros, acostumbrados a las armas, al peligro y a la muerte, son extremadamente pudorosos y reticentes. Las confidencias que se les puede arrancar han ido acompañadas siempre de un «No digas que te lo he contado yo…», «Esto mejor que no lo trates…», «¿Por qué te empeñas en hablar de estos temas?», y también «Los trapos sucios, mejor lavarlos en casa». Pero lo cierto es que el aguante de los libertarios sometidos a tortura es el laurel de su lucha, excepto para unos cuantos que se desfondan y «cantan», aunque estas confesiones no les ahorren condena, ya que casi todos ellos acaban ajusticiados.
Ya sin armas, a los pocos días son detenidos, sin oponer resistencia, los restantes componentes del grupo que habían pasado con Manolo desde Francia, excepto Ramón Vila, quien, gravemente herido (con una pierna rota), consigue a pesar de todo cruzar la frontera.
Quico y Pepe son informados de la actitud de su hermano pequeño en comisaría, y sus respectivas reacciones demuestran el talante particular de cada uno de ellos. Quico, despiadado con él mismo y con los demás, reniega de Manolo: nunca volverá a pronunciar su nombre, lo borrará de su vida. Pepe, aun condenándole, y doblemente enfadado porque le ha desobedecido, se pone inmediatamente a elaborar un plan de fuga.
En Barcelona deambulan a la deriva en estos momentos —octubre de 1949— noventa hombres que han venido de Francia, casi todos ellos buscados por la policía. Encontrar un alojamiento seguro se convierte en su tarea prioritaria, junto con la búsqueda de dinero, ahora ya simplemente para poder comer. Sólo conocen un medio de procurárselo, los atracos. En una semana, Pepe realiza seis «expropiaciones», dos de ellas el mismo día; en una borrachera de actividad suicida, mantiene un pulso salvaje con la policía, que estrecha el cerco alrededor de él. Sus compañeros van cayendo en lento y penoso goteo. Los primeros son Oltra, un militante valenciano, el montañés Cecilio Galdós y el enlace Carlos Cuevas, ametrallados cerca de la frontera mientras están afeitándose; después, el joven libertario aragonés Luciano Alpuente, acribillado a tiros en la calle Conde Borrell tras efectuar una «expropiación» en el Banco de Vizcaya; a continuación es detenido Montes, el guardaespaldas de Pepe. El día 17 de octubre, éste realiza un atraco en una joyería de la Vía Layetana. Manuel Capdevila, el propietario, que además es un prestigioso pintor, tiene el triste honor de ser la última víctima de Pepe Sabaté. Casi cinco décadas después, su hijo explica que a su padre, que tiene 87 años, no le conviene rememorar aquel episodio ya que está delicado del corazón, pero cuando él habla sobre cómo les afectó el atraco, su voz destila sarcasmo y amargura:
—¿Que cómo nos afectó? Pues, ¿a usted qué le parece? ¡Nos arruinaron! ¡Nos lo quitaron todo!
El día 19, Pepe tiene una cita con Pedro Adrover, alias el Yayo, en la calle Trafalgar, cerca del Arco de Triunfo, en la parada del tranvía 46, pero alguno de los compañeros a los que han cogido con vida se lo ha contado a la policía. El lugar está tomado por las fuerzas de seguridad. Adrover, que es siempre muy puntual, vislumbra a Pepe y, cuando se dirige hacia él con una sonrisa pintada en el rostro, ve que Pepe saca la pistola y dispara con una rapidez asombrosa: en el hueco de un árbol, un hombre cae muerto al suelo. Es el agente Luis García Dagás, «camisa vieja» de la Falange, además de policía. Adrover huye de allí, intenta alejarse sin correr, siente las piernas como si fueran de madera, esperando en cualquier momento un tiro por la espalda. Pepe, gravemente herido en el pecho, va corriendo en zigzag entre los transeúntes que, asustados, le abren paso, corre por la ronda de San Pedro, va rugiendo:
—¡Ayudadme, me muero, me muero, ayuda!
Atraviesa grupos de paseantes que van cogidos del brazo y se separan boquiabiertos sin prestarle auxilio.
—¡Ayuda, ayuda!
Baja por el pasaje San Benito apoyándose en las paredes, atraviesa la plaza San Pedro y ya en la calle San Pedro Más Bajo se derrumba sobre un hombre joven, agarrándose de las solapas de su americana, y le suplica:
—¡Voy herido, ayúdame!
