Es una guerra, pero nadie lo sabe, excepto los que están directamente implicados. Hay bajas en los dos bandos, en los dos bandos hay víctimas y verdugos. Modestos policías provistos de armas de corto alcance que cumplen con su obligación para ganarse un sueldo con el que apenas llegan a final de mes y que mueren, casi sin saber por qué, y resistentes «rojos» que, por un ideal, o quizás también porque ya no saben hacer otra cosa, dejan su vida en el asfalto o en manos del verdugo, siniestro oficio cuyo titular en Barcelona se llama Florencio Fuentes Estebánez.
Terminan los años cuarenta, y la violencia es un aspa eléctrica que castiga la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Todos los días hay una acción revolucionaria, desde el mismo 4 de enero, día en que Ginés Urrea —que ya en 1935 había matado en Barcelona a Federico Muñoz, antecesor del verdugo Florencio Fuentes— atraca la Banca Soler y Torra de la plaza Urquinaona; poco después, Urrea realiza similar operación en el Banco Central del paseo de San Juan. Siguen con las acciones Domingo Ibars, Arquímedes Serrano y Saborit, que entran armados en una fábrica de maquinaria de la calle Pedro IV y se llevan 50 000 pesetas. Otros libertarios incendian los depósitos de la Campsa, en la calle Sepúlveda, y el mismo día, «cuando pasan delante de una sucursal del Banco de Vizcaya de la calle General Mola, ametrallan a dos policías con ráfagas de subfusil; D. Manuel Rodríguez Carballada falleció a consecuencia de las heridas y D. Francisco López Aden salvó la vida. El desarrollo de este crimen no tiene otra justificación que sembrar el terror. Podría ser obra de SABATÉ y su banda», escribe en su informe al juez un incansable Quintela, que duerme en comisaría y se alimenta de puros y bocadillos.
Pedro Adrover, alias el Yayo, pone una bomba en el altar de San Pancracio en la catedral de Barcelona, y otra en el Palacio de Justicia de la calle Almogávares. Facerías se dedica a objetivos más mundanos. En la misma semana atraca el meublé Pedralbes y el meublé Augusta de la calle Regás, donde vacía las carteras de los clientes, que luego no se atreven a denunciarlo, y donde Face, que gusta mucho a las mujeres —se comenta que también a los hombres—, se demora más de la cuenta para desesperación de sus compañeros, que lo aguardan en la calle en un «taxis», como se decía en aquella época. El arrepentido José Francisco, en su libro Habla mi conciencia, dice al respecto: «Después de atracar los meublés, sus groseros comentarios, en sus conversaciones posteriores, eran de índole repulsiva, pero sacaban dinero y además se divertían».
Facerías y Quico juntos, en la joyería Rudolf Bauer, de la calle Valencia, se apoderan de joyas por valor de 500 000 pesetas; pero no consiguen venderlas, y Quico acabará por llevárselas a Francia. Mientras Quico está fuera, es Face el que va a una empresa de la calle Nápoles, propiedad de Eugenio Cortés, que fabrica un extraño y efímero invento, el automóvil Eucort, presentado como el «único coche íntegramente español»; según explica Vizcaíno Casas, es «en parte de madera y su motor suena y carraspea como el de una motocicleta». En esta ocasión se lleva 100 000 pesetas. El mismo Facerías, esta vez con Pepe Sabaté, realiza un «control» en la carretera de la Rabassada. Se colocan a la entrada de la finca del Mas del Bosch, propiedad de la familia Lluch, donde tiene lugar una recepción, y hacen parar hasta a una docena de coches, que son desvalijados; después huyen en un espectacular Lincoln.
