58

Hiro encuentra la salida por sí mismo y toma el ascensor hasta la Calle. Cuando sale del rascacielos de neón, hay una chica en blanco y negro sentada en su motocicleta.

Jugando con los mandos.

—¿Dónde estás? —dice la chica.

—También en la Almadía. Eh, acabamos de ganar veinticinco millones de dólares.

Hiro está seguro de que, al menos esta vez, T.A. se va a sentir impresionada por algo que él diga. Pero no.

—Eso me pagará un funeral realmente bonito cuando me envíen a casa en un tupperware —dice T.A.

—¿Por qué va a pasar eso?

—Estoy metida en un lío —admite T.A., por primera vez en su vida—. Creo que mi novio me va a matar.

—¿Quién es tu novio?

—Cuervo.

Si los avatares pudiesen palidecer y marearse y tener que sentarse en la acera, el de Hiro lo haría en ese momento.

—Ahora comprendo por qué tiene tatuado en la frente CONTROLA MAL SUS IMPULSOS.

—Genial. Esperaba un poco de cooperación, o quizá algún consejo.

—Si crees que va a matarte estás equivocada, porque si tuvieses razón ya estarías muerta —la consuela Hiro.

—Depende —dice ella, y le explica la entretenida historia de la dentata.

—Voy a intentar ayudarte —dice Hiro—, pero tampoco es que ir conmigo por la Almadía sea precisamente muy seguro.

—¿Has encontrado ya a tu chica?

—No, pero tengo grandes esperanzas, si logro seguir con vida.

—¿Grandes esperanzas de qué?

—De que prospere nuestra relación.

—¿Por qué? —dice T.A.—. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Es una de esas preguntas tan profundamente sencillas y obvias que resultan exasperantes porque Hiro no estáseguro de la respuesta.

—Bueno —dice—, creo que he averiguado lo que estaba haciendo y por qué vino aquí.

—¿Y?

Otra pregunta sencilla y evidente.

—Que siento que ya la comprendo.

—¿La comprendes?

—Sí, más o menos.

—¿Y se supone que eso es bueno?

—Vaya, claro que sí.

—Hiro, eres un bicho raro. Ella es una tía, y tú un tío. No necesitas entenderla. Eso no es lo que ella busca.

—Bueno, pues ¿qué supones tú que busca, teniendo que en cuenta que no la conoces personalmente y que tú sales con Cuervo?

—No quiere que la comprendas a ella. Sabe que eso es imposible. Lo único que quiere es que te entiendas a ti mismo. Lo demás es negociable.

—¿Eso piensas?

—Sí. Desde luego.

—¿Y qué te hace pensar que no me comprendo a mí mismo?

—Es evidente. Eres un hacker realmente inteligente y el mejor espadachín del mundo, y te dedicas a repartir pizzas y organizar conciertos que no te dan dinero. ¿Cómo esperas que ella…?

El resto queda ahogado por un sonido que irrumpe en sus auriculares procedente de la Realidad: un sonido chirriante y lacerante que se eleva sobre el atronador rugido de un impacto pesado. Luego lo único que se oye es el chillido de los niños aterrorizados, gritos de hombres en tagalo, y el gemido borboteante de un pesquero de acero que se colapsa bajo la presión del mar.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta T.A.

—Un meteorito —dice Hiro.

—¿Cómo?

—Sigue a la escucha —dice Hiro—. Creo que me espera un duelo con ametralladora.

—¿Vas a desconectar?

—No, sólo cállate un instante.

Este barrio tiene forma de «U», construido en tomo a una especie de cala de la Almadía donde hay amarrados una docena de viejos pesqueros oxidados. Un muelle flotante, fabricado con plataformas de tamaños diversos, recorre el borde.

El pesquero vacío, el que estaban desguazando, ha sido alcanzado por un disparo del gran cañón de la cubierta del Enterprise. Parece que una gran ola lo hubiese cogido y lo hubiese intentado enrollar en forma de columna: un lateral está totalmente hundido, de forma que la proa y la popa están a punto de tocarse. La parte trasera está rota. Sus bodegas vacías están absorbiendo un inmenso y continuo chorro de aguas marrones, tragándose esas abigarradas aguas negras como un hombre que se ahoga traga el aire. Se está hundiendo rápidamente.

Hiro echa Razones a la zodiac, salta y arranca el motor. No tiene tiempo para desatar la barca del pontón, así que corta la amarra con el wakizashi y se larga.

Los pontones se pandean arriba y abajo, arrastrados por los cables de sujeción de la nave destruida. El pesquero está hundiéndose bajo la superficie, intentando arrastrar tras de sí todo el barrio como un agujero negro.

