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Cuando T.A. despertó, aún con el mono de RadiKS, estaba momificada en cinta aislante y yacía en el suelo de una vieja y destartalada furgoneta Ford en medio de ninguna parte. Eso no mejoró su estado de ánimo. El aturdidor le había dejado una persistente hemorragia nasal y un eterno palpitar en la cabeza, y cada vez que la furgoneta pisaba un bache la cabeza le rebotaba contra el suelo de acero corrugado.

Primero se cabreó. Después empezó a tener breves ataques de miedo; quería irse a casa. Tras ocho horas en la parte trasera de la furgoneta, ya no le cabía ninguna duda de que quería irse a casa. Lo único que la impedía claudicar era la curiosidad. Por lo que podía ver desde su puesto de observación, que no era especialmente bueno, esto no parecía una operación Fed.

La furgoneta salió de la autopista, a una carretera de servicio, y de ahí a un aparcamiento. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron, y un par de mujeres subieron a ella. A través de la puerta abierta T.A. podía ver el arco gótico del logo de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne.

—Oh, pobrecilla —dijo una de las mujeres. La otra simplemente contuvo el aliento a la vista de su estado. Una de ellas acunó su cabeza y le acarició el pelo, dejándola dar tragos de refresco azucarado de una taza, mientras la otra retiraba tierna y lentamente la cinta aislante.

Cuando despertó en la furgoneta ya le habían quitado los zapatos, y nadie le ofreció otro par. Y la habían despojado de todo lo que llevaba en el mono. Todas las cosas interesantes habían desaparecido. Pero no habían buscado bajo el mono. Aún tenía las chapas de identificación. Y otra cosa, algo entre sus piernas denominado dentata. Era imposible que lo hubiesen encontrado.

T.A. siempre ha sospechado que las chapas de identificación son falsas. Tío Enzo no va por ahí regalando sus recuerdos de guerra a niñas de quince años. Pero quizá impresionen a alguien.

Las dos mujeres se llaman María y Bonnie. Están todo el rato con ella. No sólo con ella, sino tocándola. Montones de abrazos, achuchones, apretones de mano y caricias en el pelo. La primera vez que va al baño, Bonnie la acompaña, le abre la puerta del compartimiento y se queda con ella. T.A. piensa que a Bonnie le preocupa que pueda desmayarse en el baño, o algo así. Pero la siguiente vez que va a mear, María va con ella. No tiene intimidad en absoluto.

El único problema es que no puede negar que en cierto modo le gusta. El viaje en furgoneta la ha afectado. Mucho. No se había sentido tan sola en toda su vida. Y ahora está, descalza e indefensa, en un lugar desconocido, y le están dando lo que necesita.

Tras darle unos minutos para refrescarse, sea eso lo que sea, en las Puertas Perladas del Reverendo Wayne, María, Bonnie y ella subieron a una gran furgoneta alargada sin ventanas. El suelo tenía moqueta, pero no había asientos, todo el mundo se sentaba en el suelo. Cuando abrieron la puerta trasera, la furgoneta estaba abarrotada. Había veinte personas dentro, todos jóvenes energéticos y sonrientes. T.A. se encogió, apartándose de ellos y retrocediendo hacia María y Bonnie; pero la gente de la furgoneta emitió un rugido alegre, con un resplandor de dientes blancos en la penumbra, y comenzó a arrinconarse para dejarles sitio.

Estuvo casi los dos días siguientes en la furgoneta, emparedada entre María y Bonnie, con las manos en las de ellas, de forma que no podía ni sonarse la nariz sin pedir permiso. Cantaron canciones alegres hasta que su cerebro se hizo papilla. Jugaron a juegos absurdos.

Un par de veces cada hora, alguno de los ocupantes de la furgoneta se ponía a balbucear, como los talábalas. Como la gente de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne. El balbuceo se extendía por la furgoneta como una enfermedad contagiosa, y pronto estaban todos haciéndolo.

Todos excepto T.A. No acababa de pillarle el truco. Le parecía ridículamente estúpido, así que lo simulaba.

Tres veces al día tenían oportunidad de comer y excretar. Siempre en barclaves. T.A. sentía cómo abandonaban la interestatal, se abrían camino por los patios, senderos, anfiteatros y retorcidas callejas de las urbanizaciones. Luego se abría automáticamente una puerta de garaje, la furgoneta entraba y la puerta se cerraba tras ellos. Entraban en una casa de barrio, pero despojada de mobiliario y otros toques familiares, y se sentaban en el suelo de los vacíos dormitorios (uno para los chicos, otro para las chicas) a comer bizcocho y galletas. Esto ocurría siempre en una habitación vacía, aunque la decoración era siempre distinta: en un sitio, papel pintado floreado de estilo campestre y un persistente olor a flores rancias. En otro, papel pintado azulado con jugadores de hockey, de fútbol americano, de béisbol. En otro, simples paredes blancas con viejas marcas de lápiz. Al sentarse en esas habitaciones vacías, T.A. miraba las marcas que habían dejado los muebles en el suelo, las muescas en el yeso, y rumiaba sobre ellas, como un arqueólogo haciendo conjeturas acerca de las familias que habían vivido allí. Pero hacia el final del viaje ya no prestaba atención.

