El tren expreso número 1104 está llegando a la estación de Massanet-Massanas; Sabaté se sostiene agarrándose a su Thompson. Pero cuando el maquinista Pedro García Marcos le señala la locomotora eléctrica que marcha en paralelo a ellos y que va a sustituir a la de vapor, da un salto inesperado como si se arrancara del suelo y con una mueca de dolor aterriza al lado del ayudante de la eléctrica, Carlos Virumblales Carcedo, que le grita al conductor:
—¡Pepe, que aquí hay un hombre!
Un asombrado José Saladrigas Escofer le cede los mandos y se dirige a aquel guiñapo ensangrentado, palidísimo, que parece servirse de su arma como de una muleta, y que le dice con un hilo de voz:
—Soy el Quico.
Y después:
—Ayúdame a levantarme, compañero. Y, por piedad, dame algo de comida.
Saladrigas lo incorpora y le da su bocadillo, que Quico devora con ansia. Es una película lentísima en la que Sabaté se ve a sí mismo repitiendo los mismos gestos de dos horas antes. Pone la metralleta en el suelo, a su lado, pero esta vez no se sienta, se limita a apoyarse en la plancha helada del vagón que rueda sobre las vías, cada vez más rápido, cercenando la luz dura y fría de la mañana. Quico presiente que su tiempo, como el viaje del tren, se termina dejando muchas vidas desbaratadas y un puñado de sueños liquidados.
Todos los grises años cuarenta tuvieron «el invierno más frío del siglo», lo que no es óbice para que la alta sociedad de Barcelona acoja con satisfacción la reapertura de la Parrilla del Ritz «con la exquisita bailarina Pepita Sansalvador y la orquesta de Bernard Hilda». El Noticiero Universal informa de que Arturito Pomar, niño prodigio del ajedrez, se va a jugar a Inglaterra y que el alemán Josef Kramer ha acallado por fin las falsas acusaciones de torturas en el campo de concentración de Auschwitz: «Si se moría mucho era por exceso de trabajo». En la sección de sucesos, cuatro líneas dan cuenta de que «una cuadrilla de forajidos se ha llevado 64 000 pesetas de las cocheras de la plaza Lesseps» (los atracadores son en realidad Sabaté, Domingo Ibars y un joven libertario que acaba de salir de la cárcel, José Luis Facerías), una de las pocas menciones que dedica la prensa a la frenética actividad guerrillera comunista y libertaria en España en 1945 y 1946.
Mucho más espacio ocupan los ecos de sociedad, en concreto la boda en Sanlúcar de Barrameda de «la Honorable Priscilla Scott-Ellis, hija de lord y lady Howard de Walden, con don José Luis de Vilallonga y Cabeza de Vaca, hijo primogénito de los marqueses de Castellvell. Firmaron como testigos SAR los príncipes don Álvaro y don Ataúlfo de Orleans-Borbón, el abogado Carlos Veirats, el marqués de Santurce y los señores Domecq. Después tuvo lugar una recepción en el palacio de Orleans». Los novios «partieron de viaje a Portugal». El anticlímax viene en la misma página, un poco más abajo: «Reparto de patatas», «Vendo relojes de pulsera a plazos» y también «Se ha encontrado un zapatito de niño en la vía pública».
Dentro de la política internacional se detallan los elogios del presidente de Bolivia hacia nuestro país, se explica que unos turistas franceses se han visto obligados a efectuar un aterrizaje forzoso en Mahón y se han quedado anonadados por la «paz y prosperidad que reina en España, ¡mucha más que en Francia!», y se deja constancia de que, sobre la base de algunas estadísticas que no se publican, España es la nación socialmente más avanzada de todo el orbe. Es lo que comenta el escritor falangista Eugenio Montes en privado a un amigo:
—La prensa española es la mejor del mundo. Fíjate tú que estamos sin industria, sin agricultura, muertos de hambre, sin prestigio exterior, con guerrilleros en los montes, la ración de pan más exigua de Europa, las cárceles llenas, odiándonos los unos a los otros y sin haber cumplido ni uno solo de los objetivos de la Revolución, y todavía hay muchos españoles que, por lo que leen en el periódico, creen que somos un país privilegiado, próspero, pletórico de dignidad y honor y envidiado por el mundo entero. Comprenderás que nuestra prensa, que les ha hecho tragar tanto absurdo, tiene que ser genial y maravillosa.
