49

A veces ven barcos en la distancia. Un par de ellos incluso se acercan para echarles un vistazo, pero no parecen estar de humor para rescates. Hay pocos altruistas en las inmediaciones de la Almadía, y debe de resultar evidente que ellos no tienen mucho que robar.

De vez en cuando ven algún viejo pesquero de altura, de entre quince y treinta metros de eslora, con media docena de pequeñas lanchas rápidas agrupadas a su alrededor.

Cuando Eliot les informa de que son barcos pirata, Vic y Ojo de Pez aguzan el oído. Vic desenvuelve su rifle del montón de bolsas impermeables que usa para protegerlo del agua salada, y desprende la abultada mira para poder usarla como catalejo. Hiro no encuentra razón para quitar la mira del rifle, salvo el hecho de que si no lo hace parecerá que está amenazando a cualquiera a quien mire.

Cada vez que aparece un barco pirata se turnan para mirar con el catalejo, recorriendo los diferentes modos del sensor: visible, infrarrojo, etc. Eliot lleva suficiente tiempo dando vueltas por la costa del Pacífico para reconocer los colores de los diversos grupos de piratas, así que viéndolos por la mira sabe quiénes son: un día Clint Eastwood y su banda navegan junto a ellos unos minutos, estudiándolos, y los Siete Magníficos envían una pequeña lancha para que se acerque y averigüe si hay algo que saquear. Hiro casi desea que los Siete los hagan prisioneros, porque tienen el barco pirata de mejor aspecto: un antiguo yate de lujo con tubos de lanzamiento de Exocets sujetos a la cubierta de proa. Pero se retiran sin encontrar nada interesante. Los piratas, sin conocimientos de termodinámica, no llegan a entender las implicaciones del eterno penacho de vapor que brota bajo el bote salvavidas.

Una mañana, un viejo y enorme pesquero de arrastre se materializa muy cerca de ellos. Parece surgir de la nada cuando se retira la niebla. Hiro lleva rato oyendo sus motores, pero no se había dado cuenta de lo cerca que estaba.

—¿Quiénes son? —dice Ojo de Pez, atragantándose con una taza de ese café helado que tanto odia. Está envuelto en una manta y parcialmente acurrucado bajo el toldo impermeable de la lancha; sólo se ven su rostro y sus manos.

Eliot los estudia con la mira. No es propenso a demostrar sus emociones, pero está claro que no le gusta mucho lo que ve.

—Es Bruce Lee —dice.

—¿Y en qué sentido resulta eso significativo? —pregunta Ojo de Pez.

—Mira su estandarte —dice Eliot.

El barco está tan cerca que todos pueden ver la bandera sin dificultades. Es roja con un puño plateado en el centro, y bajo él unos nunchakus cruzados, flanqueados por las iniciales B y L.

—¿Qué tiene de especial? —dice Ojo de Pez.

—Bueno, el tío que se hace llamar Bruce Lee, el líder, tiene un chaleco con ese emblema en la espalda.

—¿Y qué?

—Que no está bordado ni pintado, sino hecho con cabelleras. Como un mosaico.

—¿Cómo? —dice Hiro.

—Corre el rumor, pero sólo es un rumor, de que recorrió los barcos de Refus buscando gente con el pelo rojo o blanco para poder conseguir las cabelleras que necesitaba.

Hiro está aún absorbiendo todo esto cuando Ojo de Pez toma una decisión inesperada.

—Quiero hablar con ese tal Bruce Lee —dice—. Me interesa.

—¿Para qué coño quieres hablar con un puto psicópata? —pregunta Eliot.

—Sí —dice Hiro—. ¿No has visto Cámara espíe? Es un maníaco. Ojo de Pez alza las manos como diciendo que la respuesta está, como en la teología católica, más allá de la comprensión de los mortales.

—Lo he decidido —dice.

—¿Y quién coño eres tú para decidir nada? —pregunta Eliot.

—El presidente de esta puta barca —dice Ojo de Pez—. Me propongo como candidato. ¿Alguien me secunda?

—Yo —dice Vic, sus primeras palabras en cuarenta y ocho horas.

—Todos los que estén a favor que digan sí —dice Ojo de Pez.

—Sí —dice Vic en un estallido de florida elocuencia.

—He ganado —dice Ojo de Pez—. Por tanto, ¿cómo conseguimos que los tipos de Bruce Lee se acerquen a hablar con nosotros?

