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En la Realidad, Port Sherman es una ciudad sorprendentemente pequeña, apenas unos cuantos bloques cuadrados. Hasta que llegó la Almadía tenía una población residente de un par de miles de personas. Ahora deben de ser casi cincuenta mil. Hiro tiene que reducir un poco porque por el momento los Refus duermen en la calle, entorpeciendo el tráfico.

Estupendo, eso le salva la vida, porque poco después de entrar en Port Sherman las ruedas de su motocicleta se bloquean, los radios se quedan rígidos, y el viaje se vuelve un poco movido. Un instante después la moto muere por completo, convirtiéndose en un bloque de metal inerte. Ni siquiera funciona el motor. Mira la pantalla sobre el depósito de gasolina en busca de un informe de situación, pero sólo muestra nieve. La bios se ha colgado. Ashera ha poseído su moto.

Así que la abandona en medio de la calle y echa a caminar hacia la costa. Tras de sí oye despertar a los Refus, que se arrastran fuera de sus mantas y sacos de dormir, y se echan sobre la moto caída intentando ser los primeros en apropiarse de ella.

Nota un golpeteo sordo en el pecho, y durante un momento se acuerda de la moto de Cuervo en L.A., cómo la sintió antes de oírla. Pero allí no hay motos. El sonido llega desde arriba. Un chopper. De los de verdad, de los que vuelan.

Hiro está tan cerca de la playa que puede oler las algas en putrefacción. Dobla una esquina y se encuentra con que está en la calle a pie de playa, justo delante de un Spectrum 2000. Al otro lado hay agua.

El helicóptero viene por el fiordo, siguiéndolo tierra adentro desde mar abierto, en dirección al Spectrum 2000. Es pequeño, un aparato ligero con mucho vidrio. Hiro ve cruces pintadas por todas partes, donde antes había estrellas rojas. A la fría luz azul de la madrugada es brillante y cegador porque derrama un rastro de estrellas, bengalas blanquiazules de magnesio que caen de él cada pocos segundos y aterrizan en el agua, donde siguen ardiendo, dejando un sendero astral que recorre el puerto. Su objetivo no es quedar bonitas, sino confundir a los misiles buscadores de calor.

Desde su posición no puede ver el techo del hotel, porque está justo enfrente de él. Pero tiene la sensación de que Gurov debe de estar ahí, en el techo del edificio más alto de Port Sherman, esperando una evacuación de madrugada que lo lleve lejos, a través del cielo de porcelana, que lo aleje de la Almadía.

Pregunta: ¿por qué lo evacúan? ¿Y por qué les preocupan los misiles buscadores de calor? Hiro comprende, con retraso, que pasa algo gordo.

Si aún tuviese la moto podría subir por la escalera de incendios y averiguar qué está pasando. Pero no la tiene.

Un estallido grave suena en el techo del edificio que hay a su derecha. Es un edificio viejo, una estructura de los primeros pioneros, de hace un centenar de años. Las rodillas de Hiro se doblan, se le abre la boca y encoge los hombros involuntariamente; se vuelve hacia el sonido. Y sus ojos captan algo, algo pequeño y oscuro, que se aleja con rapidez del edificio, ascendiendo en el aire como un gorrión. Pero cuando está a un centenar de metros sobre el agua, el gorrión echa a arder, escupe una gran nube de pegajoso humo amarillo, se convierte en una bola de fuego blanca y sale disparado hacia adelante. Acelera más y más, cruzando el centro del puerto, hasta que atraviesa el pequeño helicóptero, entrando por el parabrisas y saliendo por detrás. El helicóptero estalla en una nube de llamas que derrama oscuros fragmentos de chatarra, como un fénix que saliese de su cascarón.

Parece que Hiro no es el único que odia a Gurov en esta ciudad. Ahora éste va a tener que bajar las escaleras y embarcarse.

El vestíbulo del Spectrum 2000 es un campamento militar, lleno de barbudos armados. Aún están montando sus defensas; muchos soldados salen de los cubículos donde duermen, poniéndose la ropa y agarrando sus armas. Un tipo moreno, probablemente un sargento tártaro procedente del Ejército Rojo, corre por el vestíbulo enfundado en una variante del uniforme de los marines soviéticos, gritándole a la gente, empujándola hacia aquí y hacia allá.

Quizá Gurov sea un hombre santo, pero no puede caminar sobre el agua. Tendrá que llegar a la costa, recorrer dos bloques hasta la puerta de acceso al muelle vigilado y subirse a bordo del Reina de Kodiak, que lo espera; en el barco comienzan a encenderse las luces y sus chimeneas tosen un humo negro. En el mismo muelle, un poco más abajo que el Reina de Kodiak, está el Kowloon, el navío del Gran Hong Kong de Mr. Lee.

Hiro da la espalda al Spectrum 2000 y echa a correr arriba y abajo por las calles del puerto, mirando los logos hasta que halla el que buscaba: El Gran Hong Kong de Mr. Lee.

