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Hiro recuerda el aviso de Eliot: no adentrarse en la Almadía sin un guía local. Este chico debe de ser un reñí al que Bruce Lee reclutó en algún barrio filipino de la Almadía.

El chaval se llama Transubstanciación; Trani para abreviar. Se sube a la zodiac antes de que Hiro le diga nada.

—Un momento —dice Hiro—. Tenemos que empaquetar unas cosas.

Hiro se arriesga a encender una pequeña linterna y la usa para hurgar por el yate, recogiendo cosas valiosas: unas cuantas botellas de agua (supuestamente) potable, algo de comida, munición extra para su nueve. También coge uno de los garfios, enrollando cuidadosamente el cable. Da la sensación de que podría resultar útil en la Almadía.

Aún tiene que encargarse de otra cosa, una que no le apetece hacer.

Hiro ha vivido en muchos sitios donde los ratones e incluso las ratas eran un problema. Solía librarse de esos animales mediante trampas, pero luego tuvo una racha de mala suerte con ellas. En mitad de la noche oía cómo saltaba una con un chasquido, y en vez de hacerse el silencio, era seguido por los lastimeros chillidos y golpeteos del roedor herido que intentaba arrastrarse hasta la seguridad de su guarida con una parte del cuerpo, generalmente la cabeza, atrapada en la trampa. Cuando te has despertado a las tres de la madrugada y has encontrado un ratón vivo que va dejando un reguero de sesos por la fórmica de la cocina, es difícil volver a dormir, así que ahora prefiere poner veneno.

De forma más o menos similar, un hombre malherido, el último al que disparó Hiro, se retuerce en la cubierta cerca de proa, balbuceando.

Ahora mismo, más que ninguna otra cosas que haya hecho jamás, lo que Hiro quiere es subirse a esa zodiac y alejarse de esa persona. Sabe que para ayudarla, o librarla de su sufrimiento, tendrá que iluminarla con la linterna, y que cuando lo haga verá algo que nunca podrá olvidar.

Pero tiene que hacerlo. Traga saliva un par de veces porque ya tiene ganas de vomitar, y sigue la luz de la linterna hasta la proa.

Es mucho peor de lo que se esperaba.

Al parecer el hombre recibió un balazo en el puente de la nariz, hacia arriba. Por encima de ese punto, todo está más o menos destrozado. Hiro está viendo un corte transversal de su cerebro.

Algo le sale de la cabeza. Hiro imagina que son fragmentos del cráneo o algo así, pero es demasiado suave y regular para tratarse de eso.

Ahora que ya ha logrado aguantarse las náuseas iniciales le resulta más fácil mirar. Sabe que este tipo ya no sufre. Le falta más de la mitad del cerebro. Aún habla; su voz suena sibilante y nasal, como un órgano desafinado, a causa de los cambios sufridos por su cráneo, pero no es más que un reflejo neural, como una contracción de las cuerdas vocales.

Lo que sale de su cabeza es una antena plegable de aproximadamente treinta centímetros. Está forrada de goma negra, como las antenas de los walkie-talkies de la policía, y está sujeta a su cabeza por detrás del oído izquierdo. Es uno de los tipos con antenas en la cabeza acerca de quienes los previno Eliot.

Hiro agarra la antena y tira. Vale la pena que se lleve los auriculares; puede que tenga relación con el método que usa L. Bob Rife para mantener el control de la Almadía.

No se suelta. Cuando Hiro tira, lo que queda de la cabeza del tipo se dobla a un lado, pero la antena no se suelta. Y por fin Hiro comprende que no son unos auriculares. La antena está injertada en la base del cráneo.

Hiro conecta el radar milimétrico de su visor y estudia los restos de la cabeza del hombre.

La antena está sujeta al cráneo con unos tomillos cortos que se fijan al hueso pero no lo atraviesan. La base de la antena contiene unos cuantos microchips, cuyo propósito Hiro no puede averiguar a simple vista. Pero hoy en día se puede poner un superordenador en un chip, así que si hay más de uno en un mismo sitio, es que es algo potente.