La genial y maravillosa Solidaridad Nacional, que sufrió, por cierto, el 29 de noviembre de 1946, un atentado con bombas por parte de un grupo comunista en el que murió un trabajador, narra que un exanarquista llamado León Francisco de Rueda se ha vuelto patriota y está deseando «que llegue el momento de defender a tiros la Hispanidad» (ha pasado cinco años en la cárcel); un articulista nos demuestra que «hablar en cristiano es hablar en español, ya que español=cristiano», y nos exponen el caso de 52 conciudadanos de Sabaté, quizás amigos suyos de la infancia, «obreros de La Torrassa, acompañados del alcalde de Hospitalet, Enrique Jonama, que han acudido a visitar al gobernador civil de Barcelona, Bartolomé Barba, para darle las gracias», no nos dicen exactamente por qué. Sólo falta en la reunión un menesteroso que envía una carta que es leída en voz alta por el gobernador: «Estoy en la cárcel y no puedo ir, pero ofrezco mis hijos al Caudillo». El gobernador entrega cien pesetas a cada uno, aunque no se precisa si el menesteroso cautivo se beneficiará también de este acto de generosidad que Barba «ha pagado de su propio bolsillo». El día 6 de febrero la noticia de portada es «¡Nieva en Barcelona!». Justamente ese día nace la segunda hija de Quico, y aunque viene al mundo en un desgarrado crepúsculo le ponen un nombre luminoso: Alba.
En realidad nacen dos niñas gemelas. Quico recibe un telegrama cifrado mientras está en Castellbisbal, en casa de Miguel Margarit, donde se aloja con Enriqueta Vila, una guapa muchacha libertaria de Martorell a la que él presenta como «mi compañera en el interior» o, simplemente, «mi novia». Está planeando un atraco al mismo banco de Gavá que «expropió» en su juventud, pero abandona el proyecto para emprender el camino a pie hasta Francia, cruzando los Pirineos con metro y medio de nieve. Su mujer está en el hospital de Perpiñán, una de las niñas muere a los dos días y la otra, Alba, pugna desesperadamente por sobrevivir; es de imaginar la terrible pesadumbre de Leonor, desterrada y con el compañero siempre lejos. Está todavía por escribirse la gesta oscura y triste de estas mujeres que compartieron la parte más sombría de la lucha clandestina: pobreza, frío, hambre, persecución, ausencias. Al menos, Leonor y Quico pudieron tener hijos. Carlos Elvira, que fue miembro del comité central del Partido Comunista y pasó 22 años en las cárceles franquistas, explica que «no se ha reconocido nunca el valor de nuestras compañeras, ni de las que estaban fuera, ni de las del interior. Cuando yo llevaba unos años en la cárcel, me vino a visitar, haciéndose pasar por mi hermana, una chica obrera con la que me carteaba». Carlos Elvira rememora ese enamoramiento: «Yo le dije que era una locura, que todavía tenía dieciséis años de condena… Durante dieciséis años, pobrecita, no salió ni un domingo, trabajó como una negra para poder enviarme paquetes, para pagarse el viaje hasta el penal de Burgos donde yo estaba… Y cuando salí y nos casamos, a ella ya se le había pasado la edad de tener hijos… Esa espina no hemos podido quitárnosla nunca».
