Hay cuatro hombres en el bote salvavidas: Hiro Protagonist, cazadatos freelance para la Corporación Central de Inteligencia, cuya experiencia solía limitarse a las llamadas operaciones «secas», es decir, aquéllas en las que iba a algún sitio, absorbía información y más tarde la escupía en la Biblioteca, la base de datos de la CCI, sin tener que hacer nada en realidad. Ahora esta operación se ha vuelto increíblemente mojada. Hiro está armado con dos espadas y una pistola semiautomática de nueve milímetros, coloquialmente denominada una nueve, con dos cargadores, cada uno de ellos con once balas.
Vic, apellido sin especificar. Si aún existiese la declaración de renta, cada año, cuando Vic rellenase el formulario, en la casilla de ocupación laboral pondría «francotirador». En el más puro estilo de su profesión, es discreto y reservado. Está armado con un largo rifle de gran calibre con un mecanismo voluminoso montado encima, donde estaría la mira telescópica si Vic no estuviese en la vanguardia de su profesión. La naturaleza del citado dispositivo no es obvia, pero Hiro supone que debe de tratarse de una serie de sensores de exquisita precisión con una fina cruceta superpuesta en el centro. Se puede presumir con total seguridad que Vic lleva otras armas escondidas.
Eliot Chung. Eliot era capitán de un barco llamado Kowloon. Ahora mismo está en el paro. Eliot se crio en Watts, y cuando habla en inglés suena como un negro. Genéticamente hablando es cien por cien chino. Habla con fluidez tanto el inglés blanco como el negro, así como cantones y el taxilingua, y algo de vietnamita, español y mandarín. Eliot está armado con un revólver Magnum calibre 44, que subió al Kowloon «únicamente para el halibut», es decir, que lo usaba para matar los halibuts antes de que los pasajeros los subiesen a bordo. Los halibuts llegan a alcanzar grandes tamaños, y se sacuden con tanta violencia que pueden llegar a matar a quienes los pescan; por tanto, es prudente meterles unas cuantas balas en la cabeza antes de subirlos a bordo. Ésa es la única razón de que Eliot lleve un arma; las necesidades defensivas del Kowloon estaban cubiertas por miembros de la tripulación especializados en ese tipo de trabajo.
«Ojo de Pez». Es el hombre del ojo de cristal. Sólo se ha identificado con ese apodo. Está armado con una maleta negra, grande y gruesa.
La maleta es sólida y compacta, con ruedas, y pesa entre ciento cincuenta kilos y una tonelada, como descubre Hiro cuando intenta moverla. Su peso convierte el suelo de la balsa, normalmente plano, en un cono arrugado. La maleta tiene un curioso dispositivo anexo: un cable o manguera o similar, flexible, de siete centímetros de grosor y un par de metros de longitud, que brota de una de sus esquinas, asciende por la pendiente del fondo de la barca, pasa sobre el borde y cuelga en el agua. En el extremo de ese misterioso tentáculo hay una pieza de metal del tamaño de una papelera, pero delicadamente esculpida en tantos estrechos pliegues y aletas que parece tener la superficie de Delaware. Hiro sólo vio esa cosa fuera del agua durante unos caóticos instantes, cuando la transferían al bote salvavidas. En ese momento brillaba al rojo vivo. Desde entonces ha permanecido oculta bajo la superficie, es de color gris claro y resulta imposible de ver con claridad porque el agua a su alrededor se agita continuamente en borboteos hirvientes. Burbujas de vapor del tamaño de un puño se forman entre su tracería fractal de aletas ardientes y golpean la superficie del océano día y noche, incesantemente. La inerte balsa salvavidas, chapoteando en el Pacífico Norte, emite un vasto penacho de vapor como el de un Caballo de Hierro que resoplase a toda máquina sobre el borde de la plataforma continental. En ningún momento Hiro ni Eliot mencionan, ni parecen advertir siquiera, el obvio hecho de que Ojo de Pez viaja con un pequeño generador nuclear autosufíciente, casi con toda seguridad a base de isótopos radiotérmicos como los que alimentan a las Criaturas Ratas. Mientras Ojo de Pez se niegue a hacer algún comentario al respecto, sería una grosería que ellos sacasen el tema a colación.
Todos los participantes están enfundados en trajes acolchados de brillante color anaranjado que recubren sus cuerpos por completo. Son la versión adaptada al Pacífico Norte de los chalecos salvavidas. Son abultados e incómodos, pero como le gusta decir a Eliot Chung, en las aguas del norte, un chaleco salvavidas sólo sirve para mantener a flote tu cadáver.
