Hiro se escabulle temprano de la cena en honor de Trani, arrastra a Razones de la zodiac al porche de la casa flotante, abre la maleta y conecta su ordenador personal a la bios.
Razones se reinicializa sin problemas, como era de esperar. También es de esperar que más adelante, cuando más necesite que Razones funcione, se cuelgue de nuevo, como le pasó a Ojo de Pez. Podría apagarlo y encenderlo cada vez que ocurra, pero resulta incómodo en el fragor del combate, y no es una solución muy admirable para un hacker. Sería más sensato depurar el código.
Podría hacerlo a mano, si tuviese tiempo, pero quizá haya una forma mejor. Es posible que a estas alturas Industrias de Seguridad Ng haya arreglado los problemas y tenga una versión nueva del software. Si es así debería poder conseguir una copia en la Calle.
Hiro se materializa en su despacho. El Bibliotecario asoma la cabeza desde la habitación contigua, por si Hiro tiene alguna pregunta para él.
—¿Que significa «ultima ratio regum»?
—«El argumento definitivo de los reyes» —dice el Bibliotecario—. Luis XIV hizo que lo grabasen en todos lo cañones que se forjaron durante su reinado.
Hiro se pone de pie y sale al jardín. Su motocicleta espera en el sendero de grava que lleva hasta la puerta. Al mirar sobre la verja Hiro distingue las luces del Centro en la distancia. Su ordenador ha logrado conectarse con la red global de L. Bob Rife; tiene acceso a la Calle. Es lo que Hiro esperaba. Seguramente Rife tiene enlaces por satélite en el Enterprise, conectados a una red celular que cubre la Almadía. De lo contrario no podría alcanzar el Metaverso desde su fortaleza acuática, y un hombre como Rife jamás aceptaría eso.
Hiro se monta en la moto, cruza el barrio hasta llegar a la Calle y luego la pone a varios cientos de kilómetros por hora, sorteando los soportes del monorraíl para practicar. Unas cuantas veces choca contra uno y se para en seco, pero era de esperar.
Industrias de Seguridad Ng ocupa un piso completo de un rascacielos de neón cerca de Puerto Uno, en mitad del Centro. Como todo lo demás en el Metaverso, abre veinticuatro horas al día, porque siempre es horario comercial en algún lugar del mundo. Hiro deja la moto en la Calle y toma el ascensor hasta el piso 397, donde se encuentra con un demonio recepcionista femenino. Durante un instante no logra discernir su grupo racial; por fin se da cuenta de que es medio negra medio asiática, como él. Si del ascensor hubiese salido un blanco, probablemente habría sido una rubia. Un ejecutivo japonés se habría encontrado con una vivaracha oficinista japonesa.
—Dígame, señor —dice ella—. ¿Se trata de una cuestión de ventas o de atención al cliente?
—Atención al cliente.
—¿Para quién trabaja usted?
—Elija un grupo y seguro que acierta.
—¿Disculpe? —Igual que a los recepcionistas humanos, al demonio no se le da nada bien la ironía.
—En este momento creo que trabajo para la Corporación Central de Inteligencia, la Mafia y el Gran Hong Kong de Mr. Lee.
—Comprendo —dice la recepcionista, anotándolo. Igual que a cualquier recepcionista humano, es imposible impresionarla—. ¿De qué producto se trata?
—Razones.
—Bienvenido a las Industrias de Seguridad Ng, señor —dice otra voz. Es otro demonio, una atractiva mujer afroasiática con un traje muy profesional, que acaba de materializarse desde las profundidades de la oficina.
Conduce a Hiro a través de un largo corredor revestido de hermosos paneles, luego a lo largo de otro largo corredor con paneles, y por fin a través de un largo corredor con paneles. Cada pocos pasos dejan atrás salas de espera donde avatares de todo el mundo aguardan sentados. Pero Hiro no tiene que esperar. Ella lo guía hasta un gran despacho cubierto de paneles, donde hay un asiático sentado tras un escritorio lleno a rebosar con maquetas de helicópteros. Es el señor Ng en persona. Se pone de pie, y ambos intercambian reverencias; la ujier se marcha.