Pero, realmente, ¿es bueno tener hijos en la clandestinidad o el exilio? A Quico le sostiene su enorme fe en el combate que lleva a cabo. En esos días escribe a un amigo que «con la ayuda del mundo o sin ella, los confederales continuaremos hasta el fin nuestra lucha por la libertad… una lucha que sólo puede terminar con la victoria». Pero ¿y Leonor? ¿Compartiría este optimismo insensato y encarnizado mientras fregaba de rodillas, con las manos llenas de ampollas, las casas de los franceses? Cuando hago esta pregunta a los pocos compañeros que conocieron a Quico y a Leonor —Marcelino Boticario, del comité nacional de las Juventudes Libertarias, Germinal Penalva, Téllez, Gerónimo Faló, que fue enlace entre Francia y España—, todos se encogen de hombros y me responden lo mismo:
—Aunque no lo pensara, ¿qué iba a hacer? Pues… aguantarse.
Quico, Leonor, Alba y Paquita se instalan en la Clapère, pero al poco tiempo Quico les comunica que han de levantar de nuevo la casa para trasladarse más cerca de la frontera, en una alquería del municipio de Coustouges, la masía Caseneuve Loubette, de la que hoy sólo quedan unos cuantos escombros dispersos en una zona pedregosa, áspera, miserable y seca. La casa está aislada, como conviene a los planes de Quico, que realiza frecuentes viajes al interior; hasta el mismo Quintela lo reconoce en otro de sus informes al juez: «Sabaté pasa la frontera frecuentemente, desde su primera fechoría, la de Hospitalet (Paniella y Garriga), es buscado con vehemencia por esta brigada, pero se tropieza con el grave inconveniente de carecer de “foto”…». Un compañero de entonces, Floreal B., explica al escritor y libertario Eduardo Pons Prades que «Quico, durante nuestros viajes a España, calculaba continuamente el dinero que necesitaría la organización para montar una imprenta legal en Barcelona que de noche trabajara clandestinamente… o para establecer un subsidio para las familias de los presos y de los caídos en la lucha. Por un lado, era la modestia personificada, pero por el otro sus ideas volaban muy alto. Quico no tuvo nunca ni un real suyo, y mira que llegó a manejar dinero… Era un soñador». Es generoso con todos menos con su mujer. A los amigos en apuros les regala fajos de billetes sin contar, a Valledor, con el que encima estaba peleado, le da 25 000 pesetas y 45 000 francos para que llegue hasta su pueblo. En Barcelona, al taxista que le acompaña a efectuar un atraco le entrega una propina de 7600 pesetas cuando el taxímetro marcaba sólo 22. En una ocasión le coge dinero a un modesto tendero para alquilar un coche, y se lo devuelve por correo multiplicado por cien. Eso sin contar los millones que envía a la rue Belfort, a la sede de la CNT. Pero ni una sola peseta va a parar a su familia; a lo sumo compra algún libro para Paquita en Toulouse, ya que una de sus obsesiones es que sus hijas estudien y sean mujeres cultivadas, y adquiere también un borriquillo. Con una bomba de agua que instala en la finca, y con ímprobos esfuerzos, consigue cultivar algunos melones y patatas, de los que malviven Leonor y las niñas. Pero pronto se cansa de este trabajo, mejor dicho, pronto la lucha en España vuelve a requerir toda su atención. Como me explicará más tarde Carlos Elvira: «¡Figúrate tú si le hubiéramos dedicado a un negocio el mismo entusiasmo y la misma entrega que le dedicamos a combatir a Franco! Hoy seríamos millonarios».
