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Cuando el socio de T.A. está haciendo algo en la Realidad, su avatar queda como desmadejado. El cuerpo se queda quieto como una muñeca hinchable, y el rostro hace toda clase de ejercicios de estiramiento. T.A. no sabe en qué está metido, pero debe de ser emocionante, porque la mayoría del tiempo está extremadamente sorprendido o cagado de miedo.

Poco después de que él haya terminado de hablar con el Bibliotecario acerca del portaaviones, T.A. comienza a oír sordos sonidos retumbantes, sonidos de la Realidad, que proceden del exterior. Suenan como un cruce entre una ametralladora y una motosierra. Cada vez que oye ese sonido, el rostro de Hiro adquiere una mirada sorprendida, como diciéndose: me voy a morir.

Alguien le está dando golpecitos en el hombro. Algún ejecutivo con una cita matinal en el Metaverso que se estará imaginando que, sea lo que sea lo que hace esta korreo, no puede ser importante. Durante un minuto le hace caso omiso.

Luego la oficina de Hiro desaparece de su campo de visión, salta en el aire como si estuviese pintada en una persiana, y se encuentra mirando la cara de un tío. Un asiático. Un bicho raro. Una antena humana. Uno de los tipos espantosos con antenas en la cabeza.

—Vale —dice T.A.—. ¿Qué quieres?

Él la agarra por el brazo y la saca a rastras de la cabina. Hay otro tipo, que la sujeta por el otro brazo. Echan a andar hacia la salida.

—Soltadme los putos brazos —dice T.A.—. Vale, iré con vosotros.

No será la primera vez que la echan de un edificio lleno de gente bien. No obstante, esta vez es un poco diferente. Esta vez, los que la echan son un par de muñecos articuladas del Toys R Us de tamaño real.

Y no se trata tan sólo de que con toda seguridad no hablan inglés. Es que ni siquiera actúan de forma normal. T.A. logra liberar un brazo y el tipo no le suelta un guantazo ni nada, sólo se vuelve con rigidez hacia ella y extiende el brazo mecánicamente hasta que la vuelve a tener sujeta. Su expresión no cambia. Sus ojos miran como faros fundidos. Tiene la boca lo bastante abierta para poder respirar a través de ella, pero no mueve los labios ni cambia de expresión.

Se hallan en el complejo de camarotes y contenedores abiertos que hace las funciones de recepción del hotel. Las antenas humanas la sacan de ahí a rastras, hasta la tosca cruz del helipuerto. Justo a tiempo, porque un helicóptero está preparándose para aterrizar. Los protocolos de seguridad de este lugar son una mierda; podrían haberles cortado la cabeza. Se trata del elegante helicóptero con el logotipo corporativo de RARO que ya había visto antes.

Las antenas humanas intentan arrastrarla por una pasarela que los lleva sobre el agua hasta el buque contiguo. T.A. logra darse la vuelta, se coge a la barandilla con ambas manos, ancla los tobillos en los soportes y se agarra con fuerza. Uno de ellos la sujeta por la cintura desde atrás y tira de ella mientras el otro se pone a su lado y le suelta los dedos uno a uno.

Del helicóptero de RARO surgen varios tipos. Llevan monos con los bolsillos abarrotados de equipo, y T.A. ve al menos un estetoscopio. Sacan del aparato grandes cajas de fibra de vidrio con cruces rojas pintadas, y corren hacia el portacontenedores. T.A. sabe que no hacen todo eso porque algún ejecutivo gordo se haya dado un golpe en los huevos. Intentan reanimar a su novio. Cuervo atiborrado de estimulantes: justo lo que el mundo necesita ahora mismo.

La arrastran por la cubierta del otro barco. Allí suben una escalera hasta el siguiente buque, que es muy grande. T.A. cree que se trata de un petrolero. Si mira por encima de su amplia cubierta, a través de una maraña de tubos bajo cuya pintura blanca asoma el óxido, puede ver al Enterprise al otro lado. Se dirigen allí.

No hay conexión directa. Una grúa de la cubierta del Enterprise ha girado para descolgar una pequeña jaula sobre el petrolero, a menos de un metro de la cubierta; se sacude arriba y abajo y se desliza de un lado a otro en un área bastante grande, ya que los dos navíos se mecen en distintas direcciones, y oscila como un péndulo al extremo del cable. A un lado tiene una puerta, que cuelga abierta.

La meten dentro de cabeza, obligándola a mantener los brazos contra el cuerpo y luego pierden unos instantes empujándole las piernas. Resulta evidente que discutir no sirve de nada, así que se resiste en silencio. Logra darle a uno una buena patada en el puente de la nariz, y siente y oye cómo se rompe el hueso, pero el hombre no reacciona de ningún modo, aparte de echar la cabeza atrás por el impacto. Se queda tan absorta observándolo, esperando a que se dé cuenta de que le han partido la nariz y ella es la responsable, que se olvida de dar patadas y puñetazos el tiempo suficiente para que la metan por completo dentro de la jaula. Luego la puerta se cierra de golpe.