El hombre lo toma por un agente del orden y lo arrastra hasta una farmacia cercana en la misma calle, una farmacia que todavía existe. El farmacéutico lo hace sentar en una silla mientras busca gasas y desinfectante, pero Pepe, moribundo, cae de la silla al suelo, y del suelo lo recoge la policía con el mapa de la muerte ya pintado en el rostro. Pepe termina de morir en el mismo taxi que lo conduce al dispensario de la calle Sepúlveda.
En un principio, el comisario no está seguro de cuál de los hermanos Sabaté se trata, pero sus padres, destrozados, no tardan en identificarlo. Este hombre que tanta tinta ha hecho verter a Quintela tiene un epitafio muy simple. La policía se limita a apuntar en el legajo 28-3, expediente 138, estos datos concisos: Sabater Llopart, José, CNT-FAI, atracador. Y, escrita a mano, cruzando la cartulina, esta palabra: MUERTO.
A Manolo se lo dicen los funcionarios de la Modelo:
—Olvídate de que tu hermanito te vaya a ayudar a largarte de aquí.
Y también:
—Un Sabaté menos.
Alguien le explica, además, que Quico, en la prisión de Montpellier, lo maldice y no quiere que nadie pronuncie su nombre en su presencia; ya ha corrido la voz de que no ha sabido aguantar, que en el momento de la verdad le han faltado cojones y temple revolucionario y que ha cantado… Manolo está desmoralizado y solo, únicamente sus padres van a visitarlo. Todos los jueves y los domingos, sus padres, Manuel y Madrona, convertidos ya en dos ancianos, van andando desde Hospitalet hasta la cárcel; con el dinero que se ahorran del tranvía y con otros sacrificios pueden llevarle alimentos, escasos y pobres, pero desde luego mejores que los que comen ellos en casa. En las visitas, la madre llora continuamente:
—El meu Manolet, qué has fet, Manolet! (Mi Manolet, ¡qué has hecho, Manolet!).
La magra paga de jubilado del padre les hace pasar tantas penurias económicas que la madre de Busquets, que tampoco nada en la abundancia, se compadece y los invita a desayunar en una lechería que hay enfrente de la prisión. A veces, la propietaria los deja subir al balcón para que Madrona pueda ver a su hijo paseando por el patio.
Siempre solo. Cuando le levantan la incomunicación, se da cuenta, por la hostilidad con que lo reciben sus compañeros, de que también están enterados, una hostilidad en la que quizás influye cierto rencor también, el de saber que contra él no hay cargos de sangre y que, probablemente, pronto podrá obtener la libertad. Juan, su hermano, que sigue queriendo ser cura, lo visita y le habla de Dios; además, Manolo traba amistad con un sacerdote mercedario, con el que hace planes pueriles y candorosos para cambiar de vida cuando salga a la calle. Buscará un trabajo, se casará, tendrá hijos…
—Yo ya me he dado cuenta de que «aquello» no es lo mío.
Llega el día 9 de diciembre, fecha de su juicio. Hay expectación, Manolo es un Sabaté y los de la Brigada Político-Social se acercan a observarle como si fuera una fiera del zoológico. Los componentes del jurado son todos militares de alta graduación y el juez instructor es el coronel de infantería Luis Pumarola Alaiz. El fiscal abre la sesión:
—Los acusados, Juan Busquets Vergés, alias el Senzill, Manuel Aced Ortell, José Conejos García, Saturnino Culebras Saiz, alias Primo, Gregorio Culebras Saiz, Manuel Sabaté Llopart y Miguel Acevedo Arias, vinieron de Francia clandestinamente con armas y la intención de cometer atracos y actos de vandalismo.
El fiscal lee los mismos cargos a todos los inculpados con tono monótono: «… introducción de armas en España y participación en las atrocidades de la Guerra Civil». Cuando hace esta acusación a Busquets, parece contrariarse por un momento al comprender que éste, durante la guerra, no podía tener más de diez años, pero no se arredra, limitándose a añadir:
—Si no fue él, fueron otros.
Curiosamente, no lee ningún cargo contra Manolo, probablemente porque no sabe qué imputarle: durante la guerra tenía nueve años y no ha realizado ninguna acción violenta; si no se llamara Sabaté, probablemente no estaría ni siquiera encarcelado. Su defensor, un abogado nombrado por el mismo tribunal, esgrime su juventud y la falta de pruebas para pedir su absolución.
El consejo de guerra dura cuarenta y cinco minutos. La sentencia se comunica casi de inmediato: «RESULTANDO: que el correspondiente consejo de guerra ha dictado sentencia condenando al procesado Saturnino Culebras Saiz a la pena de muerte, por ser el jefe de la banda, y a los procesados Juan Busquets Vergés y Manuel Sabaté Llopart también a la pena de muerte con la concurrencia de agravante de la trascendencia de los hechos en que han tomado parte…».