Su hermano Pepe, en cuanto entra en Francia, va a reunirse con Emilia, la Popeye de voz radiante y risa alegre que en el frente, con la 26 División, luchando codo con codo con Durruti, había revelado un valor extraordinario. A ellos se une un anarquista italiano, de Lombardía, llamado Helios Ziglioli, al que los dos quieren como a un hermano. Es un muchacho de 22 años, culto, vegetariano y esperantista, con el que comparten en Toulouse un sencillo pisito cerca de la sede de la CNT, de la cual Pepe es nombrado secretario. Este trabajo orgánico no le impide, sin embargo, preparar un plan minucioso para intervenir en el interior. Emilia, que añora el combate y el olor a pólvora y entiende de armas y de táctica de guerrillas más que muchos hombres, participará activamente en la preparación de las operaciones, hasta que un día advierte con asombro que está embarazada. Este hijo que crece dentro suyo la apartará definitivamente de la lucha armada.
En Toulouse, sin embargo, no falta el trabajo, la numerosa comunidad de los refugiados españoles es un ente vivo, cambiante, lleno de problemas y necesidades. Hombres que caen y dejan desamparados a compañeras e hijos, nuevas oleadas de exiliados que necesitan acomodo y documentos de identificación expedidos por unas autoridades francesas cada vez más reacias a esta peculiar emigración, ya que la guerra fría convierte a los «rojos» españoles en huéspedes incómodos. En muchas ocasiones debe recurrirse directamente a falsificar papeles. O a uniformes de la Guardia Civil para camuflarse en el interior. O a maletas de doble fondo para transportar armas. Las mujeres como Emilia tienden unas finísimas pero indestructibles redes de solidaridad entre todos, pasando incluso por encima de los enfrentamientos políticos de un colectivo cada vez más dividido por rencillas internas: la CNT llega a contar nada más y nada menos que con cinco escisiones, y Juan Busquets, en sus memorias de la cárcel, explica que cuando entró en la Modelo de Barcelona en el año 1949 se encontró con tres grupos diferentes de presos anarquistas que no se hablaban entre sí.
A 200 kilómetros de Toulouse, perdida y aislada en medio de la luz de titanio de la perpetua nieve pirenaica, Leonor ha cumplido treinta años. Penalva me la describe con el metal de la voz empañado por la certidumbre de que aquellas mujeres, aquellos hombres, la vida en suma, no puede volver a repetirse:
—Era una real mujer, con personalidad, de ésas a las que miras por la calle. Y como todas nuestras mujeres, con el carácter de una sola pieza.
Para mitigar su soledad, Quico aloja en la masía Caseneuve Loubette a compañeros que están de paso para el interior, lo que se revela como una mala solución. Leonor debe limpiar, cocinar, atenderlos y, sin embargo, de ellos no recibe ninguna ayuda, no están interesados en cuidar del huerto ni en realizar las reparaciones que requiere la casa. Hablan, discuten, proyectan grandiosos atentados contra Franco, hacen planes para cuando el comunismo libertario se instaure en España, pero es Leonor la que ha de empuñar la azada para intentar seguir con el pequeño cultivo que les da de comer. La tarea es superior a sus fuerzas y poco a poco las malas hierbas, el desánimo y la frustración lo invaden todo.
La casa se cae de vieja, hace un frío aterrador, Alba llora cuando ve a aquel hombre mal afeitado, vestido con un mono azul, al que apenas conoce. Quico está en España, o en Toulouse, o en Perpiñán, porque también realiza algunas «expropiaciones» en Francia: en un atraco a la empresa de productos químicos Rône Poulenc, de Lyon, resulta muerto un vigilante, y en otro (que nunca se ha podido probar que cometiera él), en Marsella, resultan muertas tres personas.