—¿Y para qué van a querer hacerlo? —pregunta Eliot—. No tenemos nada que les interese excepto unpoontang.

—¿Insinúas que esos tipos son homosexuales? —dice Ojo de Pez arrugando la cara.

—Joder —se sorprende Eliot—, ni siquiera has pestañeado cuando he dicho lo de las cabelleras.

—Ya sabía yo que esta mierda de los barcos no era lo mío —dice Ojo de Pez.

—Por si te sirve de algo, no son gays en el sentido usual del término —explica Eliot—. Son heleros, pero también piratas. Se conforman con cualquier cosa caliente y cóncava.

—De acuerdo —dice Ojo de Pez tomando una decisión rápida—, Hiro y Eliot, vosotros sois chinos. Quitaos la ropa.

—¿Qué?

—Hacedlo. Soy el presidente, ¿recordáis? ¿O queréis que os la quite Vic? Eliot y Hiro no pueden evitar mirar a Vic, que permanece simplemente sentado como un saco. Hay algo en su actitud de hastío que inspira miedo.

—Hacedlo u os mato —ordena Ojo de Pez, dejando por fin las cosas claras.

Eliot y Hiro, equilibrándose torpemente sobre el inestable suelo de la balsa, se desabrochan los trajes de supervivencia y los dejan en el suelo. Luego se quitan el resto de la ropa, exponiendo la piel desnuda al aire por primera vez en varios días.

El pesquero se coloca junto a ellos, a no más de seis metros, y apaga los motores. Están bastante bien equipados: media docena de zodiacs con motores fueraborda nuevos, un misil estilo Exocet, dos radares y, en cada extremo del barco, una ametralladora calibre cincuenta, en estos momentos sin artilleros. Arrastran un par de lanchas como si fuesen botes, y cada una de ellas tiene también una ametralladora pesada. Y también los sigue un yate de once metros, impulsado por sus propios motores.

La banda de piratas de Bruce Lee está compuesta por dos docenas de hombres, que ahora se alinean en la barandilla sonriendo, silbando, aullando como lobos y ondeando preservativos desenrollados en el aire.

—No os preocupéis, muchachos, no voy a dejar que os folien —dice Ojo de Pez con una sonrisa peligrosa.

—¿Y qué vas a hacer? —pregunta Eliot—, ¿darles una encíclica papal?

—Estoy seguro de que atenderán a razones —dice Ojo de Pez.

—A estos tipos no les asusta la Mafia, si es eso lo que tienes en mente —dice Eliot.

—Eso es porque no nos conocen bien.

Finalmente aparece el líder, el propio Bruce Lee, un cuarentón con un traje de kevlar, unas cananas encima, cartuchera, una espada samurai (a Hiro le encantaría enfrentarse a él), nunchakus y su estandarte, el mosaico de cabelleras humanas.

Les lanza una sonrisa amable, mira a Hiro y Eliot, alza el pulgar en un gesto de aprobación altamente sugerente, y luego se pavonea a todo lo largo del barco, chocando las manos con su alegre tripulación. De vez en cuando elige un pirata al azar y señala el preservativo del hombre. El pirata se pone el condón en los labios y lo infla hasta formar un globo lubricado. Bruce Lee lo inspecciona, asegurándose de que no tenga fugas. Evidentemente, manda una nave muy disciplinada.

Hiro no puede dejar de mirar las cabelleras de la espalda de Bruce Lee. Los piratas notan su interés y le hacen gestos, señalando las cabelleras, asintiendo, mirándolo de nuevo burlonamente con los ojos muy abiertos. Los colores son demasiado uniformes, no hay variación de un rojo a otro. Hiro llega a la conclusión de que, en contra de lo que se dice, Bruce Lee debe de haber cogido cabelleras de cualquier color, las ha decolorado y luego las ha teñido. Menudo payaso.

Por fin, Bruce Lee se detiene en el centro del buque y les lanza otra gran sonrisa. Tiene una sonrisa cegadora y lo sabe; quizá sea por esos diamantes de un quilate pegados con superglue en sus incisivos.

—Barca abarrotada —dice—. Quizá, tú y yo, cambiamos, ¿eh? Jajaja. Todos los ocupantes de la balsa, excepto Vic, sonríen débilmente.

—¿Dónde van? ¿Cayo Hueso? Jajaja.