La lancha salvavidas es una balsa hinchable de unos tres metros, sin motor. Tiene un toldo impermeable en forma de tienda que puede cerrarse por todo el perímetro con una cremallera, convirtiendo la balsa en una cápsula sellada que no deja entrar el agua ni siquiera en las más adversas circunstancias climáticas.
Durante un par de días, un fuerte viento frío que desciende de las montañas los ha alejado de Oregón, hacia el mar abierto. Eliot explica animadamente que esas lanchas salvavidas se inventaron en los viejos tiempos, cuando aún había armadas y guardacostas que rescataban a los viajeros a la deriva. Lo único que había que hacer era flotar y ser anaranjado. Ojo de Pez tiene un walkie-talkies, pero es un dispositivo de corto alcance. Y el ordenador de Hiro puede conectarse a la red, pero en ese sentido es como un teléfono móvil: no funciona en medio de la nada.
Cuando el tiempo es muy lluvioso, se sientan bajo el toldo. Si llueve menos, se sientan encima. Todos tienen alguna forma de matar el tiempo.
Hiro se dedica a trastear con el ordenador, naturalmente. Estar en una lancha salvavidas a la deriva en el Pacifico es una ocasión estupenda para un hacker.
Vic lee y relee una empapada novela que tenía en el bolsillo de su impermeable de la Mafia cuando el Kowloon se hundió bajo sus pies. Para él estos días de espera resultan más fáciles. Como francotirador profesional, sabe cómo matar el tiempo.
Eliot mira con los prismáticos, pese a que hay muy poco que ver. Dedica mucho tiempo a enredar con la balsa, dando vueltas de un lado para otro como suelen hacer los capitanes de navíos. Y también pesca un montón. En la balsa hay montones de comida, pero es agradable comer salmón y halibut fresco de vez en cuando.
Ojo de Pez ha sacado de la pesada maleta negra algo que parece un manual de instrucciones. Es una carpeta de tres anillas en miniatura con páginas impresas con una láser. La carpeta es barata, sin marcas, comprada en una papelería, A Hiro le resulta algo muy familiar: tiene el aspecto de un producto de alta tecnología aún en desarrollo. Todos los dispositivos técnicos necesitan documentación de algún tipo, pero ésta sólo la pueden escribir los técnicos que están haciendo el desarrollo. Aunque suelen odiar esa tarea y siempre dejan el tema de la documentación para el último momento. Luego teclean algo en un procesador de textos, lo sacan por la impresora láser, se lo envían a la secretaria del departamento para que lo ponga en una carpeta barata, y ya está.
Pero eso sólo tiene ocupado a Ojo de Pez durante un corto periodo. El resto del tiempo simplemente mira al horizonte, como si esperase ver aparecer Sicilia. No lo espera. Está abatido por el fallo de la misión y dedica el tiempo a murmurar entre dientes, intentando encontrar una forma de salvarla.
—Si no te molesta la pregunta —dice Hiro—, ¿en qué consistía la misión?
—Depende de cómo se mire —dice Ojo de Pez tras pensárselo durante un rato—. Oficialmente, mi objetivo es rescatar a una chávala de quince años de las garras de esos cabrones. Mi táctica era tomar como rehenes a unos cuantos de sus peces gordos y luego negociar un intercambio.
—¿Quién es esa niña de quince años?
—La conoces —dice Ojo de Pez encogiéndose de hombros—. T.A.
—¿Y ése es realmente todo su objetivo?
—Lo importante, Hiro, es que tienes que comprender el estilo de la Mafia. Y el estilo de la Mafia es perseguir grandes objetivos bajo la apariencia de relaciones personales. Por ejemplo, cuando repartías pizzas no lo hacías lo más deprisa posible para ganar más dinero, ni porque fuese una política de empresa. Lo hacías porque estabas cumpliendo un pacto personal entre Tío Enzo y cada cliente. Así es como evitamos la trampa de las ideologías que se autoperpetúan, La ideología es un virus. Por tanto, recuperar a esa chávala es sólo cuestión de rescatarla. Es la manifestación tangible, sólida como el hormigón, de un objetivo abstracto, Y a nosotros nos encanta el hormigón, ¿verdad, Vic?
Vic se permite una mueca de circunstancias y una gran risotada.
—¿Y cuál es el objetivo abstracto en este caso? —dice Hiro.
—No es asunto mío —dice Ojo de Pez—. pero creo que Tío Enzo está muy cabreado con L. Bob Rife.
Hiro está jugueteando en Planilandia. En parte lo hace para conservar la batería del ordenador; dibujar una oficina tridimensional requiere un montón de procesadores trabajando a tiempo completo, mientras que un sencillo escritorio bidimensional apenas exige potencia.