Las empresas contratan personal extra para vigilancia, se militarizan los taxis y muchos policías hacen testamento de manera prematura; claro que también reciben la orden de disparar sin previo aviso a la menor sospecha. En la primera mitad del año 1949 matan a Miguel Barba Moncayo en su casa del barrio de San Gervasio, y cae el libertario Guillermo Ganuza, del grupo de Facerías, muerto en un enfrentamiento en Sant Llorenç Savall. Paco Denís, Catalá, íntimo amigo de Quico, se traga una cápsula de cianuro potásico al ser detenido en Gironella; en Figueras caen Celes García y Quique Martínez. El Cubano, jefe de la 38 Brigada durante la Guerra Civil, es muerto a tiros en la Diagonal; en Pueblo Seco, caen Espallargas y Barras. Los enfrentamientos van en aumento. Quintela, con métodos simples pero eficaces, asestará un zarpazo de muerte al movimiento anarquista, que ya nunca volverá a ser el mismo.
Otros libertarios son atrapados vivos, pero nunca sin resistencia. Como Domingo Ibars, un hombre enjuto, nervioso y pequeño que perteneció a los grupos de Facerías y Sabaté. En su humilde pisito, rodeado de cuadros que pintó en el penal de Burgos y en medio de una impresionante nube de humo de tabaco, este antiguo proyeccionista del cine Padró dio su testimonio poco antes de morir de enfisema pulmonar: «Sí, también fue en el año 49, un año sangriento. Me detuvieron en San Adrián del Besós, calle Guasch, número 15, donde estábamos comiendo un camarada, mi compañera, mi hija y yo. Estuvimos resistiendo durante nueve horas, desde las seis de la tarde hasta las tres de la madrugada, hora en que mataron a mi camarada. Entonces me entregué con la condición de que ni a mi compañera ni a mi hija les hicieran nada». Según Ibars, la policía aceptó y cumplió la promesa de dejar al margen a su mujer y su hija: «A ellas no les hicieron nada, siguieron su vida y nunca más las he vuelto a ver. Yo tenía entonces 29 años. Me condenaron a muerte por delito de armas en “hecho posterior”, que era como llamaban a todo hecho que te endosaban posteriormente a la guerra en sí. Estuve cuatro meses en la cuarta galería de la Modelo esperando mi ejecución. Al fin, nos hicieron subir a todos los compañeros a “jueces”, unos a firmar su sentencia de muerte, y otros, como yo, un papel en el que ponía: “Por orden y gracia de S. Excmo, el Jefe del Estado, le ha sido conmutada la pena capital”. Allí mismo nos despedimos con un abrazo de los que iban a ser fusilados. Nos dijeron: “Hasta la eternidad”. Nosotros le pedimos a un barítono preso que cantara Marina y con esa canción, y dando vivas a la República, marcharon nuestros compañeros a la muerte…».
Luego, diecinueve años de cárcel, como Domingo. A otros les esperaban más, veinte, como a los comunistas Marcos Ana, espléndido poeta que cuando dejó la cárcel no había conocido mujer porque entró con 17 años y salió con 43, o Melquesidec Rodríguez Chaos, que entró con 20 años y salió con 42. Para otros la condena fue menor, diez años, «solamente» diez, en el caso del portentoso escritor libertario Eduardo de Guzmán, que luego tuvo que sobrevivir escribiendo novelas del oeste, una a la semana, con el seudónimo Edward Goodwin.
Tantas tragedias como vidas. Es difícil creer todo esto, lo sé. El poeta turco Nazim Hikmet comienza un poema dedicado a su nieta diciéndole: «Ven, niña, que te voy a contar mis largos años de cárcel, las penas que pasé, pero no —se interrumpe de pronto—, porque si viera pasar por tus ojos tan sólo la sombra de una duda, si no me creyeses, dejaría de tener sentido toda mi lucha».
Domingo Ibars suspira entre toses y ese asma contraída en la maldita cárcel: «Ahora nadie se acuerda, pero entonces la vida no valía ni un real».