No quieren dejarle entrar. Muestra el pasaporte; las puertas se abren. El guardia es chino pero habla un poco de inglés. Eso es una medida de cuan extrañas son las cosas en Port Sherman: tienen un guardia en la puerta. Normalmente el Gran Hong Kong de Mr. Lee es un país abierto, siempre en busca de nuevos ciudadanos, aun los más pobres de los Refus.

—Lo siento —dice el guardia con una voz aguda y cargada de hipocresía—, no sabía… —Señala el pasaporte de Hiro.

El fransulado es, literalmente, un soplo de aire fresco. No tiene esa atmósfera tercermundista, ni huele en absoluto a orina. Eso significa que debe de ser el cuartel general local o algo parecido, porque es probable que muchos de los terrenos de Hong Kong en Port Sherman no consistan más que en un vestíbulo con un pistolero que vigila un teléfono público. Pero esto es espacioso, limpio y agradable. Unos cuantos cientos de Refus lo miran a través de las ventanas, mantenidos en su sitio no por el simple vidrio sino por la elocuente promesa de las tres madrigueras de Criaturas Ratas alineadas contra un muro. A juzgar por su aspecto, dos de ellas acaban de ser trasladadas recientemente. Sale a cuenta aumentar la seguridad cuando la Almadía se acerca.

Hiro se acerca al mostrador. Hay un hombre hablando por teléfono en cantones, es decir, a todos los efectos gritando. Hiro comprende que es el procónsul de Port Sherman. Está muy metido en su conversación, pero sin duda alguna ha reparado en las espadas de Hiro y lo observa con cautela.

—Estamos muy ocupados —dice el hombre, colgando.

—Ahora mucho más —dice Hiro—. Quiero contratar los servicios de su barco, el Kawloon.

—Es muy caro —dice el hombre.

—Acabo de dejar tirada una motocicleta de última generación recién estrenada en mitad de la calle porque no me apetecía arrastrarla media manzana hasta un garaje —dice Hiro—. No se imaginaría mi cuenta de gastos ni en sueños.

—Está averiado.

—Aprecio su cortesía por no querer decir directamente que no, pero de hecho sé que no está averiado, y por tanto debo considerar su negativa como un no.

—No está disponible —dice el hombre—. Lo va a usar otra persona.

—Aún no ha dejado el muelle —replica Hiro—, así que puede cancelar ese compromiso mediante una de las excusas que acaba de darme a mí, y yo le pagaré más dinero.

—No podemos hacer eso —dice el hombre.

—Entonces saldré a la calle e informaré a los Refus de que el Kowloon zarpará rumbo a Los Ángeles dentro de una hora exactamente, y que tienen sitio para llevar a los veinte primeros Refus que se presenten.

—No —dice el hombre.

—Les diré que pregunten por usted.

—¿Adonde quiere ir con el Kowloon? —pregunta el hombre.

—A la Almadía.

—Ah, bueno. ¿Por qué no lo ha dicho antes? —dice el hombre—. Ahí es donde se dirige el otro pasajero.

—¿Tiene alguien más que quiere ir a la Almadía?

—Sí, eso he dicho. Su pasaporte, por favor.

Hiro se lo entrega. El hombre lo empuja por una ranura. El nombre de Hiro, sus datos personales y su foto policial son transferidos digitalmente a la bios del fransulado, y tras una dosis de aporreo de teclas la convence para que escupa una tarjeta de identificación plastificada con su foto impresa.

—Con esto podrá entrar en el muelle —dice el hombre—. Es válida por seis horas. Usted se pone de acuerdo con el otro pasajero. Y no quiero volver a verlo.

—¿Y si necesito más servicios consulares?

—Puedo salir ahí fuera —dice el hombre—, y contarle a la gente que un negro con espadas está violando refugiadas chinas.

—Umm. Éste no es el mejor servicio que me hayan prestado en el Gran Hong Kong de Mr. Lee.

—Ésta no es una situación normal —dice el tipo—. Mire por las ventanas, imbécil.

En el puerto no parece haber cambiado mucho la situación. Los ortos han organizado su defensa en el vestíbulo del Spectrum 2000: le han dado la vuelta a los muebles y han montado barricadas. Dentro del hotel, supone Hiro, debe de haber una furiosa actividad.

Aún no está claro contra qué se están protegiendo los ortos. Al acercase a la zona del puerto Hiro no ve nada especial, tan sólo más Refus chinos vestidos con ropa holgada.

Sólo que algunos parecen estar más alerta que otros. Tienen una actitud totalmente distinta. La mayoría de los chinos tienen la mirada clavada en el suelo frente a sus pies, y la cabeza en otra parte. Pero algunos caminan calle arriba y calle abajo, mirando a su alrededor, alerta, y en la mayoría de casos se trata de hombres jóvenes con cazadoras abultadas. Y cortes de pelo de un universo estilístico distinto del que lucen los otros. Incluso se detectan rastros del uso de gomina.