Un par de filipinos han salido ya con machetes y le están dando tajos a la telaraña que une el barrio, intentando soltar las partes que ya no pueden salvarse. Hiro pasa zumbando junto a un pontón que ya está bajo el agua hasta la altura de la rodilla, busca las amarras que lo conectan al siguiente, que está aún más sumergido, y las golpea con la katana. Las sogas restantes se rompen con estallidos como disparos de escopeta, y el pontón se suelta, saliendo a la superficie tan deprisa que casi vuelca la zodiac.

Hay toda una sección del muelle de pontones, junto al lateral del pesquero, que es irrecuperable. Hombres con cuchillos de pesca y mujeres con utensilios de cocina están de rodillas, con el agua ya casi por la barbilla, soltando el barrio. Se libera cuerda a cuerda, sin orden ni concierto, lanzando a los filipinos por el aire. Un chico con un machete corta la última soga, que salta y le golpea la cara. Finalmente, los pontones están libres y flexibles de nuevo, balanceándose y ondulándose en busca del equilibrio, y donde estuvo el pesquero no queda nada sino un remolino burbujeante que vomita de vez en cuando desechos flotantes.

Otros se han encaramado ya a la barca de pesca que había junto al pesquero. También ha sufrido daños: un grupo de hombres se inclina sobre la barandilla para examinar dos grandes impactos en el costado. Cada agujero está rodeado de una mancha del tamaño de un plato, de la que ha desaparecido la pintura y el óxido. En el centro está el boquete, grande como una pelota de golf.

Hiro decide que es hora de irse.

Pero antes mete la mano en el mono, saca la cartera y cuenta unos cuantos millares de kongpavos. Los deja en la cubierta, sujetos bajo la esquina de un depósito rojo de gasolina. Luego se marcha.

No tiene problemas para encontrar el canal que lleva al siguiente barrio. Su nivel de paranoia está muy alto, así que mira a un lado y al otro mientras pilota para salir de ahí, espiando cada pequeño callejón. En uno de esos nichos ve a un tipo con antenas murmurando algo.

El de al lado es un barrio malayo. Varias docenas de ellos están sentados junto al puente, atraídos por el ruido. Cuando Hiro entra en el vecindario, ve hombres que corren por el ondulante puente de pontones que hace las veces de calle principal, armados con pistolas y cuchillos. La policía local. Más hombres con el mismo aspecto emergen de las calles secundarias, esquifes y sampanes, y se unen a ellos.

Justo detrás de Hiro se oye un tremendo golpe de algo que se rompe y se desgarra, como si un camión cargado de leña acabase de chocar contra una pared de ladrillos. El agua lo salpica, y sobre su cara silba un chorro de vapor. Luego se hace el silencio de nuevo. Se da la vuelta, lentamente y con desgana. El pontón más cercano ya no está; sólo queda una turbulenta y ensangrentada sopa de restos y fragmentos.

Mira a su alrededor y detrás de sí. El tipo de la antena que entrevió un momento antes está ahora a la vista, de pie en el borde de una balsa. Los demás se han largado. Ve cómo el muy cabrón mueve los labios. Hiro gira la lancha y vuelve hacia él, desenvainando el wakizashi con la mano libre y cortándolo en dos allí mismo.

Pero habrá más. Hiro sabe que ahora todos lo están buscando. A los artilleros del Enterprise no les importa cuántos Refus tengan que matar para cargarse a Hiro.

Del barrio malayo pasa a uno chino. Está mucho más desarrollado, tiene barcos y gabarras de acero. Se extiende en la distancia, alejándose del Núcleo, tan lejos como alcanza la vista de Hiro desde su inútil punto de observación a nivel del mar.

Otro hombre con antenas, lo vigila desde lo alto de uno de los barcos chinos. Hiro percibe cómo mueve las mandíbulas mientras transmite su posición al centro de mando de la Almadía.

El gran cañón giratorio de la cubierta del Enterprise abre fuego otra vez y envía otro meteorito de uranio empobrecido contra el costado de una gabarra desocupada, a unos seis metros de Hiro. Todo el costado de la embarcación se dobla hacia dentro, como si el acero se hubiese licuado y corriese por un desagüe, y el metal se vuelve brillante, ya que la onda de choque simplemente convierte la gruesa costra de corrosión en un aerosol que sale despedido del acero, transportado sobre una onda sónica tan potente que hace que a Hiro le duelan las entrañas y se sienta enfermo.

El cañón está controlado por radar. Es muy preciso si dispara contra metal, pero menos si apunta a un blanco de carne y hueso.

—¿Hiro? ¿Qué coño pasa ahí? —le grita T.A. en los auriculares.

—No puedo hablar. Llévame a mi oficina —pide Hiro—. Súbeme a la moto y condúcela hasta allí.

—No sé conducir una moto —protesta ella.