Es cierto. No vale un real. Las vidas inocentes que se pierden en esta vorágine, tampoco. La de la chica de servicio María Muñoz García, por ejemplo: la mató una bala perdida cuando Saborit y Ginés Urrea, del sangriento grupo Los Maños, se enfrentaban a los vigilantes de la empresa Construcciones Pàmies, en la calle Aribau, que acaban de atracar. Un tiro disparado por Urrea mató al lotero Martín Salva en el atraco a un banco. El mismo Saborit, al asaltar la empresa Perrero, en la calle Calabria, asesinó al propietario, José Perrero, aunque éste no ofrecía resistencia. Pedro Adrover, alias el Yayo, que intentaba poner una bomba el 18 de julio, tuvo que deshacerse de ella al darse cuenta de que lo seguían, y, tras tirarla en una papelera, explotó y mató a José Torras Palacios e hirió a varios transeúntes. La niña Rosarito Puig fue muerta cuando su padre, un contratista de obras, forcejeaba con Urrea, que pretendía atracarle.
En su despacho de la Vía Layetana, con las luces fluorescentes encendidas noche y día, Quintela sueña que Quico está detrás de todo porque, desde el atentado de la calle Marina, cuyo objetivo era él, se han convertido en enemigos personales.
El comisario escribe informes que envía a todas las brigadas españolas y emite una orden de busca y captura contra Sabaté. Quico, sin embargo, se le escapa siempre de la punta de los dedos, como si fuera arena. Cuando se entera de que ha sido también él quien ha puesto las bombas en los consulados de Perú y de Brasil, el día 15 de mayo, para presionar a la ONU en un momento en que dicha organización estudia replantear el ingreso de España, Quintela dirige personalmente el interrogatorio de Carlitos Vidal Passanau, detenido por el atentado de la calle Marina en el que han muerto los dos falangistas. El comisario sustituye a Pedro Polo Borreguero, un antiguo policía de la Generalitat ascendido a jefe de la brigada especial, que es el que se suele ocupar de estos menesteres. Quintela consigue arrancarle a Vidal dos confesiones, los dos domicilios de Quico en Francia: el mas Tartas y Caseneuve Loubette.
La situación política internacional ha cambiado. La Unión Soviética se ha convertido en el enemigo que hay que batir; ahora, las democracias occidentales, encabezadas por Estados Unidos, países que habían retirado sus representaciones diplomáticas de España al acabar la Segunda Guerra Mundial, ven en Franco un bastión contra el bolchevismo, y comienzan a producirse pasos de acercamiento, uno de los cuales será la reapertura paulatina de las embajadas de dichos países en Madrid. También la Asamblea General de la ONU decidirá, ya en noviembre de 1950, levantar el bloqueo a que estaba sometida España desde el fin de la guerra europea.
Un ditirámbico Galinsoga puede escribir en La Vanguardia: «El Jefe de Occidente hoy está en el palacio de El Pardo, y allí se halla, por lo tanto, su áncora de salvación y reserva. El Centinela se ha transfigurado en árbitro». Al mismo tiempo, las puertas internacionales se van cerrando para los españoles exiliados, que empiezan a ser perseguidos más allá de nuestras fronteras. La policía francesa y la española trabajan en colaboración. Pedro Polo ha formado parte del servicio de espionaje franquista en el sur de Francia y es íntimo amigo del prefecto y del Alto Estado Mayor de Toulouse. Así pues, utilizando la confesión de Vidal, el prefecto es informado de que hay un depósito de armas en el mas Tartas y que allí o en Caseneuve Loubette encontrarán al prófugo de la justicia francesa Francisco Sabaté Llopart.
A Carlos Vidal Passanau no le servirá de nada el haberse convertido en un delator. Acusado del atentado de la calle Marina y del asesinato del mayorista de pescado Bernabé Noguera, será fusilado junto a López Penedo el 4 de febrero de 1950.
Un pelotón de gendarmes se apresura a acudir al mas Tartas. El 4 de junio encuentran un cargamento de armas y explosivos entre los que hay nueve pistolas Colt, 10 metralletas Stein, 58 rodillos de plastic, dos grandes minas, detonadores, cargadores, petardos, granadas de mano, mechas y cartuchos. Someten el mas a vigilancia y detienen a tres hombres que, disfrutando de un día primaveral, se acercan caminando tranquilamente. Son Ramón Vila Capdevila, Caraquemada, el italiano Helios Ziglioli y un Sabaté, es cierto, pero no Quico, sino el hermano pequeño, Manolo. Lo súbito de la captura les impide hacer uso de sus armas, ya que estos «excursionistas» van siempre preparados para cualquier contingencia: Helios lleva una pistola Mauser, Caraquemada un revólver sin determinar y Manuel una Colt con una bala en la recámara.