Bruce Lee examina a Hiro y Eliot unos momentos y luego gira el índice para indicarles que deben darse la vuelta y enseñar el culo. Lo hacen.

¿Cuanto? —pregunta Bruce Lee; los piratas estallan en un tumulto de hilaridad, y Bruce Lee el que más de todos. Hiro nota cómo su esfínter se contrae al tamaño de un poro.

—Pregunta cuánto valemos —dice Eliot—. Es un chiste, claro, porque sabe que puede venir y tener nuestros culos gratis.

—Ja, para troncharse —dice Ojo de Pez. Mientras Hiro y Eliot están literalmente congelándose, el muy hijoputa sigue acurrucado bajo el toldo.

—¿Misilpun, vale? —dice Bruce Lee, señalando uno de los misiles antibuque de la cubierta—. ¿Bichos? ¿Motorolas?

—Los misilpunes son misiles antibuque Harpoon, muy caros —traduce Eliot—. Un bicho es un microchip, y Motorola es una marca, como Ford o Chevrolet. Bruce Lee trata mucho con electrónica; ya sabes, el típico pirata asiático.

—¿Nos daría un Harpoon a cambio de vosotros? —pregunta Ojo de Pez.

—¡No! ¡Se está burlando de nosotros, gilipollas! —dice Eliot.

—Dile que queremos una lancha con motor fueraborda —dice Ojo de Pez.

—Queremos una zod, un pateador, lleno —pide Eliot.

De forma inesperada, Bruce Lee se pone serio y considera la oferta.

—¿Mirar primero, chomsayen? Medir y vómito.

—Se lo pensará si pueden comprobar antes la mercancía —dice Eliot—. Quieren comprobar cuan estrechos son nuestros culos y si somos capaces de suprimir el reflejo de vomitar. Son términos de la industria de burdeles de la Almadía.

—Ombwas parecen doces a mí, jajaja.

—Nuestros culos parecen de calibre doce —explica Eliot—, es decir, que están dados de sí y son inútiles.

—¡No, no, cuatro-diez, totalmente! —dice Ojo de Pez por iniciativa propia.

La tripulación del barco pirata suelta risitas de excitación.

—Imposible —dice Bruce Lee.

—¡Estos ombwas están sin estrenar todavía! —dice Ojo de Pez. La cubierta al completo estalla en un rugido de obscena diversión.

Uno de los piratas se pone en equilibrio sobre la barandilla y hace girar el puño en el aire.

ba ka na zu ma lay ga no ma la aria ma ñapo no a ab zu… —aúlla.

Los piratas dejan de reír; se ponen serios y se unen a él, rugiendo sus propios chorros de balbuceo, llenando el aire con un profundo ulular ronco.

La balsa se mueve de improviso, haciendo perder el equilibrio a Hiro; al caer ve que Eliot también está cayendo.

Alza la vista hacia el barco de Bruce Lee y da un respingo involuntario al ver algo parecido a una ola oscura que salta sobre la barandilla y barre la fila de piratas erguidos, empezando por la popa del pesquero y avanzando hacia proa. Pero es una ilusión óptica. No es una ola. De repente están a quince metros del pesquero, no a seis. Cuando la risa en la barandilla se apaga, Hiro oye un ruido nuevo: un suave ronroneo que procede de donde está Ojo de Pez y de la atmósfera que los rodea, un sonido sibilante y seco, como el que se oye justo antes de que estalle el trueno, como una sábana que esté siendo rasgada por la mitad.

Al mirar de nuevo al pesquero comprende que la oscura pseudo ola era una ola de sangre, como si alguien hubiese regado la cubierta con una aorta gigante. Pero no procede del exterior. Ha brotado de los cuerpos de los piratas, de uno en uno, desplazándose de popa a proa. La cubierta del barco de Bruce Lee está ahora sumida en un profundo silencio, sin movimiento alguno, excepto el de la sangre y los órganos convertidos en gelatina que corren por el oxidado acero y salpican suavemente al caer al agua.