—Sólo tiene un mando. Gira el acelerador y avanzará.

Luego dirige la lancha hacia el agua abierta y acelera. Débilmente superpuesta sobre la Realidad puede distinguir la figura blanca y negra de T.A. sentada con él en la motocicleta; ella extiende la mano hacia el acelerador y ambos salen disparados hacia delante y se estrellan contra la pared de un rascacielos a Mach 1.

Desconecta por completo la visión del Metaverso, dejando el visor totalmente transparente. Luego activa el sistema en modo gárgola completo: luz visible realzada con infrarrojo en colores falsos y radar milimétrico.

Su visión del mundo se vuelve de un granuloso blanco y negro, mucho más brillante que antes. Aquí y allá diversos objetos brillan como manchas borrosas de rosa o rojo. Es la visión del infrarrojo, y significa que esas cosas están tibias o calientes; la gente es rosa, los motores y los fuegos rojos.

Los datos del radar milimétrico están superpuestos mucho más clara y nítidamente en verde neón. Puede ver cualquier cosa de metal. Hiro navega ahora a través de una granulada avenida gris carbón de agua bordeada de puentes grises de pontones amarrados a nítidas gabarras y barcos verde neón que brillan con tonos rojizos aquí y allá, en los sitios donde desprenden calor. No es una visión bonita. De hecho, es tan fea que probablemente eso explique por qué las gárgolas son, en general, sociofóbicas. Pero es muchísimo más útil que la visión de carbón sobre ébano que tenía antes.

Y le salva la vida. Mientras zumba por un canal estrecho y serpenteante, frente a él aparece una fina parábola verde, que surge de repente del agua y se estira para formar una línea perfectamente recta a la altura de su cuello. Es alambre de acero. Hiro se agacha para pasar por debajo, saluda con la mano a los jóvenes chinos que han puesto la trampa y sigue su viaje.

El radar detecta a tres borrosos individuos rosados con AK-47 chinos junto al borde del canal. Hiro los esquiva metiéndose en un canal lateral. Pero es más estrecho, y no está seguro de adonde le llevará.

—T.A. —pregunta—, ¿dónde diablos estamos?

—En la Calle, intentando ir hacia tu casa. Ya me he pasado de largo al menos seis veces.

Más adelante, el canal no tiene salida. Hiro gira ciento ochenta grados. Debido al gran intercambiador de calor que arrastra, la lancha no es tan maniobrable ni tan rápida como a Hiro le gustaría. Vuelve a pasar bajo la trampa del alambre y comienza a explorar otro canal estrecho que antes había pasado de largo.

Okey, por fin en casa. Estás sentado en tu escritorio —anuncia T.A.

—De acuerdo —dice Hiro—. Esto va a ser delicado. Se detiene en medio del canal y hace un barrido en busca de milicianos y transmisores humanos, sin detectar ninguno. En una barca junto a él hay una mujer china de metro cincuenta de estatura que corta algo en rodajas con un hacha de cocina. Hiro decide que puede correr el riesgo, así que se desconecta de la Realidad y vuelve al Metaverso.

Está en su escritorio. T.A. aguarda junto a él, con los brazos cruzados, radiando una expresión de Pocos Amigos.

—¿Bibliotecario?

—¿Sí, señor? —dice éste, entrando.

—Necesito los planos del portaaviones Enterprise. Deprisa. SÍ puedes conseguírmelos en 3D sería fantástico.

—Sí, señor —dice el Bibliotecario. Hiro extiende la mano y agarra Tierra.

—USTED ESTÁ AQUÍ —dice.

Tierra gira hasta mostrarle directamente a la Almadía. Luego hace un picado a velocidad terrible. En tres segundos está allí.

Si esto fuese una parte normal y estable del mundo, como Manhattan, tendría la imagen en 3D. En vez de eso debe conformarse con imágenes bidimensionales de satélite. Está viendo un punto rojo superpuesto en una fotografía en blanco y negro de la Almadía. El punto rojo está en medio de un estrecho canal negro de agua:

USTED ESTÁ AQUÍ.

Aun así es un increíble laberinto. Pero es mucho más sencillo resolver un laberinto cuando lo miras desde arriba. En apenas sesenta segundos sale al mar abierto del Pacífico. Es un amanecer brumoso y gris. El penacho de vapor del intercambiador de calor de Razones apenas lo hace un poco más nublado.

—¿Dónde diablos estás? —pregunta T.A.

—Fuera de la Almadía.

—Vaya, gracias por la ayuda.

—Volveré en un momento. Necesito un momento para organizarme.

—Por aquí hay un montón de tipos espantosos —dice T.A.—. Y me están mirando.

—No importa —dice Hiro—. Estoy seguro de que atenderán a Razones.