El resto de los procesados, con sentencias de prisión más o menos largas, son ingresados en otra galería; los tres condenados a muerte, hermanados de nuevo por este lazo terrible, son encerrados en celdas individuales. Sólo se verán entre ellos una hora diaria, en el patio, pero Manolo no se deja ganar por la desesperación porque todos creen, y él el primero, que lo indultarán. Saturnino y Busquets no se cansan de repetirle:
—Si alguno de nosotros se salva, ése serás tú.
Manolo y Busquets ocupan celdas vecinas y se comunican a través de la taza del retrete. Hablan y hablan para tratar de olvidar su situación, pero la verdad es que la idea de la muerte, el pánico a las «sacas», la forma en que afrontarán el último momento, si es que llega, no deja de atormentarles. Un día Manolo le dice a Busquets:
—Si somos nosotros los que vamos a capilla, pediremos como último deseo comer arroz con leche y así les demostraremos que no hemos perdido el buen humor. Si me toca a mí solo, te doy mi palabra de honor de que mi última voluntad será el arroz con leche en recuerdo de nuestra amistad.
Es a Busquets al que se le ocurre explorar el desagüe del retrete para ver si es posible evadirse por ahí, y Manolo lo secunda con entusiasmo; recuerda que Quico intentó también la fuga por un sitio así cuando estuvo preso durante la guerra. Emprenden la excavación con una cuchara, hasta que tropiezan con grandes bloques de piedra y comprenden que deben desistir de su propósito. Los funcionarios descubren a Manolo, que es castigado: se le prohíbe recibir visitas.
Pasa la Navidad, empieza 1950, llega el día de Reyes. La ciudad resplandece con timidez con sus modestos adornos, la cabalgata recorre el paseo de Gracia con sus Reyes Magos que huelen a naftalina e indigencia, y los niños ponen agua y pan duro para los camellos y sacan los zapatos al balcón. Este año las niñas piden una muñeca negra que se llama Babalú y los niños una bicicleta Orbea. Justo delante de la cárcel Modelo se instala una castañera con su toquilla de punto de media y a veces, cuando hace viento, y en las horas amargas del anochecer, a los condenados a muerte les llega un aroma dulzón e intermitente a madera y carbón quemados.
Finalmente, en febrero, Busquets comunica con su madre y su hermana. Por su nerviosismo ya comprende que tienen noticias; su hermana llora y ríe a la vez y casi se atraganta cuando le explica que a él le han conmutado la pena de muerte, pero que Saturnino Culebras y Manuel Sabaté serán fusilados la próxima madrugada.
La familia de Saturnino lo sabe y está desesperada. La madre de Manolo, a la que no permiten visitar a su hijo mientras dura el castigo, todavía no se ha enterado, pero espera en la puerta para saber si hay alguna noticia.
—En cuanto salgamos a la calle, la invitaremos a un café con leche y le diremos la verdad. Tú a Manolo y a Saturnino es mejor que no les digas nada.
Busquets recuerda aquella tarde pavorosa: «Sentí un frío que me helaba los huesos… Yo no sabía cómo dar la mala noticia a Sabaté… Tres golpes en la pared significaban que habría “saca”, dos golpes, peligro, un golpe no hay novedad. Por fin me decidí y di dos golpes. Él me contestó con otros dos para hacerme saber que había comprendido el mensaje. Me acosté, me invadió el cansancio y me quedé dormido. Me despertó con sobresalto el ruido de cerrojos y pisadas en la celda vecina. Minutos más tarde oí cómo las pisadas se alejaban y cómo se cerraba la cancela principal. Al día siguiente, uno de los presos me contó que, cuando el director le preguntó a Manuel cuál era su última voluntad, éste contestó: “Comer arroz con leche”; y que en presencia de toda aquella gente, se lo comió con buen apetito». Busquets tiene un recuerdo hondo de aquel pobre muchacho empeñado en redimirse con una valentía póstuma y absurda: «En lo más profundo de mi ser me dije: “Amigo Manolo, cumpliste lo que nos habíamos prometido, nunca podré olvidarlo. Tu fidelidad a la palabra dada nunca se borrará de mi memoria”».
Manuel Sabaté y Saturnino Culebras habían sido fusilados contra las tapias del Campo de la Bota en la madrugada del 24 de febrero de 1950. Como todavía era noche cerrada, el lugar de la ejecución tuvo que ser iluminado por los faros de los coches. Cuando los padres fueron a recoger el cadáver, hasta los guardias se estremecieron al oír el llanto herido, el gemido interminable de Madrona:
—Manolet, el meu Manolet, Manolet, Manolet…