Ojo de Pez está ahora de rodillas y ha echado a un lado el toldo y la manta que lo cubrían hasta este instante. En una mano sostiene un largo dispositivo de cinco centímetros de diámetro, de donde brota el sonido silbante. Es un haz circular de tubos paralelos, más o menos del grosor de un lápiz y unos sesenta centímetros de longitud, parecido a una ametralladora Gatling en miniatura. Da vueltas tan deprisa que es difícil distinguir los tubos que lo forman; de hecho, cuando está en marcha es fantasmal y transparente debido a su rápido movimiento, una fulgurante nube translúcida que sobresale del brazo de Ojo de Pez. El dispositivo está conectado a un grueso haz de tubos y cables retorcidos que se introduce en la gran maleta, que ahora está abierta en el fondo de la balsa. La maleta tiene una pantalla a color con gráficos que muestran información sobre la situación del sistema de armamento: cuánta munición queda, y el estado de varios subsistemas. Hiro apenas tiene tiempo de atisbar todo esto antes de que la munición que hay en el barco de Bruce Lee empiece a estallar.

—¿Veis? —dice Ojo de Pez, desactivando el arma—. Ya os dije que atenderían a Razones.

Hiro ve una placa clavada en el panel de control.

RAZONES

versión 1.0 B7

Cañón magnético hiperrápido calibre 3 mm

con sistema Gatling Industrias de Seguridad Ng, Inc.

VERSIÓN PRELIMINAR: NO USAR EN ACCIÓN REAL NO PROBAR EN ÁREAS POBLADAS

— ÚLTIMA RATIO REGUM —

—El puto retroceso casi nos lanza hasta la China —dice Ojo de Pez a modo de elogio.

—¿Has sido tú? ¿Qué ha pasado? —pregunta Eliot.

—Sí, he sido yo. Con Razones. Dispara unas minúsculas astillas metálicas, muy rápidas; tienen más energía que una bala de rifle. Son de uranio empobrecido.

Los cañones giratorios se han frenado hasta casi detenerse. Hay alrededor de dos docenas.

—Creía que odiabas las ametralladoras —dice Hiro.

—Aún odio más la puta Almadía. Vamos a hacemos con algo que se mueva. Algo con motor.

A causa de los incendios y pequeñas explosiones que recorren el barco de Bruce Lee, tardan un rato en darse cuenta de que aún queda gente con vida, disparando contra ellos. Cuando Ojo de Pez lo percibe vuelve a apretar el gatillo, los cañones se arremolinan formando un cilindro transparente y de nuevo se oye el sonido silbante y seco. Mueve la ametralladora de un lado a otro, barriendo el blanco con una lluvia hipersónica de uranio empobrecido, y el barco entero parece centellear y brillar, como si Campanilla lo estuviese sobrevolando de proa a popa, espolvoreándolo de polvo de hadas nuclear.

El yate más pequeño de Bruce Lee comete el error de acercarse a ver qué está pasando. Ojo de Pez se vuelve hacia él un momento y su alto puente protuberante se desliza hacia el agua.

Los principales elementos estructurales del pesquero están perdiendo integridad. De su interior surgen estallidos y ruidos de cosas que se retuercen, mientras se desprenden grandes trozos de metal perforado como un queso suizo; la estructura está hundiéndose lentamente en el casco como un suflé estropeado. Al darse cuenta. Ojo de Pez deja de disparar.

—Para ya, jefe —dice Vic.

—¡Eso hago! —grazna Ojo de Pez.

—Gilipollas, podríamos haber usado el pesquero —dice Eliot en tono vindicativo, poniéndose los pantalones con gestos bruscos.

—No pretendía volarlo. Estas balitas lo atraviesan todo.

—Muy hábil —suelta Hiro.

—Pido disculpas por haberos salvado el culo. Vamos, vayamos a una de esas lanchas antes de que se quemen.

Reman en dirección al yate decapitado. Para cuando han llegado hasta él, el pesquero de Bruce Lee no es más que un casco de acero vacío y escorado del cual brotan llamas y humo, y alguna explosión de vez en cuando.

Lo que queda del yate tiene muchos, muchos agujeritos, y centellea debido a los fragmentos de fibra de vidrio: un millón de minúsculas fibras de un milímetro. El capitán y un tripulante, o más bien los estofados en que se convirtieron cuando Razones alcanzó el puente, se deslizan hasta el agua junto con los demás despojos, sin dejar ninguna evidencia de que jamás hayan estado allí excepto un par de regueros paralelos que se deslizan hasta el agua. En la cocina, que está muy baja, hay un chico filipino indemne y apenas consciente de lo que ha ocurrido. Varios cables eléctricos han quedado cortados por la mitad. Eliot desentierra una caja de herramientas del interior del barco y dedica las siguientes doce horas a remendarlo todo hasta que consigue que el motor se ponga en marcha y se pueda mover el timón. Hiro, que tiene conocimientos rudimentarios de electricidad, actúa con desgana de asesor y ayudante.