Un único cable, delgado como un cabello, emerge de la base de la antena y penetra en el cráneo. Atraviesa el tronco cerebral y luego se ramifica y se ramifica en una red de pequeñísimos cables incrustados en el tejido cerebral. Enrollados en la base del árbol.

Eso explica por qué este tipo sigue soltando un chorro continuo de balbuceos aunque le falte el cerebro: parece que L. Bob Rife ha encontrado una forma de establecer contacto eléctrico con la parte del cerebro donde vive Ashera. Esas palabras no se originan aquí. Es una emisión de radio pentecostal que le llega a través de la antena.

Razones sigue arriba, con su pantalla radiando estática azul hacia el cielo. Hiro busca el interruptor y lo desconecta. Se supone que los ordenadores de esta potencia se desconectan ellos solos cuando se lo pides; apagar uno con el interruptor es como cortarle la columna vertebral a alguien para hacer que se duerma. Pero cuando el sistema se ha colgado pierde hasta la capacidad de desconectarse automáticamente, y hacen falta métodos más primitivos. Hiro mete la ametralladora Gatling en su maleta y la cierra.

Quizá no sea tan pesada como pensaba, o quizá es que sufre una sobredosis de adrenalina. Luego comprende por qué parece más ligera: gran parte de su peso era munición, y Ojo de Pez usó bastante. Medio la carga medio la arrastra hasta la popa, procurando que el radiador siga en el agua, y la echa en la zodiac.

Se sube a la lancha, reuniéndose con Trani, e intenta arrancar el motor.

—No motor —dice Trani—. Enredo malo.

Cierto. La telaraña se enredaría en la hélice. Trani le muestra cómo sujetar los remos en los toletes.

Hiro boga durante un rato, hasta que descubre una larga zona despejada que zigzaguea a través de la Almadía, como una pista de agua abierta entre témpanos flotantes en el Ártico.

—Motor okey —dice Trani.

Hiro mete el motor en el agua. Trani tira del cordón de arranque del motor. Arranca al primer tirón; en el barco de Bruce Lee la disciplina era estricta.

Cuando se adentra en el espacio abierto, Hiro teme que resulte ser una pequeña cala en el gueto, pero se trata sólo de un efecto de la iluminación. Al rodear una esquina ve que se extiende en la distancia. Es una especie de cinturón de circunvalación que da la vuelta a la Almadía. Pequeñas calles y pasajes aún más pequeños llevan a los diversos guetos. A juzgar por lo que se ve desde aquí, las entradas están vigiladas. Cualquiera puede recorrer el cinturón, pero la gente vigila sus barrios con mayor celo.

Lo peor que te puede ocurrir en la Almadía es que tu barrio se suelte y quede a la deriva. Por eso es un enredo tan enmarañado. Cada barrio teme que los vecinos se alíen en su contra y los abandonen para que mueran de hambre en el Pacífico, así que buscan constantemente nuevos modos de atarse unos a otros, pasando cables por encima, por debajo y alrededor de los vecinos, sujetándose a barrios más amplios, o preferiblemente a alguno de los buques del Núcleo.

No hace falta decir que los guardias de los barrios están armados. El arma favorita parece ser una pequeña imitación china del AK-47. Su armazón de metal destaca con nitidez en el radar. El gobierno chino debió de fabricar montones de cosas de ésas, en los viejos tiempos cuando aún se pasaban la vida pensando en la posibilidad de tener una guerra convencional con los soviéticos.

La mayoría tiene el aspecto de indolentes milicianos de cualquier lugar del Tercer Mundo. Pero a la entrada de un barrio, Hiro ve que una antena brota de la cabeza del guardia al mando y se alza en el aire.

