Para llegar del porche de Hiro al cubo negro de L. Bob Rife en Puerto 127 hay que recorrer medio Metaverso: una distancia de 32.768 kilómetros. La única parte difícil, en realidad, es abandonar el Centro. Puede atravesar los avatares conduciendo la moto, como siempre, pero la Calle está atestada de vehículos, animanuncios, exhibiciones comerciales, mercados públicos y otros programas de apariencia sólida que se cruzan en su camino.
Por no mencionar otras distracciones. A su derecha, más o menos a un kilómetro del Sol Negro, hay un profundo agujero en el horizonte de este hiperManhattan; una especie de parque donde los avatares se reúnen para celebrar conciertos, convenciones y festivales. En su mayor parte está ocupado por un anfiteatro con aforo para casi un millón de avatares. Al fondo hay un inmenso escenario circular.
Normalmente, el escenario lo ocupan grandes grupos de rock. Esta noche lo llenan las mayores y más brillantes alucinaciones informáticas que la mente humana pueda llegar a concebir. Un cartel tridimensional cuelga sobre el escenario, anunciando el acontecimiento de esta noche: un concierto gráfico benéfico en honor de Da5id Meier, que sigue hospitalizado, aquejado de una enfermedad desconocida. El anfiteatro está medio lleno de hackers.
En cuanto logra salir del Centro, Hiro le da al acelerador y cubre los restantes treinta y dos mil kilómetros y pico en unos diez minutos. Sobre su cabeza, los trenes expresos recorren velozmente el raíl a la metafórica velocidad de dieciséis mil kilómetros por hora; él los adelanta como si estuviesen parados. Eso es así porque conduce en una línea absolutamente recta. El software de su motocicleta tiene una rutina que le permite seguir automáticamente la vía del monorraíl, de forma que no tiene que preocuparse ni siquiera de la dirección.
Juanita, mientras tanto, está junto a él en la Realidad. Se ha puesto otro visor y ve lo mismo que Hiro.
—Rife tiene un enlace móvil en el helicóptero, como los que hay en los vuelos comerciales, así que puede conectarse con el Metaverso. Mientras vuele será su único vínculo con el Metaverso. Quizá podamos abrimos camino hasta ese enlace y bloquearlo o algo así…
—Las comunicaciones de bajo nivel tienen demasiadas protecciones como para que podamos hacer algo en menos de diez años —dice Hiro, deteniendo la moto—. Hostia puta. Es tal y como dijo T.A.
Está frente al Puerto 127. El cubo negro de Rife está ahí, igual a como lo describió T.A. No tiene puertas.
Hiro echa a caminar hacia el cubo, dejando atrás la Calle. No refleja ninguna luz, así que no hay forma de saber si está a diez metros o a diez kilómetros de él hasta que comienzan a materializarse los demonios de seguridad. Son media docena, todos ellos grandes y fornidos, con uniforme azul y un aspecto casi militar pero sin rango. No necesitan rango, porque todos ejecutan el mismo programa. Se materializan a su alrededor en un preciso semicírculo de unos tres metros de diámetro, bloqueando el paso hacia el cubo.
Hiro murmura una palabra en voz baja y se desvanece: cambia a su avatar invisible. Sería muy interesante quedarse a ver qué medidas toman los demonios de seguridad para encargarse de él, pero tiene que moverse deprisa antes de que tengan tiempo de adaptarse.
No lo hacen, o al menos no muy bien. Hiro pasa entre dos de los demonios de seguridad y se dirige a una pared del cubo. Llega hasta ella, choca y se detiene. Los demonios de seguridad se han girado y lo persiguen. Saben dónde está, o el ordenador se lo dice, pero no pueden hacerle nada. Como los demonios porteros del Sol Negro, en cuya creación participó Hiro, para agarrar a alguien tienen que aplicar las reglas básicas de la física de avatares. Al ser Hiro invisible, hay poca cosa que agarrar. Pero si están bien escritos quizá tengan formas más sutiles de hacerle algo, así que no hay tiempo que perder. Hinca la katana en la pared del cubo y la sigue a través de la pared, hasta el otro lado.
Esto es un truco muy viejo. Está basado en un fallo de programación que descubrió años atrás mientras adaptaba las reglas de combate con espada al software del Metaverso. Su hoja no tiene la capacidad de hacer un agujero en la pared, que significaría cambiar de modo permanente la forma del edificio de otra persona, pero sí la de atravesar cosas. Los avatares no pueden hacer eso. Ése es el objetivo de una pared en el Metaverso: es una estructura que no permite que los avatares la atraviesen. Pero como cualquier otra cosa del Metaverso, esa regla no es más que un protocolo, un acuerdo que los diversos ordenadores aceptan seguir. En teoría, no hay forma de saltárselo. Pero en la práctica depende de la habilidad de varios ordenadores para intercambiar información de forma muy precisa, a alta velocidad y justo en los momentos adecuados. Y cuando estás conectado al sistema con un enlace por satélite, como lo está Hiro desde la Almadía, se producen retrasos mientras la señal llega hasta el satélite y rebota de vuelta. Es posible sacar partido de esos retrasos, si te mueves con rapidez y no miras atrás. Hiro atraviesa la pared sujeto al mango de su katana cortalotodo.
El territorio de Rife es un espacio vasto y brillantemente iluminado, ocupado por formas elementales de colores primarios. Es como estar metido en un juguete educativo diseñado para enseñar geometría de sólidos a niños de tres años: cubos, esferas, tetraedros, poliedros, conectados con una telaraña de cilindros, líneas y espirales. Pero salido totalmente de control, como si todos los mecanos y las piezas de Lego jamás fabricados se hubiesen conectado entre sí siguiendo un esquema largo tiempo olvidado.