La entrada del muelle de los ricos tiene sacos de arena, alambre de púas y guardias. Hiro se aproxima con lentitud, las manos a la vista, y muestra el pase al guardia jefe, que es la única persona blanca que Hiro ha visto en Port Sherman, y con eso logra llegar al muelle. Así de fácil. Al igual que el fransulado de Hong Kong, está vacío y silencioso, y no apesta. Se mece suavemente con la marea, de un modo que a Hiro le resulta relajante. En realidad es tan sólo una sucesión de plataformas flotantes, tablas colocadas sobre fragmentos de poliestireno, y de no estar custodiado probablemente acabaría arrancado y amarrado a la Almadía.

A diferencia de un puerto deportivo, no está vacío y aislado. Normalmente la gente amarra los barcos, les echa el cerrojo y se marcha. Aquí hay al menos una persona junto a cada barco, bebiendo café, con las armas a la vista, mirando fijamente a Hiro mientras éste recorre el muelle. Cada pocos segundos retumban pasos en el muelle, y uno o dos rusos pasan junto a Hiro en dirección al Reina de Kodiak. Todos son jóvenes y de tipo marinero/soldado, y se zambullen en el Reina de Kodiak como si fuese el último barco del Infierno, recibidos a gritos por sus oficiales, corriendo hacia sus puestos, atendiendo frenéticamente a sus tareas de marineros.

En el Kowloon las cosas están mucho más calmadas. También tiene guardias, pero casi todos sus ocupantes parecen camareros y sobrecargos, con vistosos uniformes de botones de latón y guantes blancos. Uniformes diseñados para usarse bajo techo, en los apacibles comedores con aire acondicionado. Unos cuantos tripulantes son visibles aquí y allá, con el pelo negro echado hacia atrás, ataviados con impermeables negros para protegerse del frío y de las salpicaduras. Hiro sólo distingue un hombre con aspecto de pasajero en el Kowloon: un blanco alto y estilizado con traje negro, que va de un lado a otro hablando por un teléfono móvil. Probablemente algún imbécil de la Industria que quiere hacer un crucero de un día, y echarles un vistazo a los Refus de la Almadía desde el comedor degustando una comida de gourmet.

Hiro ha recorrido más o menos medio muelle cuando en la costa, frente al Spectrum 2000, se desata el infierno. Comienza con una larga serie de ráfagas de ametralladora, que no parecen hacer mucho daño pero despejan la calle francamente deprisa. El noventa y nueve por ciento de los Refus simplemente se evapora. Los otros, los jóvenes que Hiro vio antes, extraen de sus chaquetas interesantes armas high-tech y desaparecen en portales y edificios. Hiro acelera un poco, descendiendo el muelle de espaldas y tratando de poner alguno de los grandes barcos entre él y la acción para que no lo alcance una ráfaga perdida.

Del agua procede una fresca brisa que barre el muelle. Al pasar junto al Kowloon, Hiro percibe un olor a beicon frito y café caliente, y no puede evitar meditar en el hecho de que su última comida fue media jarra de cerveza barata en una Espita de Kelley de un Soba y Sigue.

La escena frente al Spectrum 2000 ha evolucionado para convertirse en un rugido generalizado de ruido blanco increíblemente estrepitoso, ya que todas las personas tanto dentro como fuera del hotel disparan sus armas a un lado y otro de la calle.

Algo le roza el hombro. Hiro se gira para sacudírselo y se encuentra frente a una menuda camarera china que ha descendido al muelle desde el Kowloon. Tras haber conseguido atraer su atención, vuelve a poner las manos donde las tenía originalmente, es decir, tapándose los oídos.

—¿Es usted Hiro Protagonist? —dicen sus labios, ya que su voz es inaudible con el ruido del tiroteo.

Hiro asiente. Ella hace también una inclinación de cabeza, se aparta un paso de él y señala con un gesto hacia el Kowloon. Con las manos en los oídos, parece un paso de una danza tradicional.

Hiro la sigue por el muelle. Quizá vayan a dejarle alquilar el Kowloon después de todo. Ella lo conduce por la pasarela de aluminio.

Al cruzarla, Hiro mira hacia una de las cubiertas superiores, donde un par de miembros de la tripulación esperan enfundados en sus impermeables oscuros. Uno se apoya contra una barandilla, observando el tiroteo con prismáticos. Otro, más maduro, se le aproxima, se inclina para mirarle la espalda y le da un par de palmadas entre los omoplatos.

El tipo suelta los binoculares para ver quien le golpea en la espalda. Sus ojos no son chinos. El tipo más maduro le dice algo, hace un gesto señalándose la garganta. Tampoco es chino.

El tipo de los prismáticos asiente, alza una mano y pulsa un conmutador que lleva en la solapa. Cuando vuelve a girarse, una palabra está escrita en su espalda con electropigmento verde neón: MAFIA.

El tipo más maduro se gira; su impermeable lleva escrita la misma inscripción.

Hiro da la vuelta en medio de la pasarela. A la vista, a su alrededor, hay veinte tripulantes. De repente, en los impermeables de todos ellos pone MAFIA. De repente, todos están armados.