Pocos minutos después llegan a un punto en el que el cinturón de circunvalación se cruza con una amplia calle que va directamente al centro de la Almadía, donde están los grandes barcos: el Núcleo. El más cercano es un carguero japonés portacontenedores: un buque bajo, de cubierta plana y puente muy alto, con un montón de contenedores de acero apilados. Está cubierto de escaleras de cuerda y escalerillas improvisadas para permitir a la gente subir a un contenedor o a otro. En muchos de los contenedores se ven luces.

—Pisos —bromea Trani al notar el interés de Hiro. Luego sacude la cabeza, hace rodar los ojos y frota el pulgar contra el índice. Parece que se trata de un barrio elegante.

La parte agradable del paseo termina cuando observan varios veloces esquifes que surgen de un barrio oscuro y humeante.

—Banda vietnamita —dice Trani. Pone la mano sobre la de Hiro y, suave pero firmemente, se la quita del acelerador del motor fueraborda. Hiro los observa con el radar. Un par de ellos llevan de esos pequeños AK-47, pero la mayoría están armados con cuchillos y pistolas; evidentemente buscan el contacto personal, cara a cara. Los tipos de las barcas son, claro está, los peones. La gente de apariencia más importante permanece junto al límite del barrio, fumando y observando. Dos de ellos llevan antenas.

Trani acelera y gira hacia un barrio despejado de daus árabes poco interconectados, maniobrando un rato en la oscuridad. De vez en cuando, pone una mano sobre la cabeza de Hiro y lo obliga suavemente a agacharse para que no se enganche el cuello en alguna amarra.

Cuando emergen de la flota de daus la banda vietnamita ya no está a la vista. Si esto hubiese ocurrido de día los podrían haber detectado siguiendo el vapor de Razones. Trani dirige la barca hacia una calle de tamaño mediano y de ahí a un grupo de barcas de pesca. En el centro hay un viejo pesquero a medio desguazar; los sopletes eléctricos iluminan la negra superficie del agua. Pero casi todo el trabajo se lleva a cabo con martillos y escoplos, que emiten un ruido atronador que reverbera en el agua.

—Mi casa —dice Trani sonriendo, y señala a un par de casas flotantes atadas entre sí. Aún tienen las luces encendidas, y en la cubierta hay dos tipos fumando gordos puros hechos a mano; a través de las ventanas se ve a un par de mujeres que se afanan en la cocina.

Cuando se aproximan, los tipos de la cubierta se dan cuenta y sacan revólveres de sus cinturones; pero entonces Trani suelta un animado chorro de tagalo y todo cambia.

Trani disfruta de un recibimiento completo al más puro estilo Hijo Pródigo: histéricas gordas llorosas, un enjambre de niños pequeños que saltan de sus hamacas chupándose los pulgares y dando botes arriba y abajo. Hombres sonrientes, con grandes huecos y manchas negras en la sonrisa, los observan, asintiendo, y de vez en cuando se aproximan para darle un abrazo.

Y al otro lado del gentío, casi oculto en la oscuridad, hay un tipo con una antena en la cabeza.

—Tú venir también —dice una de las mujeres, una cuarentona llamada Eunice.

—No hay problema —dice Hiro—. No quiero ser una molestia.

Esa declaración es traducida y recorre como una ola los aproximadamente ochocientos noventa y seis filipinos que han terminado por reunirse en la zona. Es recibida con la más profunda consternación. ¿Molestia? ¡Impensable! ¡Tonterías! ¿Cómo osas insultamos?

Uno de los tipos con agujeros en la dentadura, un viejecito minúsculo y probable veterano de la Segunda Guerra Mundial, salta a la bamboleante zodiac, se pega al suelo como una salamandra, pasa un brazo por los hombros de Hiro y le mete en la boca un petardo.

Parece un buen tipo.

—Compadre, ¿quién es el de las antenas? —pregunta Hiro inclinándose sobre él—. ¿Un amigo vuestro?

—No —susurra el hombre—, un gilipollas. —Luego se lleva el índice a la boca con un gesto dramático para indicar silencio.