Durante un minuto o así, el helicóptero revolotea a varios metros de altura. Todos sus ocupantes contemplan la tablilla, caída en mitad del helipuerto y con el envoltorio reventado. El plástico se ha rajado en las esquinas, y trozos de la tablilla, trozos grandes, se han extendido por todas direcciones en un radio de uno o dos metros.
Hiro, a cubierto tras uno de los helicópteros aparcados, la mira también. La mira tan fijamente que se olvida de mirar nada más. De repente un par de antenas humanas aterrizan sobre su espalda, aplastándole la cara contra el costado del helicóptero. Se desliza hacia abajo y cae sobre el vientre. El brazo de la pistola sigue libre, pero otras dos antenas humanas se sientan sobre él. Y otro par en las piernas. Está totalmente inmovilizado. No puede ver nada excepto la tablilla rota, a seis metros de distancia, sobre la pista del helipuerto. El sonido y el aire producidos por el helicóptero de Rife disminuyen hasta convertirse en un ronroneo distante que tarda mucho tiempo en desaparecer por completo.
Siente un hormigueo detrás de la oreja, en anticipación del escalpelo y el taladro.
Estas antenas humanas trabajan por control remoto desde algún sitio. Ng pensaba que podían ser un sistema de defensa organizado de la Almadía. Que a lo mejor hay un hacker al mando, un en, sentado en la torre de control del Enterprise, moviendo a esos tipos por ahí como un controlador de tráfico aéreo.
Sea como sea, la espontaneidad no es su fuerte. Se quedan varios minutos sentados sobre él antes de decidir qué hacer. Luego, muchas manos descienden hasta él y lo asen por las muñecas, tobillos, codos y rodillas. Lo acarrean por la pista boca arriba, como un cortejo fúnebre. Hiro mira la torre de control y ve un par de rostros que lo observan. Uno de ellos, el en, habla por un micrófono.
Por fin llegan a un gran ascensor plano que desciende a las tripas del navío, lejos de la vista de la torre de control. Se detiene en una de las cubiertas inferiores, al parecer un hangar usado para el mantenimiento de los aviones.
Hiro oye una voz femenina que dice unas palabras suavemente pero con claridad:
—me lu lu mu al núum me en ki me en me lu lu mu me al núum me al núume me me mu lu e al núum me dug ga mu me mu lu e al núum me…
Hay un metro hasta la cubierta, y él cubre esa distancia en caída libre, chocando ruidosamente con la espalda y golpeándose la cabeza. Sus extremidades rebotan en el metal. Ve y oye cómo a su alrededor las antenas humanas se derrumban como toallas húmedas que cayesen de un colgador.
No puede mover ninguna parte del cuerpo. Apenas tiene control sobre los ojos. Un rostro aparece ante su campo de visión, y le cuesta trabajo distinguirlo, no puede enfocarlo, pero reconoce algo en su postura, la forma en que le cae el pelo sobre el hombro. Es Juanita. Juanita con una antena que le sale de la base del cráneo.
Se arrodilla junto a él, se inclina, ahueca una mano junto al oído de Hiro y susurra algo. El aliento caliente le hace cosquillas en el oído; intenta moverse, pero no puede. Ella está susurrando otra larga cadena de sílabas. Luego se endereza y le da unas palmaditas en el costado. Hiro se aparta de ella con una sacudida.
—Levántate, haragán —dice ella.
Hiro se levanta. Ahora se siente bien. Pero las antenas humanas yacen a su alrededor, totalmente inmóviles.
—Es un pequeño nam-shub que he inventado —dice Juanita—. No les pasará nada.
—Eh, hola —dice Hiro.
—Hola. Me alegro de verte, Hiro. Voy a darte un abrazo; cuidado con la antena.
Lo hace. Él le devuelve el abrazo. La antena choca contra su nariz, pero qué más da.
—Espero que cuando me la quiten, el pelo y la piel me vuelvan a crecer —susurra Juanita. Por fin lo suelta—. En realidad el abrazo era más por mí que por ti. He estado muy sola aquí. Sola y asustada.
La típica conducta paradójica de Juanita: ponerse quisquillosa en un momento así.
—No te lo tomes como una crítica —dice Hiro—, pero ¿ahora no eres de los malos?
—Ah, ¿te refieres a esto?
—Sí. ¿No trabajas para ellos?
—Si es así, no estoy haciendo demasiado buen trabajo —ríe ella, señalando el círculo de antenas humanas inmóviles—. No. Esto no funciona conmigo. Al principio sí, en cierto modo, pero hay formas de combatirlo.
—¿Por qué? ¿Por qué no funciona contigo?
—Me he pasado años discutiendo con jesuitas —dice Juanita—. Verás, el cerebro tiene un sistema inmunitario, igual que el cuerpo. Cuanto más se usa, cuanto mayor sea la cantidad de virus a la que se expone, mejor se vuelve el sistema inmunitario. Y el mío es de la hostia. Recuerda que fui atea durante un tiempo y volví a la religión por el camino difícil.
—¿Por qué no te jodieron el coco como a Da5id?
—Porque vine voluntariamente.
—Como Inana.
—Sí.
—¿Y qué razón puede tener alguien para venir de forma voluntaria?
—¿No lo comprendes, Hiro? Éste es el centro neurálgico de una religión que es a la vez totalmente nueva y antiquísima. Estar aquí es como seguir a Jesús o a Mahoma, ser testigo del nacimiento de una nueva fe.