La policía va a continuación al Caseneuve Loubette. Quico acaba de llegar del interior y, de camino a Toulouse, ha parado para visitar a sus hijas. Leonor abre la puerta y entretiene a los gendarmes mientras él se escapa por un ventanuco que hay en el desván. Pero afuera también hay vigilancia y los perros de presa se lanzan hacia Sabaté y lo inmovilizan; ese día ha olvidado el rastro de pimienta que suele dejar precisamente para confundir el fino olfato de estos inteligentes animales.
Quico, Helios, Caraquemada y Manolo coinciden en la comisaría de Perpiñán, pero el prefecto únicamente tiene interés en Quico, reclamado por el atraco a la empresa Rhône Poulenc en el que resultó muerto un vigilante y por el que ya ha sido juzgado en rebeldía. Caraquemada, Manolo y Helios son puestos en libertad, no tienen cuentas pendientes en Francia; en realidad, aparte del primero, los otros dos tampoco las tienen en España, ya que sólo han viajado en una ocasión al interior para transportar armas a una base de Manresa. En los pasillos de comisaría se cruzan los Sabaté. Los dos van esposados, pero se miran y levantan al unísono las manos, traspasados de emoción, en un abrazo fraternal. No volverán a verse.
Quintela se apresura a pedir la extradición de Francisco Sabaté Llopart, quien, al fin y al cabo, ha sido detenido gracias a sus informaciones, pero la justicia francesa opina que debe primero cumplir su condena en Francia «y luego ya se verá». Sabaté es ingresado, el 28 de junio, en la siniestra prisión de Montpellier. La policía española, sin embargo, no acaba de creer que su enemigo número uno esté fuera de la circulación y, así, en agosto, le atribuyen el asalto, producido cerca de la frontera, al Studebaker del dramaturgo Edgar Neville, que va acompañado de su amiga, la condesa de Quintanar, atraco que es en realidad obra de Facerías. E incluso, poco después, con motivo de una visita de Franco a San Sebastián, corre el rumor de que Quico pretende liquidarlo, lo que da lugar a un intercambio frenético de cartas entre los comisarios de Barcelona y San Sebastián, hasta que por fin se deciden a pedir refuerzos en todas las comisarías españolas para aumentar la vigilancia en la capital donostiarra. Vale la pena leer la misiva que un componente de la Brigada Político-Social de Zaragoza, también desplazada a San Sebastián, envía a su comisario jefe, Francisco Odriozola, dándole cuenta de la situación; la carta, con el membrete del Restaurante Oquendo, calle Oquendo número 8, San Sebastián, forma parte del expediente policial secreto de Sabaté:
Mi muy querido y respetado jefe: No tengo otra cosa que decirle que deseo se hallen bien por ahí, así como su hija, a quien supongo totalmente restablecida. Por lo visto, el motivo de habernos llamado a funcionarios de la Brigada (de Zaragoza) es que se tienen noticias de que el Francisco Sabaté intenta atentar, durante su estancia en ésta, contra el Jefe del Estado… Como esto va a ser prolongado, y a este tren que llevamos todo es poco… procure enviarnos dos mil pesetas para Feijoo y para mí, pues a todos los de Madrid y Barcelona, al salir, les han adelantado dietas y en cuanto se les acaba el dinero les entregan más… Saludos a Ruiz y demás compañeros, y sabe puede disponer como quiera de su subordinado y amigo Tomás Lucendo.
Durante muchos años, incluso cuando Sabaté reposa ya en esa sencilla tumba de San Celoni en la que manos anónimas ponen flores a diario, su nombre y sus hechos formarán parte de la mitología del miedo y de la leyenda.