Un mapache con algo de experiencia podría abrir la cerradura. Esta jaula no está hecha para retener personas. Pero para cuando logra darse la vuelta y alcanzarla, T.A. está a seis metros sobre la cubierta, mirando un canal de aguas negras entre el petrolero y el Enterprise. Abajo distingue una zodiac a la deriva, rebotando de lado a lado entre los muros de acero.

No todo va precisamente bien en el Enterprise. En alguna parte algo arde. Hay gente disparando. T.A. no tiene muy claro que quiera ir allí. Mientras está en el aire hace un reconocimiento del buque y confirma que no hay forma de salir, nada de pasarelas ni escalerillas.

La están bajando hacia el Enterprise. La jaula se columpia de un lado a otro, pasando justo por encima del borde de la cubierta, y cuando por fin la toca, se desliza una corta distancia antes de detenerse. T.A. abre el cerrojo y sale de allí. ¿Y ahora qué?

Hay un círculo pintado en la cubierta, y unos cuantos helicópteros aparcados y amarrados a su alrededor. Y también hay un helicóptero, un mamut de doble motor, como una bañera voladora adornada de ametralladoras y misiles, en el centro del círculo, con todas las luces encendidas, los motores gimiendo y los rotores girando de forma irregular. Junto a él hay un pequeño grupo de hombres.

T.A. camina hacia ellos. Odia hacerlo. Sabe que es exactamente lo que se espera de ella. Pero en realidad no tiene muchas más opciones. Desearía, con todas sus fuerzas, tener aquí el patín. La cubierta de este portaaviones es uno de los mejores terrenos para monopatín que haya visto jamás. Sabe, por las películas, que los portaaviones tienen catapultas de vapor para lanzar los aviones al aire. ¡Imagínate lo que sería patinar sobre una catapulta de vapor con la plancha!

Mientras se aproxima al helicóptero, uno de los hombres se aparta del grupo y camina hacia ella. Es grande, con un cuerpo como un barril de doscientos cincuenta litros, y un bigote que se dobla en los extremos. Al acercarse a ella ríe satisfecho, cosa que la cabrea.

—¡Vaya, si pareces una pobre cosita desamparada! —dice él—. Mierda, cariño, pareces una rata ahogada que se haya vuelto a secar.

—Gracias —dice T.A.—. Usted parece carne picada.

—Muy divertido —dice él.

—¿Entonces por qué no se ríe? ¿Teme que sea cierto?

—Mira —dice él—, no tengo tiempo para esa mierda de bromas de adolescentes. Crecí y me hice viejo con el objetivo específico de librarme de eso.

—No es que no tenga tiempo —dice T.A.—, sino que no se le da bien.

—¿Sabes quién soy? —pregunta él.

—Sí, lo sé. ¿Y sabe usted quién soy yo?

—T.A. Una korreo de quince años.

—Y colega personal de Tío Enzo —dice ella, sacando las chapas de identificación y sacudiéndolas. Él estira la mano, sorprendido, y la cadena se le enrolla en los dedos. Las sostiene, leyéndolas.

—Vaya, vaya —dice él—, es todo un recuerdo. —Las deja caer—. Ya sé que eres amiga de Tío Enzo, o de lo contrario te habría puesto en remojo en vez de traerte a mi rancho. Pero la verdad es que me importa una mierda —dice—, porque para cuando el día haya terminado. Tío Enzo se habrá quedado en el paro, o yo seré, como has dicho, carne picada. Pero imagino que es mucho menos probable que el Gran Capo lance un Stinger a la turbina de mi helicóptero si sabe que su amiguita está a bordo.

—No se trata de eso —dice T.A.—. Nuestra relación no tiene nada que ver con el sexo. —Pero se siente mortificada al comprobar que, después de todo, las chapas de identificación no han tenido un efecto mágico sobre los malos.

Rife se da la vuelta y echa a andar hacia el helicóptero. Después de dar unos pasos se vuelve a mirarla, ahí parada, intentando no llorar.

—¿Vienes? —pregunta él.

T.A. mira el helicóptero. Un billete para salir de la Almadía.

—¿Puedo dejarle una nota a Cuervo?

—Por lo que concierne a Cuervo, creo que has dejado clara tu postura, ja, ja, ja. Vamos, niña, estamos desperdiciando combustible, y eso no es bueno para el puto medio ambiente.

T.A. lo sigue hasta el helicóptero y sube a bordo. Su interior es cálido e iluminado, con cómodos asientos. Es como llegar a casa tras un duro día de febrero recorriendo las peores autopistas y dejarse caer sobre un sillón acolchado.

—Lo he hecho reformar —explica Rife—. Es un viejo helicóptero de combate soviético, y no estaba diseñado para la comodidad. Pero es el precio que se paga por todo ese blindaje.