—¿Trabaja con Ojo de Pez? —dice Ng encendiendo un puro. El humo se arremolina ostentosamente en el aire. Para modelar de forma realista el humo que brota de la boca de Ng hace falta tanta potencia de cálculo como para simular el sistema climático de todo el planeta.
—Está muerto —aclara Hiro—. Razones se colgó en un momento crítico y él se comió un arpón.
Ng no reacciona, sino que se queda inmóvil un momento, absorbiendo la información, como si a sus clientes los arponeasen todos los días. Es probable que tenga una base de datos mental de todas las personas que hayan usado alguna vez uno de sus juguetes y qué les ha sucedido.
—Le dije que era una beta —se queja Ng—. Jamás debió usarla en combate. Un cortaplumas de dos dólares le habría hecho mejor servicio.
—Estoy de acuerdo, pero le había cogido cariño.
—Aprendimos en Vietnam —dice Ng pensativo, exhalando más humo— que las armas de alta potencia sobrecargan de tal forma los sentidos que son como drogas psicoactivas. Como el LSD, que puede hacer que alguien se convenza de que puede volar y se tire por la ventana, las armas vuelven a la gente demasiado confiada y desvirtúan su buen juicio táctico. Como le ha pasado a Ojo de Pez.
—Procuraré no olvidarlo —dice Hiro.
—¿En qué clase de entorno de combate desea usar Razones? —pregunta Ng.
—Necesito capturar un portaaviones mañana por la mañana.
—¿El Enterprise?
—Sí.
—¿Sabe? —dice Ng, que parece estar de humor para charlas—, un tipo llegó a capturar un submarino lanzamisiles armado únicamente con un trozo de vidrio…
—Sí, es el tipo que se cargó a Ojo de Pez. Puede que también yo tenga que enfrentarme con él.
—¿Cuál es su objetivo final? —ríe Ng—. Como ya sabe, estamos juntos en esto, así que puede compartir sus pensamientos conmigo.
—En este caso preferiría un poco de discreción…
—Demasiado tarde para eso, Hiro —dice otra voz. Hiro se da la vuelta; es Tío Enzo, al que una recepcionista, una italiana imponente, acaba de acompañar hasta el despacho. Unos pasos detrás de él hay un pequeño hombre de negocios asiático y una recepcionista asiática.
—Me tomé la libertad de llamarlos cuando usted llegó —dice Ng—, para que pudiésemos celebrar una reunión.
—Un placer —dice Tío Enzo, haciendo una ligera reverencia a Hiro.
—Lamento de verdad lo del coche, señor —dice Hiro, devolviéndole la reverencia.
—Está olvidado —responde Tío Enzo.
El hombrecito asiático ha entrado en la sala, y Hiro logra reconocerlo. Es el de la foto que hay en la pared de todos los Gran Hong Kong de Mr. Lee del mundo.
Nueva ronda de presentaciones y reverencias. Varias sillas se han materializado de súbito en el despacho, así que todo el mundo coge una. Ng sale de detrás de su escritorio, y todos se sientan en círculo.
—Vayamos al grano, ya que supongo que su situación, Hiro, es más precaria que la nuestra —dice Tío Enzo.
—Tiene toda la razón, señor.
—A todos nos gustaría saber qué diablos está pasando —dice Mr. Lee. Su inglés está casi desprovisto de acento chino; está claro que su imagen pública, de tonto simpático, no es más que una fachada.
—¿Cuánto han averiguado hasta el momento?
—Cosas aquí y allá —confiesa Tío Enzo—. ¿Cuánto ha averiguado usted?
—Casi todo —dice Hiro—. Y en cuanto hable con Juanita tendré el resto.
—En ese caso, está en posesión de intel muy valiosa —dice Tío Enzo. Mete la mano en el bolsillo y extrae una hipertarjeta, que pasa a Hiro. Dice:
Hiro extiende la mano y toma la tarjeta.
En algún lugar de la Tierra, dos ordenadores intercambian cortas ráfagas de ruido electrónico y el dinero se transfiere de la cuenta de la Mafia a la de Hiro.
—Usted se encarga de repartírselo con T.A. —dice Tío Enzo.
Hiro asiente. Y tanto que sí.