—Esto es una de esas tonterías high-tech que probamos en Vietnam y que jamás funcionaban —se queja Tío Enzo.
—Comprendo cómo se siente, pero la tecnología ha mejorado mucho desde entonces —dice Ky, el supervisor de vigilancia de Industrias de Seguridad Ng. Ky habla con Tío Enzo mediante una radio equipada con auriculares; su furgoneta, llena de equipo electrónico, se esconde a quinientos metros de distancia en las sombras próximas a un almacén de carga de LAX—. Estoy controlando todo el aeropuerto, y todas las rutas de aproximación, con una pantalla tridimensional en el Metaverso. Por ejemplo, sé que las chapas de identificación que normalmente lleva en el cuello ya no están. Y sé que lleva un kongpavo y ochenta y cinco kong-centavos en el bolsillo izquierdo. Y que tiene una navaja de afeitar en el otro bolsillo. Y parece bastante buena.
—No subestime la importancia de un buen afeitado —dice Tío Enzo.
—Lo que no entiendo es por qué lleva un monopatín.
—Para compensar a T.A. por el que perdió en el MOGRE —dice Tío Enzo—. Es una historia muy larga.
—Señor, tenemos un informe de uno de nuestros fransulados —comunica un joven teniente ataviado con una cazadora de la Mafia, que cruza corriendo la pista de estacionamiento con un walkie-talkies en la mano. No es realmente un teniente; a la Mafia no le gusta usar rangos militares. Pero, por alguna razón. Tío Enzo lo llama para sus adentros «el teniente»—. El segundo helicóptero se posó en el aparcamiento de un supermercado a unos quince kilómetros de aquí, esperó al coche de la pizzería, recogió a Rife y volvió a despegar. Ahora viene de camino hacia aquí.
—Envía a recoger el automóvil y dale un día libre al conductor. El teniente parece algo sorprendido de que Tío Enzo se preocupe de un detalle tan nimio. Es como si el Jefe fuese por las autopistas recogiendo basura o algo así. Pero asiente respetuosamente, tras haber aprendido algo: los detalles son importantes. Se aleja y se pone a hablar por radio.
Tío Enzo tiene serias dudas sobre ese muchacho. Es un tipo de traje y corbata, apropiado para dirigir la burocracia a pequeña escala de un fransulado de Nova Sicilia, pero carente de la flexibilidad que tiene T.A., por ejemplo. Un ejemplo clásico de lo que va mal en la Mafia de hoy en día. La única razón por la que el teniente está hoy aquí es lo deprisa que está cambiando la situación y, naturalmente, por todos los hombres excelentes que han perdido en el Kowloon.
—T.A. ha llamado a su madre y le ha pedido que vaya a buscarla —dice Ky volviendo con la radio—. ¿Quiere escuchar la conversación?
—No a menos que tenga importancia táctica —replica Tío Enzo con alegría. Una cosa más que puede tachar de su lista; estaba preocupado por la relación entre T.A. y su madre y había pensado hablar de eso con ella.
El reactor de Rife aguarda, con los motores en marcha, a la espera de desplazarse hasta la pista de despegue. En la cabina hay un piloto y un copiloto. Hasta hace media hora eran empleados leales de L. Bob Rife. Luego pudieron contemplar cómo a los esbirros de Rife estacionados en el hangar les volaban la cabeza, les cortaban la garganta o simplemente cómo dejaban las armas en el suelo y se rendían. Ahora el piloto y el copiloto han jurado lealtad eterna a la organización de Tío Enzo. Podría haberlos sacado de allí y haberlos sustituido por sus propios pilotos, pero así es mejor. Si Rife lograse de algún modo llegar hasta el avión, reconocería a sus pilotos y creería que todo va bien. Y el hecho de que los pilotos estén solos en la carlinga sin supervisión directa de la Mafia servirá para poner de relieve la gran confianza que Tío Enzo ha depositado en ellos y en el juramento que han hecho. Incrementará su sentido del deber. Y hará aumentar el desagrado de Tío Enzo en caso de que decidan romper ese juramento. Tío Enzo no alberga duda alguna sobre la lealtad de los pilotos.
Está menos satisfecho con el resto de los preparativos; ha habido que improvisar. El problema, como siempre, es la imprevisible T.A. No esperaba que saltase de un helicóptero en marcha y escapase de L. Bob Rife. En otras palabras, se había preparado para negociar su entrega algo después, cuando Rife se la hubiese llevado a su cuartel general, en Houston.
Pero ya no hay rehenes, así que Tío Enzo piensa que es importante detener a Rife ahora, antes de que vuelva a sus dominios de Houston. Ha ordenado un realineamiento a gran escala de las fuerzas de la Mafia, y en estos momentos docenas de helicópteros y unidades tácticas recalculan el rumbo a toda prisa, en un intento de convergir en LAX lo más rápidamente posible. Pero mientras tanto, Enzo está allí con un reducido destacamento de su guardia personal y el técnico de vigilancia de la organización de Ng.
