—Había pensado contactar con el Gran Hong Kong de Mr. Lee y presentar una queja respecto de su procónsul aquí en Port Sherman —bromea Hiro—. Esta mañana, cuando insistí en alquilar este barco quitándoselo a ustedes, fue muy poco cooperativo.
Hiro está sentado en el comedor de primera clase del Kowloon. Al otro lado del mantel de lino blanco está el hombre que esta mañana Hiro tomó por un tipo de la Industria de vacaciones. Viste un impecable traje negro, y tiene un ojo de cristal. No se ha molestado en presentarse, como si esperara que Hiro supiese quién es.
Al hombre no parece divertirle mucho la historia de Hiro. Está más bien confuso.
—¿Y? —dice.
—Que ahora ya no veo razón para presentar una queja —dice Hiro.
—¿Por qué no?
—Bueno, porque ahora comprendo su poco interés en disgustarlos a ustedes.
—¿Por qué? Tiene usted dinero, ¿no es cierto?
—Sí, pero…
—¡Ah! —dice el hombre del ojo de cristal, y se permite una sonrisa forzada—. Se refiere a que somos la Mafia.
—Sí —dice Hiro, sintiéndose sonrojar. No hay nada como hacerte quedar a ti mismo como un gilipollas. Nada en el mundo, no señor.
En el exterior, la batalla a tiros no es más que un rugido apagado. El comedor está aislado del ruido, del agua, del viento y del plomo caliente por una capa doble de vidrio notablemente grueso, y el espacio entre ambas hojas está relleno de algo frío y gelatinoso. El rugido no parece tan constante como antes.
—Putas ametralladoras —dice el hombre—. Las odio. Quizá una de cada mil balas llegue a dar a algo a lo que merezca la pena dar. Y me destrozan los oídos. ¿Quiere un café o algo?
—Sería estupendo.
—Pronto nos servirán un buen desayuno. Beicon, huevos, fruta… Increíble.
El tipo que Hiro vio antes dándole palmadas en la espalda al Hombre de los Prismáticos asoma la cabeza al interior de la sala.
—Perdóneme, jefe, pero está a punto de empezar la, digamos, tercera fase de nuestra operación. Creí que querría saberlo.
—Gracias, Livio. Avísame cuando los Ivanes lleguen al muelle. —El tipo sorbe café, y se da cuenta de la mirada confundida de Hiro—. Verá, tenemos un plan, y el plan está dividido en varias fases.
—Sí, eso ya lo he pillado.
—La primera fase era la inmovilización. Derribar su helicóptero. Luego venía la Fase Dos, que era hacerles creer que intentábamos matarlos en el hotel. Creo que esa fase ha tenido mucho éxito.
—Sí, yo también lo creo.
—Gracias. Otra parte importante de esa fase era conseguir que usted moviese el culo hasta aquí, cosa que también está cumplida.
—¿Yo soy parte del plan?
—Si no formase usted parte de este plan —dice el hombre del ojo de cristal, sonriendo con aire divertido—, ya estaría muerto.
—¿Así que sabían que venía a Port Sherman?
—¿Se acuerda de esa chávala, T.A.? ¿La que ha usado para espiarnos?
—Claro. —No tiene sentido negarlo.
—Pues nosotros la hemos usado para espiarlo a usted.
—¿Por qué? ¿Por qué diablos les importo yo?
—Eso sería un tema tangencial a nuestra conversación, que trata sobre las fases del plan.
—De acuerdo. Hemos acabado con la Fase Dos.
—Ahora, en la Fase Tres, que está en marcha, les permitimos creer que están realizando una increíble y heroica huida calle abajo, hasta el muelle.
—¡Fase Cuatro! —grita Livio, el lugarteniente.
—Scusí —dice el hombre del ojo de cristal, deslizando su silla hacia atrás y plegando la servilleta sobre la mesa. Se levanta y sale del comedor. Hiro lo sigue a la cubierta.
Un par de docenas de rusos intentan abrirse camino por la fuerza al muelle a través de la entrada. Sólo pueden pasar unos pocos a la vez, así que terminan desperdigados a lo largo de unas decenas de metros, corriendo hacia la seguridad del Reina de Kodiak.
Pero una docena o así consiguen permanecer agrupados: un grupo de soldados que forman una barrera humana alrededor de otro grupo más pequeño de hombres.
—Peces gordos —dice el hombre del ojo de cristal, sacudiendo la cabeza filosóficamente.
Corren por el muelle como cangrejos, tan agachados como pueden, disparando de vez en cuando una ráfaga de ametralladora de cobertura hacia Port Sherman.
El hombre del ojo de cristal entrecierra los ojos, protegiéndolos de la súbita y fría brisa. Se vuelve hacia Hiro con la sombra de una sonrisa.
—Mire eso —dice, y pulsa un botón de una cajita negra que lleva en la mano.
La explosión es como un único redoble de tambor que proceda de todas partes a la vez. Hiro la siente llegar desde el agua, sacudiéndole los pies. No hay llamas ni grandes nubes de humo, pero sí una especie de géiser gemelo que surge de debajo del Reina de Kodiak, proyectando chorros de agua blanca y caliente como alas que se desplegasen. Las alas caen convertidas en un súbito chaparrón, y de pronto el Reina de Kodiak parece sorprendentemente hundido en el agua. Y cada vez más.
Los hombres que corrían por el muelle se detienen de pronto.
—Ahora —murmura el Hombre de los Prismáticos en su solapa.