Hay otros dos tipos. Uno tiene unos cincuenta años, desgarbado, de grandes poros, con bifocales de montura metálica y un ordenador portátil. Un técnico. El otro es un negro voluminoso que va armado.

—T.A. —dice el siempre correcto L. Bob Rife—, te presento a Frank Frost, mi director técnico, y a Tony Michaels, mi jefe de seguridad.

—Señorita —dice Tony.

—¿Qué tal? —dice Frank.

—Que os follen —dice T.A.

—No pise eso, por favor —dice Frank.

T.A. mira hacia abajo. Al sentarse en el asiento vacío más cercano a la puerta ha pisado un paquete que hay en el suelo. Tiene las dimensiones de una guía telefónica, pero es irregular, muy pesado, envuelto en plástico protector. Vislumbra a duras penas lo que hay en el interior. Es de color castaño rojizo. Cubierto de marcas como huellas de gallinas. Duro como una piedra.

—¿Qué es? —pregunta T.A.—. ¿El pan casero de mamá?

—Es un artefacto antiguo —dice Frank, molesto. Rife ríe entre dientes, complacido y aliviado de que T.A. esté insultando a otro.

Otro hombre cruza a gachas la cubierta de vuelo, muerto de miedo ante las silbantes hojas del rotor, y sube al helicóptero. Tiene unos sesenta años, y un globo de pelo blanco que el aire del rotor no ha logrado encrespar.

—Hola a todos —dice jovialmente—. Creo que aún no los conozco. ¡He llegado esta mañana y ya vuelvo a marcharme!

—¿Quién es usted? —pregunta Tony.

—Greg Ritchie —dice el recién llegado, con aire alicaído. Luego, como nadie parece reaccionar, les refresca la memoria.

—El presidente de los Estados Unidos.

—¡Ah! Lo siento. Me alegro de conocerlo, señor Presidente —dice Tony, extendiendo la mano—. Tony Michaels.

—Frank Frost —dice Frank, extendiendo la mano con gesto aburrido.

—No se preocupe por mí —dice T.A. cuando Ritchie mira hacia ella—. Sólo soy un rehén.

—Arranca esta monada —le dice Rife al piloto—. Vámonos a L.A. Tenemos una Misión que Controlar.

El piloto tiene un rostro anguloso que, tras la experiencia en la Almadía, T.A. reconoce como típicamente ruso. Comienza a trastear con los controles. Los motores gimen con mayor fuerza y el golpeteo de las aspas se acelera. T.A. siente, pero no oye, un par de pequeñas explosiones. Los demás las sienten también, pero sólo Tony reacciona; se tira al suelo del helicóptero, se saca una pistola de la chaqueta y abre la puerta de su lado. Mientras tanto, el ruido del motor se hace más grave y el rotor se frena hasta casi detenerse.

T.A. lo ve por la ventana. Es Hiro. Está cubierto de humo y sangre, y sostiene una pistola en la mano. Ha disparado un par de tiros al aire para llamar la atención de los ocupantes del helicóptero, y luego a vuelto a ponerse a cubierto tras uno de los helicópteros aparcados.

—Eres hombre muerto —grita Rife—. Estás atrapado en la Almadía, gilipollas. Tengo un millón de mirmidones. ¿Vas a matarlos a todos?

—A las espadas no se les acaba la munición —grita Hiro.

—Bueno, ¿qué quieres?

—La tablilla. Dame la tablilla, y puedes despegar y dejar que tu millón de antenas humanas me maten. Si no me la das, te vaciaré el cargador contra el parabrisas.

—¡Ja! ¡Es a prueba de balas! —se burla Rife.

—No, no lo es —dice Hiro—, como descubrieron los rebeldes afganos.

—Tiene razón —dice el piloto.

—¡Puñetero montón de mierda soviético! ¿Le pusieron todo ese acero en las tripas e hicieron el puto parabrisas de vidrio?

—Dame la tablilla —exige Hiro—, o iré a buscarla.

—No, no lo harás —dice Rife—, porque tengo aquí a Campanilla.

En el último momento T.A. intenta agacharse y esconderse para que no la vea. Se siente avergonzada. Pero su mirada se cruza con la de Hiro durante un instante, y T.A. puede ver cómo la derrota inunda su rostro.

Se lanza hacia la puerta y logra sacar medio cuerpo, bajo el chorro de aire del rotor. Tony la agarra por el mono y la mete dentro de un tirón. La tumba boca abajo y le apoya una rodilla en la espalda para retenerla. El motor está ganando potencia de nuevo, y por la puerta abierta T.A. ve alejarse de la vista el horizonte de acero de la cubierta del portaaviones.

Al final, el plan se ha jodido por su culpa. Le debe una indemnización a Hiro.

O quizá no.

Apoya la mano contra el borde de la tablilla de arcilla y la empuja con todas sus fuerzas. Ésta se desliza por el suelo, oscila en el borde y cae fuera del helicóptero.

Otra entrega realizada, otro cliente satisfecho.