Pero la razón real para estar en Planilandia es que Hiro Protagonist, el último de los hackers independientes, está hackeando. Cuando los hackers hackean, no utilizan el mundo superficial de Metaversos y avatares. Descienden bajo esa capa, al submundo de código y embrollados nam-shubs que la soportan, donde todo lo que se ve en el Metaverso, por natural y hermoso y tridimensional que parezca, se reduce a un simple archivo de texto: una secuencia de letras en una página electrónica. Es un retroceso a los tiempos en que la gente programaba los ordenadores mediante primitivos teletipos y perforadoras de tarjetas IBM.
De entonces acá se han desarrollado herramientas de programación fáciles de usar y con interfaz agradable. Hoy en día puedes programar un ordenador sentándote en tu escritorio, en el Metaverso, y conectando manualmente pequeñas unidades preprogramadas, como mecanos. Pero un auténtico hacker jamás usaría esas técnicas, de la misma forma que un gran mecánico de coches no intentaría arreglar un automóvil sentándose al volante y mirando las estúpidas luces del panel de instrumentos.
Hiro no sabe lo que está haciendo, para qué se está preparando. Pero no importa. Gran parte de la programación es cuestión de hacer trabajo de base, construir estructuras de palabras que parecen no tener relación concreta con la tarea entre manos.
Una cosa si sabe: el Metaverso se ha convertido en un sitio donde se puede morir. O al menos donde te pueden freír el cerebro de forma que para el caso igual daría estar muerto. Eso es un cambio en la naturaleza del lugar. Las armas de fuego han llegado al Paraíso.
Se lo merecen, comprende. Hicieron el sitio demasiado vulnerable. Creyeron que lo peor que podía pasar era que le colaran un virus a tu ordenador y tuvieses que desconectarte y reiniciar tu sistema. Quizá perder algunos datos si habías sido lo bastante estúpido para no instalar un antivirus. En consecuencia, el Metaverso está abierto e indefenso, como los aeropuertos en la época anterior a las bombas y los detectores de metal, como las escuelas primarias antes de los asesinos con rifles de asalto. Cualquiera puede entrar y hacer lo que quiera. No hay polis. No puedes defenderte, ni perseguir a los malos. Para cambiar eso hará falta mucho trabajo: un rediseño fundamental del Metaverso al completo, llevado a cabo a escala planetaria y corporativa,
Mientras, puede que haya un hueco para individuos con iniciativa. En esta situación, unos parches pueden representar toda una diferencia. Un hacker independiente podría lograr mucho, años antes de que las fábricas gigantes de software se pongan en marcha para enfrentarse al problema.
El virus que devoró el cerebro de Da5id era una cadena de información binaria, proyectada sobre su rostro en forma de bitmap: una serie de pixeles negros y blancos, donde blanco representa un cero y negro un uno. Alguien puso el bitmap en pergaminos y le dio tos pergaminos a avatares para que recorriesen el Metaverso en busca de victimas.
El Clint que intentó infectar a Hiro en el Sol Negro se escapó, pero dejó atrás su pergamino: no había contado con que le cortasen los brazos. Hiro lo tiró al sistema de túneles bajo el suelo, el sitio donde viven los demonios sepultureros Más tarde, Hiro hizo que un demonio sepulturero le llevase el pergamino a su taller. Y cualquier cosa que esté en la casa de Hiro está, por definición, almacenada en su ordenador. No tiene que conectarse a la red global para acceder a ello.
No es fácil trabajar con un fragmento de información que te puede matar, pero da igual. En la Realidad, se trabaja continuamente con substancias peligrosas: isótopos radiactivos y productos tóxicos. Sólo hace falta tener herramientas adecuadas: brazos manipuladores remotos, guantes, gafas protectoras, vidrio emplomado. Y en Planilandia, si necesitas una herramienta, te sientas y la escribes, así que Hiro comienza escribiendo programas que le permiten manipular el contenido del pergamino sin verlo.
El pergamino, como cualquier otra cosa visible en el Metaverso, es un programa. Contiene código que describe su apariencia, para que el ordenador sepa cómo dibujarlo, y también rutinas que controlan la forma en que se enrolla y desenrolla. Y contiene también, en algún lugar de su interior, un recurso, un trozo de información, la versión digital del virus Snow Crash.
Una vez extraído y aislado el virus, a Hiro no le resulta difícil escribir otro programa, denominado SnowScan. SnowScan es un antivirus, es decir, un programa que protege el sistema de Hiro contra el virus digital Snow Crash, tanto el hardware como, en palabras de Lagos, el bioware. Una vez instalado en el sistema, supervisa continuamente la información que llega del exterior, en busca de datos que coincidan con el contenido del pergamino. Si detecta esa información, la bloqueará.