La policía no tarda en identificarle como uno de los atracadores de Lyon y una noche, mientras Leonor y las niñas están durmiendo, irrumpe en la casa. Sabaté no está pero los gendarmes hallan cemento fresco en un muro de la cuadra, lo revientan y, dentro de un saco de yute, encuentran una emisora, granadas de mano y diversos explosivos. Están a punto de llevarse a Leonor, pero el llanto de sus hijas les hace desistir de su propósito y deciden juzgar en rebeldía únicamente a Francisco Sabaté Llopart. Los cargos son graves: homicidio voluntario, tenencia de armas y asociación de malhechores. Quico se beneficia de la falta de pruebas y le caen sólo tres años de prisión y cinco de confinamiento. Ahora es un fugitivo no sólo en España sino también en Francia, y ya no puede vivir con su familia. Se esconde en el mas Tartas, en Osseja, situado a 1200 metros de altitud, a seis kilómetros de la frontera, una especie de cuartel general de la CNT, base de operaciones y almacén de armamentos, cuyo propietario titular es Ramón Vila Capdevila, Caraquemada. El único que reside allí permanentemente y en agreste soledad es un anciano libertario llamado Domingo. Al poco tiempo, y buscando precisamente a Sabaté, la policía, al mando de Quintela, registra la casa de Martorell donde vive Enriqueta Vila, la compañera de Quico, su novia del interior, con su hermana y su cuñado, también libertarios. Enriqueta y su cuñado consiguen escapar y cruzar la frontera. Ambos se refugian en el mas Tartas, junto a Quico.
Los celos, la exasperación de ver el futuro devastado de sus hijas y la mutilación terrible de su propia vida como mujer llevan a Leonor al límite de sus fuerzas, hasta que un compañero libertario, en el que Quico confía ciegamente, que cruzó la frontera con él al acabar la guerra y que fue su compañero en la 26 División y en el campo de concentración de Vernet, se instala en la casa de la mujer —de momento sólo en la casa— y pone algo de orden en aquellas trágicas existencias a la deriva.
Los padres de Quico, desde Hospitalet, les escriben cartas trémulas y fúnebres: «Què feu, fills, què feu! (Qué hacéis, hijos, qué hacéis)». La casa familiar se ve frecuentemente asolada por los registros. La carpeta que Quintela dedica al expediente de José Sabaté Llopart va alcanzando el tamaño de la de su hermano Quico. Además de sus antecedentes de guerra por «un delito de rebelión militar», su historial se enriquece meses después con la sospecha de que es «un elemento anarquista llegado de Francia para producir desórdenes en Barcelona y provincia», y, al cabo de un tiempo, asevera que «el reseñado es uno de los principales cabecillas de un grupo de bandoleros».
Quintela ha empapelado todas las comisarías con un retrato robot de los Sabaté, o «Sabater», con erre final, que es como los llama la prensa de entonces, no muy dada a respetar las grafías catalanas de los nombres propios. Quintela peina la ciudad buscándolos, detiene e interroga a todos los anarquistas que están fichados, establece controles en las calles, registra hoteles, pensiones, pisos e incluso se sirve del padre, Manuel Sabaté, como escudo humano para entrar en la vivienda de Hospitalet y escudriñar hasta el último rincón de aquella casa en luto permanente, en la que llegarán incluso a levantar el suelo en busca de pruebas en uno de los registros. El nombre de Sabaté, para bien o para mal, empieza a convertirse en leyenda, y Juan y Manolo, los hermanos pequeños, deben defenderse a veces en la calle a puñetazos. El seráfico Juan termina por refugiarse en la religión, quiere ser cura y pasa sus días desgranando un rosario, moviendo los labios incesantemente en la iglesia de San José.
Manolito, «el meu Manolet» como lo llama su madre, rebelde, inquieto, se escapa de casa y recorre todo el país saltando de tren en tren y durmiendo al raso: quiere ser torero y más de una vez va a parar al cuartelillo por violar las cercas de las fincas y dar unos pases con su chaqueta remendada a tranquilos bueyes y vacas que lo miran con paciente benevolencia. Cuando el hambre aprieta retorna al lado de su familia, busca a los compañeros de sus hermanos y colecciona reliquias que no tienen otro valor que el haber sido suyas: unos cuadernos escolares, la cazadora de Quico, un cinturón de Pepe, de cuero y con la hebilla plateada. Se tiende también él en la playa del Prat y ve pasar los aviones como enormes pájaros nocturnos. Vuelve a irse con lo puesto y regresa al poco tiempo hambriento y en derrota.