—¿Oíste lo que decían los piratas, antes de que Ojo de Pez les disparase? —le pregunta Hiro a Eliot mientras trabajan.

—¿Te refieres a la lengua franca?

—No. Al final de todo. Los balbuceos.

—Ah, sí. Es una cosa de la Almadía.

—¿En serio?

—Sí. Uno comienza y los demás lo siguen. Creo que no es más que una moda.

—¿Y eso es normal en la Almadía?

—Sí. Todos ellos hablan idiomas distintos, ¿sabes?, porque son de muchos grupos étnicos. Es una puñetera Torre de Babel. Creo que cuando hacen ese ruido, cuando balbucean en esa jerga, lo único que hacen es imitar cómo les suenan los otros grupos.

El chico filipino les hace algo de comida. Vic y Ojo de Pez se sientan en la cabina principal. Comen, hojean revistas chinas, miran las fotos de chicas asiáticas y de vez en cuando estudian las cartas de navegación. Cuando Eliot logra poner en marcha el sistema eléctrico, Hiro conecta el ordenador para recargar las baterías.

Cuando el yate está en condiciones de moverse ya es de noche. Hacia el sudoeste, una columna de luz fluctuante se mueve de un lado a otro contra la capa de nubes bajas.

—¿Aquello de allí es la Almadía? —pregunta Ojo de Pez señalando la luz, tras reunirse todos en el centro de control improvisado de Eliot.

—En efecto —dice Eliot—. La iluminan por la noche para que los barcos de pesca puedan encontrar el camino de vuelta.

—¿A qué distancia crees que estará? —pregunta Ojo de Pez.

—A unos treinta y tantos kilómetros —dice Eliot encogiéndose de hombros.

—¿Y qué distancia hay hasta la costa?

—Ni idea. Supongo que el capitán del barco de Bruce Lee lo sabía, pero ha quedado hecho puré junto con todos los demás.

—Tienes razón —dice Ojo de Pez—. Debería haber puesto los controles en «batir» o «cortar a rodajas».

—Normalmente, la Almadía se mantiene al menos a ciento cincuenta kilómetros de la costa —dice Hiro—, para evitar tropiezos.

—¿Qué tal vamos de combustible?

—He mirado el depósito —dice Eliot—, y a decir verdad parece que no vamos demasiado bien.

—¿Qué significa «no demasiado bien»?

—No siempre es fácil medir el nivel cuando se está en el mar —explica Eliot—, y no sé lo eficientes que son los motores. Pero si realmente estamos a ciento y pico kilómetros de la costa, quizá no lleguemos.

—Por tanto, vamos a la Almadía —dice Ojo de Pez—. Vamos allí y convencemos a alguien de que le conviene darnos algo de combustible. Luego, de vuelta al continente. —Nadie cree que eso vaya a funcionar, y Ojo de Pez el que menos—. Y, mientras estamos allí, en la Almadía —continúa—, después de conseguir el combustible y antes de irnos a casa, quizá pasen otras cosas. Ya se sabe, la vida es imprevisible.

—Si tienes algo en mente, ¿por qué no lo sueltas? —dice Hiro.

—De acuerdo. Definamos unos objetivos. La táctica de los rehenes ha fallado, así que nos decantaremos por una extracción.

—¿Una extracción de quién? ,—De T.A.

—Estoy de acuerdo con eso —dice Hiro—, pero ya que estamos en ello, hay otra persona a la que también quiero sacar de ahí.

—¿Quién?

—Juanita. Vamos, tú mismo dijiste que era una buena chica.

—Si está en la Almadía, quizá no lo sea tanto —dice Ojo de Pez.

—Aun así quiero rescatarla. Estamos juntos en esto, ¿no es así? Todos formamos parte de la pandilla de Lagos.

—Bruce Lee tiene gente allí —dice Eliot.

—Corrección: tenía.

—Lo que digo es que estarán cabreados.

—¿Crees que van a estar cabreados? Yo más bien creo que estarán cagados de miedo —dice Ojo de Pez—. Ahora, a pilotar el barco, Eliot. Vamos. Estoy harto de tanta puta agua.