Hay más cosas que hacer en Planilandia. A Hiro se le dan bien los avatares, así que crea un avatar invisible, ya que, en este Metaverso nuevo y más hostil, podría ser útil. Resulta muy fácil hacerlo mal y sorprendentemente difícil hacerlo bien. Casi cualquiera puede escribir un avatar que no se vea, pero al usarlo dará un montón de problemas. Muchas parcelas del Metaverso, entre ellas el Sol Negro, necesitan saber el tamaño del avatar para detectar si colisiona con otro avatar o algún obstáculo. SÍ das una respuesta de cero, si haces que tu avatar sea infinitamente pequeño, o bien colgarás el software de esa parcela o le harás creer que algo va muy, muy mal. Serás invisible, pero a cualquier parte del Metaverso que vayas dejarás tras de ti un sendero de destrucción y confusión de un kilómetro de anchura. En otros sitios los avatares invisibles son ilegales. Si tu avatar es transparente y no refleja nada de luz, que son los más fáciles de escribir, será reconocido de inmediato como un avatar ilegal y sonarán las alarmas. Tiene que escribirse de tal manera que otras personas no puedan verlo, pero los programas que gestionan las parcelas no se den cuenta de que es invisible.
Hay un centenar de miquillos así que Hiro no conocería de no haber estado programando avatares para gente como Vitaly Chernobyl los últimos dos o tres años. Para escribir un buen avatar invisible partiendo de cero haría falta mucho tiempo, pero él monta uno en unas cuantas horas reciclando trocitos y fragmentos de proyectos anteriores que conserva en el ordenador. Así es como suelen hacerlo los hackers.
Mientras está en ello se encuentra una carpeta bastante antigua que contiene programas de transporte. Es un sobrante de la primera época del Metaverso, antes del Monorraíl, cuando la única forma de moverse por ahí era caminar o escribir un programa que simulase un vehículo.
En los primeros días, cuando el Metaverso era una bola negra y lisa, eso resultaba trivial. Luego, cuando se creó la Calle y la gente comenzó a construir, se complicó. En la Calle puedes atravesar los avatares de otra gente. Pero no puedes cruzar los muros. No puedes meterte en propiedad privada. Ni tampoco atravesar otros vehículos, ni instalaciones fijas de la Calle, como los Puertos o los puntales que sostienen la línea del Monorraíl. Si colisionas con una de esas cosas no mueres ni te desconectas del Metaverso; simplemente te paras por completo, como un personaje de dibujos animados que se estrella contra una pared de hormigón.
En otras palabras, en cuanto el Metaverso comenzó a llenarse de obstáculos contra los que se podía chocar, la tarea de cruzarlo a alta velocidad ganó en interés de repente. La maniobrabilidad empezó a tener importancia. El tamaño empezó a tener importancia. Hiro, Da5id y los demás se pasaron de los enormes y extraños vehículos que preferían al principio, casas victorianas sobre orugas, transatlánticos con ruedas, esferas cristalinas de un kilómetro de diámetro, carros llameantes tirados por dragones, a otros pequeños y maniobrables. Fundamentalmente, motocicletas.
Un vehículo del Metaverso puede ser tan rápido y ágil como un quark. No hay leyes físicas de las que preocuparse, ni límite a la aceleración o a la resistencia del aire. Los neumáticos nunca chirrían y los frenos jamás se bloquean. Lo único que no puede mejorarse es el tiempo de reacción del usuario. Así que cuando hacían carreras con sus flamantes programas de motocicleta, corriendo salvajes rallys por el Centro a Mach 1, no se preocupaban por la potencia del motor. Se preocupaban de la interfaz de usuario, los controles que permitían al piloto transferir sus reacciones a la máquina, girar, acelerar o frenar tan deprisa como fuese capaz de pensarlo. Porque cuando vas en un grupo de corredores que cruzan un área abarrotada a esa velocidad y chocas con algo y de repente tu velocidad se reduce exactamente a cero, olvídate de alcanzarlos. Un error y has perdido.
Hiro tenía una moto bastante buena. Quizá podría haber tenido la mejor de la Calle, simplemente porque sus reflejos son sobrenaturales, pero estaba más interesado por los combates a espada que por el motociclismo.
Abre la versión más reciente de su software de motocicleta y se familiariza de nuevo con los mandos. Asciende de Planilandia al Metaverso tridimensional y durante un rato practica en el patio con la moto. Más allá de los límites del patio no hay sino negrura, porque no está conectado a la red. Se siente uno perdido, aislado, casi como si estuviese flotando en un bote salvavidas en el océano Pacífico.