Sus únicos héroes son sus hermanos y les escribe que quiere ir a Francia a reunirse con ellos. Con sus últimos ahorros, Manuel coge un tren que lo lleva hasta Perpiñán, pero Quico se enfurece, no quiere tenerlo a su lado y lo envía a Burdeos para aprender un oficio. Marcelino Boticario, que lo conoció en aquellos días, me explica que «él no tenía auténticos ideales libertarios, como nosotros. En realidad, no poseía formación política, por eso resulta tan penoso lo que le pasó después. Sólo lo movía el deseo de imitar a sus hermanos mayores. Y como Quico y Pepe lo sabían, le insistían para que se capacitase y se dedicase al estudio. No querían que se convirtiera también en un hombre de acción, le decían que cuando echaran a Franco necesitarían personas instruidas, pero él se enfadaba, porque lo que quería era empuñar un arma y salir a la calle como ellos». Y Boticario concluye con un suspiro:
—¿Qué puedo decirte de él? Era ingenuo, le gustaba la aventura, no reflexionaba, estaba algo loco. ¡Era joven!
Manolet, pues, se va a Burdeos y entra a trabajar en una fragua, junto a un compañero de la CNT, que, con el seudónimo de José Francisco, escribiría en 1956 un libro, Habla mi conciencia, en el que hacía una crítica feroz del movimiento libertario y de los grupos de acción. Del único que habla con cierta ternura es de Manuel Sabaté: «Era un hombre joven y fuerte, tenía una expresión abierta en un rostro no exento de perfección, aunque de rasgos débiles, era simpático y caía bien… Un día dejó la fragua y me dijo: yo me marcho, estoy ahogándome de asco, quedamos pocos, pero despertaremos a los que duermen, lucharemos por nuestras ideas».
A Manuel lo ha «despertado» Marcelino Massana, alias Pancho, un libertario sobrino del obispo de Solsona, que después formaría su propio grupo de acción directa, autor de una de las acciones más injustificables y despiadadas de la guerrilla antifranquista: el asesinato en Alpens, entre Vic y Berga, de un sacerdote y un matrimonio de payeses delante de sus cuatro hijos, la mayor de quince años, la pequeña de tres. Massana y Manolo se hacen amigos, y aquél lo deslumbra explicándole el paraíso en que se convertirá España cuando Franco sea vencido. Manolo abandona Burdeos y su trabajo, y aparece en Caseneuve Loubette con los ojos cargados de ilusión y también de miedo: siempre temerá a sus hermanos, sobre todo a Quico, que casualmente ha venido desde el mas Tartas para visitar a las niñas y preparar una reunión. Quico escucha las pretensiones de su hermano —ir al interior, formar parte de un grupo— y le dice que, de momento, puede quedarse y que después ya hablarán.
Con grandes precauciones, y aprovechando que la masía está prácticamente cercada por la nieve, Quico pide a Pepe y a Helios Ziglioli que se reúnan con ellos en la casa. Vienen Emilia y su hijo, un niño enorme y tranquilo al que han puesto también Helios. Carlitos Vidal Pasanau, un compañero catalán, chófer de profesión, con el que Sabaté ha realizado la acción de Rhône Poulenc —conducía el Citroën en que emprendieron la huida—, está pasando unos días en la casa. De Perpiñán llega Antonio López Penedo, un albañil orensano, su mujer Ermelinda y sus dos hijas (la más pequeña, muda), y Wenceslao Jiménez, un zaragozano hijo de un confederal que perteneció al suicida grupo de acción Los Maños y que fue fusilado por Franco. Directamente del interior viene José Luis Facerías, al que llaman Face; también está el compañero de la 26 División, que vive la mayor parte del tiempo en la masía.