Han cerrado el aeropuerto. Ha resultado fácil: para empezar han cruzado furgonetas en todos los accesos, y después han subido a la torre de control y han anunciado que en unos cuantos minutos va a comenzar la guerra. Ahora, LAX está más silencioso de lo que probablemente haya estado jamás desde que se construyó. Tío Enzo oye claramente el suave romper de las olas en la playa, a un kilómetro de distancia. Casi se está bien aquí. Aunque hace demasiado calor.
Tío Enzo coopera con Mr. Lee, lo cual significa trabajar con Ng, y Ng, aunque muy competente, tiene una debilidad por la tecnología que le inspira desconfianza. Preferiría un solo soldado de zapatos lustrosos, armado con una nueve, que un centenar de los aparatos y unidades de radar portátiles de Ng.
Cuando llegaron pensó que habría un amplio espacio abierto en el cual enfrentarse a Rife, pero resulta que todo está abarrotado. Sobre la pista de estacionamiento hay aparcados varias docenas de jets y helicópteros de empresa. Al lado hay una serie de hangares privados, cada uno con su aparcamiento vallado que contiene varios automóviles y vehículos auxiliares. Y están bastante cerca de los depósitos donde se almacena la reserva de combustible del aeropuerto. Eso significa que del suelo brotan montones de tuberías, estaciones de abastecimiento y cachivaches hidráulicos. Tácticamente, la zona tiene más en común con la selva que con el desierto. Las pistas de estacionamiento y las de despegue y aterrizaje son, por supuesto, mucho más parecidas al desierto, pero tienen zanjas de drenaje en las que podrían esconderse varios hombres, así que una analogía más adecuada sería la de la guerra en las playas de Vietnam: una amplia zona despejada que bruscamente se convierte en una selva. No es el terreno que elegiría Tío Enzo.
—El helicóptero se aproxima al perímetro del aeropuerto —dice Ky.
—¿Todo el mundo en su puesto? —pregunta Tío Enzo volviéndose hacia el teniente.
—Sí, señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Todos han informado hace unos minutos.
—Eso no significa nada. ¿Y qué pasa con el coche de la pizzería?
—Bueno, señor, pensé que podía dejarlo para más tarde…
—Tienes que aprender a hacer más de una cosa a la vez. El teniente se da la vuelta, avergonzado y temeroso.
—Ky —dice Tío Enzo—, ¿algo interesante en nuestro perímetro?
—Nada en absoluto —dice Ng.
—¿Y algo sin interés?
—Lo normal, unos cuantos técnicos de mantenimiento.
—¿Y cómo sabes que son técnicos de mantenimiento y no soldados de Rife disfrazados? ¿Has comprobado sus identificaciones?
—Los soldados llevan armas de fuego, o al menos cuchillos. El radar demuestra que estos hombres no. Q.e.d.
—Estoy intentando que nuestros hombres informen de su situación —dice el teniente—. Parece que hay un problema con la radio.
—Déjame contarte una historia, hijo —dice Tío Enzo rodeándole los hombros—. Desde el primer momento que te vi, supe que me resultabas familiar. Y por fin he comprendido que me recuerdas a alguien que conocí: un teniente que durante un tiempo fue mi oficial superior en Vietnam.
—¿En serio? —dice el teniente, emocionado.
—Sí. Era joven, brillante, ambicioso, culto, y con buenas intenciones. Pero tenía ciertas deficiencias. Una obstinada incapacidad para comprender los fundamentos de nuestra situación. Una especie de bloqueo mental, digamos, que hacía que quienes servíamos bajo su mando experimentásemos la más profunda frustración. Durante un tiempo fue una situación delicada, no voy a negarlo.
—¿Y cómo acabó la cosa. Tío Enzo?
—Acabó bien: un día decidí pegarle un tiro en la nuca. Los ojos del teniente se agrandan, y su rostro parece paralizado. A Tío Enzo no le da ninguna lástima: si la caga, puede morir gente.
Por los auriculares de la radio del teniente llega una ráfaga de palabras.
—Eh, Tío Enzo —dice en voz muy baja, con reticencia.
—¿Sí?
—¿Había preguntado por el coche de la pizzería?
—Sí.
—No está allí.
—¿No está?
—Parece ser que cuando aterrizaron para recoger a Rife, un hombre bajó del helicóptero y se marchó en el automóvil.
—¿Y adonde se dirigió?
—No lo sabemos, señor. Sólo teníamos un observador en la zona, y siguió a Rife.
—Quítate los auriculares —ordena Tío Enzo—. Y apaga el walkie-talkies. Vas a necesitar los oídos.
—¿Los oídos?
Tío Enzo se agazapa y cruza apresuradamente el pavimento hasta situarse entre un par de pequeños reactores. Deja el monopatín en el suelo sin hacer ruido. Luego se desata los cordones y se quita los zapatos. Se quita también los calcetines y los mete en los zapatos. Saca la navaja del bolsillo, la abre y se raja las perneras de los pantalones desde el dobladillo hasta la ingle, luego tira del material hacia arriba y lo corta. De lo contrario, el tejido rozaría el vello de las piernas al caminar y haría ruido.
—¡Dios mío! —dice el teniente, dos o tres aviones más allá—. ¡Al ha caído! ¡Oh, Dios, está muerto!