—Pero una fe terrible. Rife es el Anticristo.
—Por supuesto que sí, pero aun así resulta interesante. Y además Rife cuenta con algo más: Eridu.
—La ciudad de Enki.
—Exacto. Tiene todas y cada una de las tablillas que Enki escribió. Para alguien que esté interesado en hackear y en la religión, éste lugar es único en el mundo. Si las tablillas estuviesen en Arabia, me compraría un chador, quemaría mi carnet de conducir y me largaría allí. Pero las tablillas están aquí, así que les dejé que me pusiesen una antena.
—Así que durante todo este tiempo, tu objetivo ha sido estudiar las tablillas de Enki.
—Conseguir los me, igual que Inana. ¿Qué si no?
—¿Y los has estudiado?
—Y tanto que sí.
—¿Y?
—Y ahora puedo hacerlo —dice Juanita señalando a los tipos caídos—. Soy una ba 'al shem. Puedo hackear el tronco cerebral.
—Oye, mira, Juanita, me alegro por ti. Pero en este momento tenemos un problemilla. Estamos rodeados por millones de personas que quieren matamos. ¿Puedes paralizarlos a todos?
—Sí —dice Juanita—, pero morirían.
—Sabes lo que tenemos que hacer, ¿verdad, Juanita?
—Liberar el nam-shub de Enki —dice ella—. Provocar una Babel.
—Vamos allá.
—Hagamos las cosas en orden —dice Juanita—. Primero la torre de control.
—De acuerdo, tú vas a por la tablilla y yo me encargo de la torre de control.
—¿Y cómo vas a hacerlo? ¿Matando gente con la espada?
—Sí. Es lo que se merecen.
—Hagámoslo al revés —propone Juanita. Se levanta y se aleja por la pista de aterrizaje.
El nam-shub de Enki es una tablilla envuelta en un sobre de arcilla cubierto con el equivalente cuneiforme de una pegatina de PRECAUCIÓN. El contenido se ha roto en docenas de trozos. Muchos siguen en el envoltorio de plástico, pero algunos han salido rodando por la pista. Hiro los recoge y los reúne en el centro del helipuerto.
Cuando termina de quitar el envoltorio de plástico, Juanita le hace señas desde las ventanas de la torre de control.
Pone en un montón aparte todos los trozos que parecen formar parte del sobre. Luego une los restos de la tablilla de forma más o menos lógica. La forma de encajar los fragmentos no es muy evidente, y no tiene tiempo para rompecabezas, así que se conecta con su despacho, usa el ordenador para tomar una fotografía electrónica de los fragmentos y llama al Bibliotecario.
—¿Sí, señor?
—Esta hipertarjeta contiene una foto de una tablilla de arcilla hecha pedazos. ¿Sabes de algún programa que pueda recomponer su aspecto original?
—Un momento, señor —pide el Bibliotecario. En su mano aparece una hipertarjeta. Se la da a Hiro. Contiene la imagen de una tablilla—. Éste es su aspecto, señor.
—¿Eres capaz de leer sumerio?
—Sí, señor.
—¿Puedes leer esta tablilla en voz alta?
—Sí, señor.
—Prepárate para hacerlo. Quédate a la espera.
Hiro camina hasta la base de la torre de control. Hay una puerta que da acceso a una escalera. Asciende por ella hasta la sala de control, que es una extraña mezcla de la Edad del Hierro y alta tecnología. Juanita lo espera, rodeada por antenas humanas sumidas en un apacible sueño. Da golpecitos en un micrófono que brota de un panel de comunicaciones al extremo de un soporte flexible; es el mismo micro por el que hablaba el en.
—En directo para toda la Almadía —dice Juanita—. Adelante. Hiro pone su ordenador en modo altavoz y lo acerca al micrófono.
—Bibliotecario, léela —ordena. Un chorro de sílabas brota del altavoz.
En medio de la lectura, Hiro lanza una mirada a Juanita. Está en la esquina más alejada de la habitación, con los dedos en las orejas.
Abajo, junto a la base de la escalera, una antena humana comienza a hablar. En las profundidades del Enterprise se oyen más voces. No tienen sentido. Son sólo balbuceos.
La torre de control tiene una pasarela externa. Hiro sale a ella y escucha la Almadía. Un tenue rugido brota de todas partes, no el del viento ni las olas, sino el de un millón de voces humanas desencadenadas que hablan en una confusión de lenguas.
Juanita se acerca también a escuchar. Hiro ve unas gotas rojas bajo su oreja.
—Estás sangrando —dice Hiro.
—Lo sé. Un poco de cirugía casera —comenta Juanita, con voz tensa e incómoda—. Llevaba encima un escalpelo por si se producía un caso así.
—¿Qué has hecho?
—Lo he pasado bajo la base de la antena y he cortado el cable que se mete en mi cerebro —explica ella.
—¿Cuándo?
—Mientras estabas en la cubierta.
—¿Porqué?
—¿Y tú qué crees? —dice ella—. Para no exponerme al nam-shub de Enki. Ahora soy una hacker neurolingüística, Hiro. He pasado por un infierno para obtener ese conocimiento; es parte de mí. No esperarás que me someta a una lobotomía.
—Si salimos de ésta, ¿querrás ser mi chica?
—Claro que sí —dice Juanita—. Ahora larguémonos de aquí.