Leonor, excitada y nerviosa, va a Les Escoumes, la casa que está más cerca, a apenas un kilómetro, a buscar unos conejos para preparar arroz; después, Paquita, su hija mayor, que ya tiene ocho años, la ayuda a cocinarlo. En la mesa hay porrones con vino blanco, empanada de lampreas que Ermelinda ha preparado, algunos turrones. Facerías, que ayuda a poner los platos acordándose de los tiempos en que fue camarero, comenta, riéndose:
—Coño, sólo falta Quintela.
Manolo tiembla de emoción al pensar que, en España, la cabeza de todos estos hombres tiene un precio. No importa que entre ellos se lleven mal. Facerías no se habla con Wenceslao; Quico, cada vez más tiránico para todo lo que tenga que ver con la práctica anarquista, reprocha a López Penedo sus hábitos burgueses y a Vidal su debilidad de carácter (y no va descaminado, puesto que será Vidal el que, dentro de unos meses, habrá de delatarlo). Pero ahora, en la paz de la montaña y teniendo tras de sí toda una época de existencia trepidante, se aparcan las diferencias; esta noche en la casa casi hace calor, están juntos, ¡están vivos! Los viejos cantos revolucionarios se alzan entre las tinieblas, el de la 26 División se pone a frotar una botella de anís El Mono con una cuchara siguiendo el ritmo mientras Helios, cuyo padre es comunista y fue partisano, les enseña:
Avanti popolo,
a la riscossa,
bandiera rossa…
López Penedo entona un canto gallego impregnado de vino y añoranza recordando su tierra, y Vidal, que ha estado una temporada en Orense con la familia de su amigo (que es una de las más ricas de la aldea), le pasa un brazo por los hombros y se une a él:
Os aires da miña terra
son os millares que eu vi
Cae un silencio pesado como una losa sepulcral sobre este grupo condenado hasta que Wenceslao Jiménez se arranca con:
Quisiera, quisiera, quisiera
volverme yedra…
Las niñas se quedan dormidas debajo de la mesa, Emilia acuna a su hijo mirando pensativamente el baile del fuego en la chimenea. No tendría la expresión tan plácida si pudiera leer el futuro en la ceniza. Leonor se arrima a su compañero, que le acaricia con lentitud los brazos desnudos; las llamas de la chimenea se reflejan en su pelo castaño, Quico la mira con intensidad y le desabrocha el primer botón de la blusa, le pasa la yema de los dedos por las firmes clavículas, una punta de fuego baila en sus ojos turbios. Manolo enrojece y mira para otro lado, los compañeros apuran sus copas y Leonor se recuesta sobre Quico con un gemido, el bulto de la pistola le molesta y el hombre, riéndose, se saca la Luger y la pone encima del mantel, entre los restos de turrón y el vino derramado. Wenceslao ya ha entonado el siguiente verso:
… y entrar, entrar, entrar en tu habitación
Leonor le pregunta en un susurro enronquecido:
—¿Te quedarás esta noche?
Su marido niega con la cabeza. Wenceslao cesa en su canto, y Leonor se levanta suspirando a recoger la vajilla.
Quico le explica:
—Yo me subo al mas Tartas, esta noche sólo se quedará el compañero.
Y señala al amigo de la 26, que fuma en silencio. Leonor va a buscar un cubo de agua y lo vierte en el fregadero haciendo mucho ruido. Los hombres arriman sus sillas a la mesa y Quico, olvidado ya de su mujer, que restriega los platos de espaldas a ellos, y sin acordarse tampoco de la compañera que lo espera en el mas Tartas, despliega un plano de Barcelona y con un lápiz va recorriendo un dédalo de calles: Marina, el templo de la Sagrada Familia, Mallorca, Provenza… Emilia se levanta con el pequeño Helios en brazos y mira distraídamente el mapa por encima del hombro de Pepe. Bostezando pregunta:
—¿Qué preparáis?
—Un atentado. Contra Quintela.