A lo largo del muelle hay otras explosiones más pequeñas. El muelle entero se dobla y se retuerce como una serpiente en el agua. Un segmento en particular, aquel en el que están los peces gordos, se balancea y oscila violentamente; de ambos extremos brota humo. Ha sido arrancado del resto del muelle.
Sus ocupantes se caen todos en la misma dirección, ya que el segmento se inclina y comienza a moverse, desplazado fuera de su sitio. Hiro ve el cable de remolque que se eleva fuera del agua con el tirón, extendiéndose sesenta metros hasta una pequeña lancha abierta con un gran motor, que se aleja del puerto.
Aún hay una docena de guardaespaldas en el segmento. Uno comprende la situación, apunta su AK-47 a la lancha que los está remolcando… y pierde los sesos. Hay un francotirador en la cubierta superior del Kowloon.
Los demás guardaespaldas tiran sus armas al agua.
—Es el momento de la Fase Cinco —dice el hombre del ojo de cristal—. El puñetero desayuno.
Para cuando Hiro y él están de vuelta en el comedor, el Kowloon se ha apartado del muelle y está descendiendo el fiordo, siguiendo un rumbo paralelo a la lancha que arrastra el segmento. Mientras comen pueden mirar por la ventana y ver el segmento, a unos cientos de metros, que mantiene la posición respecto a ellos. Los peces gordos y los guardaespaldas están sentados en el suelo, procurando tener el centro de gravedad bajo ya que el segmento corcovea con violencia.
—A medida que nos alejemos más de la costa las olas se harán más grandes —dice el hombre del ojo de cristal—. Odio esta mierda. Lo único que quiero es retener el desayuno el tiempo suficiente para poderle tapar la salida con la comida.
—Amén —dice Livio, amontonando huevos revueltos en su plato.
—¿Van a recoger a esos tipos? —dice Hiro—. ¿O los van a dejar ahí un rato?
—Que se jodan y que se les congele el culo. Así cuando los subamos a bordo estarán listos y no ofrecerán resistencia. Vaya, quizá hasta nos dirijan la palabra.
Todo el mundo parece muy hambriento. Durante un rato se concentran en el desayuno. Al cabo de unos minutos, el hombre del ojo de cristal rompe el hielo al anunciar lo buena que es la comida, y todos se muestran de acuerdo. Hiro supone que ya se puede hablar.
—Me preguntaba por qué están interesados en mí. —En opinión de Hiro, siempre es bueno saberlo, tratándose de la Mafia.
—Estamos todos en la misma pandilla feliz —dice el hombre del ojo de cristal.
—¿Y qué pandilla es ésa?
—La de Lagos.
—¿Cómo?
—Bueno, no es que sea su pandilla, pero él es el tío que la reunió. El núcleo alrededor del cual se formó.
—¿Cómo y por qué y de qué me está hablando?
—De acuerdo —contesta. Aparta el plato, dobla la servilleta y la pone en la mesa—. Lagos tenía un montón de ideas. Ideas sobre toda clase de cosas.
—Ya me he dado cuenta.
—Tenía registros almacenados en todas partes, sobre toda clase de cosas. Registros en los que ponía información de todo tipo y que trataba de relacionar. Tenía esas cosas escondidas en el Metaverso, aquí y allá, esperando a que la información resultase útil.
—¿Más de una? —dice Hiro.
—En teoría, sí. Bien, hace unos años, Lagos se puso en contacto con L. Bob Rife.
—¿En serio?
—Sí. Verá, Rife tiene un millón de programadores trabajando para él. Estaba paranoico con la idea de que le robaban sus datos.
—Sé que les ponía micrófonos y todo eso.
—La razón por la que lo sabe es que lo encontró entre los datos de Lagos. Y la razón por la que Lagos se molestó en buscarlo es porque estaba haciendo un estudio de mercado. Buscaba a alguien que le pagase un buen dinero por las cosas que había desenterrado en los registros de Babel/Infocalipsis.
—Pensó —dice Hiro— que L. Bob Rife podría darle uso a ciertos virus.
—Correcto. Verá, no comprendo toda esa mierda, pero supongo que encontró un viejo virus o algo así que atacaba a los pensadores de élite.
—Al clero tecnológico —explica Hiro—. Los infócratas. Aniquiló por completo la infocracia de Sumer.
—Eso mismo.
—Es una locura —dice Hiro—. Es como averiguar que los empleados roban bolígrafos y matarlos por ello. No podría usarlo sin destruir la mente de sus programadores.
—En su forma original —dice el hombre del ojo de cristal—. Pero precisamente el asunto es que Lagos quería investigar sobre eso.
—Investigación sobre armamento de información.
—Bingo. Quería aislar esa cosa y modificarla para poder usarla para controlar a los programadores sin volarles los sesos.
—¿Y funcionó?
—¿Quién sabe? Rife le robó la idea a Lagos; le gustó y salió corriendo con ella, así que Lagos no tenía ni idea de cómo la iba a usar Rife. Pero un par de años después empezó a ver cosas que lo preocuparon.
—Como el crecimiento vertiginoso de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne.
—Y esos ruskis con don de lenguas. Y el que Rife estuviese excavando en esa ciudad antigua…
—Eridu.
—Sí, ésa. Y lo de la radioastronomía. Muchas cosas que preocuparon a Lagos, así que comenzó a contactar con gente. Contactó con nosotros. Con esa chica con la que usted salía…
—Juanita.
—Sí; buena chica. Y también se puso en contacto con Mr. Lee. Podría decirse que en este pequeño proyecto ha estado trabajando bastante gente distinta.