Hiro lleva el tiempo suficiente en el Metaverso para saber que, a pesar de la brillante y alegre apariencia de esa cosa, es, de hecho, tan simple y tan utilitaria como un cuchillo del ejército. Es la representación gráfica de un sistema. Un sistema grande y complejo. Las formas geométricas deben de representar ordenadores, o nodos centrales de la red mundial de Rife, o franquicias de las Puertas Perladas, o cualquier otro tipo de oficina local y regional de que disponga Rife en alguna parte del mundo. Si trepase a la estructura y se adentrase en esas formas brillantes, Hiro probablemente sería capaz de descubrir parte del código que controla la red de Rife. Y a lo mejor podría hackearlo como ha sugerido Juanita.
No tiene sentido trastear con algo que no se entiende. Podría tirarse horas con un fragmento de código para descubrir que es el software que controla los depósitos automáticos de agua de los baños del Instituto Bíblico Rife. Hiro sigue moviéndose, estudiando la maraña de formas, intentando descubrir una pauta. Sabe que se ha abierto paso hasta la sala de calderas del mismísimo Metaverso. Pero no tiene ni idea de qué busca.
El sistema, comprende, consta en realidad de varias redes distintas que ocupan el mismo espacio. Hay un revoltillo extremadamente complicado de finas líneas rojas, millones de ellas, que cruzan de aquí para allá entre millares de pequeñas bolas rojas. Hiro supone, aunque sin pruebas, que se trata de la red de fibra óptica de Rife, con sus innumerables oficinas y nodos dispersos por todo el mundo. También hay unas cuantas redes menos complejas en otros colores, que quizá representen líneas coaxiales, como las que se usan para la televisión por cable, e incluso líneas telefónicas de voz.
Hay también una red tosca, pesada, de color azul. Está compuesta por un reducido número, menos de una docena, de grandes cubos azules. Están conectados entre sí, pero a nada más, mediante inmensos tubos azules; los tubos son transparentes y en su interior Hiro distingue haces de conexiones más pequeñas de varios colores. Hiro ha tardado en darse cuenta de todo esto porque los cubos azules están casi tapados, rodeados por pequeñas bolas rojas y otros nodos, como árboles ocultos entre el kudzu. Parece tratarse de una anticuada red de algún tipo, anterior a las otras, con sus propios canales interiores, sobre todo primitivos como los teléfonos. Rife ha conectado a ella sus propios sistemas de alta tecnología en montones de sitios.
Hiro maniobra hasta poder ver mejor uno de los cubos azules, espiando a través de la maraña de líneas que han crecido a su alrededor. El cubo azul tiene una gran estrella blanca en cada una de sus seis caras.
—Es el Gobierno de los Estados Unidos —dice Juanita.
—Donde los hackers acuden a morir —añade Hiro. El mayor, y el menos eficiente, productor de software del mundo.
Hiro y T.A. han comido montones de comida basura en muchos tugurios de Los Ángeles: donuts, burritos, pizza, sushi, de todo; y T.A. siempre habla de su madre y de lo terrible que es para ella trabajar para los Feds. La disciplina. Las pruebas con el detector de mentiras. El hecho de que, con todo lo que trabaja, no tiene ni la menor idea de qué está haciendo el gobierno en realidad.
Para Hiro también ha sido siempre un misterio, pero así es el gobierno. Se inventó para hacer cosas de las que la industria privada no quería encargarse, lo que significa que probablemente no haya motivo para hacerlas; y uno nunca sabe qué están haciendo ni por qué. Por tradición, los hackers han mirado las fábricas de software del gobierno con horror, intentando olvidar que esa mierda haya existido jamás.
Pero tienen millares de programadores, que trabajan doce horas al día debido a algún retorcido sentido de la lealtad personal. Sus técnicas de ingeniería del software, aunque horribles y crueles, son muy sofisticadas. Deben de haber estado metidos en algo.
—Juanita…
—¿Sí?
—No me preguntes por qué, pero creo que el gobierno ha estado desarrollando un gran proyecto de software para L. Bob Rife.
—Tiene sentido —dice Juanita—. Tiene una relación de amor-odio con sus programadores: los necesita, pero no confía en ellos. El gobierno es la única organización en la cual confiaría para escribir algo importante. ¿De qué se tratará?
—Espera —dice Hiro—. Espera.
Está a un tiro de piedra de un gran cubo azul que hay al nivel del suelo. Los demás cubos se conectan con él. Junto al cubo hay aparcada una moto, dibujada en color pero apenas mejor que si fuese en blanco y negro: grandes pixeles irregulares y una paleta de colores limitada. Tiene un sidecar. Junto a ella está Cuervo.
Lleva algo en los brazos. Es otra construcción geométrica sencilla, un largo y suave elipsoide azul de alrededor de un metro de longitud. Por su forma de moverse, Hiro cree que Cuervo acaba de extraerlo del cubo azul; lo transporta hasta la motocicleta y lo introduce cuidadosamente en el sidecar.
—El Gran Pedo —dice Hiro.
—Exactamente lo que temíamos —dice Juanita—. Es la venganza de Rife.
—En dirección al anfiteatro, donde están reunidos casi todos los hackers. Rife pretende infectarlos a todos a la vez. Quiere quemarles la mente.