En la furgoneta no podía oír nada excepto canciones y salmos, ni ver nada excepto las caras apretujadas de acompañantes. Cuando se detenían a repostar combustible, lo hacían en gigantescas paradas para camiones en mitad de ninguna parte. Y jamás interrumpían el viaje. Simplemente hacían tumos entre varios conductores.

Por último llegaron a la costa. T.A. podía olerlo. Permanecieron unos minutos a la espera, con el motor en marcha, y luego la furgoneta brincó sobre algún tipo de umbral, ascendió unas cuantas rampas y se detuvo poniendo el freno de mano. El conductor salió y los dejó solos en la furgoneta por primera vez. T.A. se alegraba de que hubiese terminado el viaje.

Entonces todo empezó a retumbar, como el ruido de un motor, pero mucho más fuerte. T.A. no captó movimiento alguno hasta varios minutos más tarde, cuando comprendió que todo se sacudía suavemente. La furgoneta estaba aparcada en un barco, y el barco se dirigía a mar abierto.

Es un auténtico barco de altura. Un barco viejo, cochambroso, oxidado, que probablemente costó unos cinco pavos en el desguace. Pero puede transportar coches y surcar las aguas sin hundirse.

El barco es como la furgoneta, sólo que más grande, con más gente. Pero comen lo mismo, cantan las mismas canciones y duermen tan poco como siempre. A estas alturas T.A. lo encuentra enfermizamente reconfortante. Sabe que está con mucha más gente como ella, y que se halla a salvo. Conoce la rutina. Sabe cuál es su lugar.

Y así, finalmente, llegan a la Almadía. Nadie le ha dicho a T.A. que sea allí adonde se dirigen, pero a estas alturas ya es evidente. Debería estar asustada. Pero no irían a la Almadía si fuese tan malo como todo el mundo dice.

Cuando empieza a hacerse visible, T.A. medio espera que se le echen encima con cinta aislante. Pero luego comprende que no es necesario. No les ha causado problemas. La han aceptado, confían en ella. Eso la hace sentir orgullosa, en cierto modo.

Y no va a causar problemas en la Almadía porque allí lo único que puede hacer es huir de su área a la Almadía en sí. La buena. La auténtica Almadía. La Almadía de un centenar de películas hongkonesas de serie B y cómics japoneses empapados de sangre.No hace falta mucha imaginación para hacerse a la idea de lo que les pasa a las niñas rubias americanas de quince años solas en la Almadía, y esa gente lo sabe.

Algunas veces se preocupa por su madre; después se pone seria y piensa que quizá todo esto sea bueno para ella, la sacuda un poquito. Lo necesita. Cuando papá se marchó, se replegó en sí misma como un pájaro de origami arrojado al fuego.

Hay una especie de nube externa de pequeñas barcas que rodea la Almadía hasta una distancia de unos kilómetros. Casi todas son barcas de pesca. En algunas hay hombres con armas de fuego, pero no buscan problemas con el transbordador. Éste vira a través de esa zona exterior, realizando un amplio giro, para dirigirse finalmente hacia un barrio blanco que hay a un lado de la Almadía. Blanco en sentido literal. Todos los barcos son aquí limpios y nuevos. Hay un par de grandes barcos oxidados con letras rusas en el costado; el transbordador se sitúa junto a uno de ellos y se lanzan amarras, seguidas de redes, pasarelas, telarañas de neumáticos viejos.

Esto de la Almadía no parece un buen terreno para patinar.

Se pregunta si habrá algún otro patinador a bordo del transbordador. No parece probable. La verdad es que esta gente no es su tipo en absoluto. Ella siempre ha sido un sucio perro vagabundo de las autopistas, no una de esas personas alegres y cantarinas. Quizá la Almadía sea el sitio que le conviene.

La llevan a uno de los barcos rusos y le dan el peor trabajo imaginable: cortar pescado. Ella no quiere un trabajo, ni lo ha pedido, y aun así se lo dan. Pero como nadie le habla, ni le explica nada, es renuente a preguntar. Acaba de enfrentarse a un fuerte choque cultural, porque casi todas las personas de este barco son viejas y gordas y rusas y no hablan inglés.

Durante un par de días pasa el rato dormitando en el trabajo, despertando por los pellizcos de las fornidas rusas que trabajan ahí. También come un poco. Parte del pescado que pasa por ahí parece bastante pasado, pero hay una cantidad considerable de salmón. Lo sabe porque ha comido sushi en el centro comercial: el salmón es esa cosa rojo anaranjada. Así que se prepara un poco de sushi, engulle algo de salmón fresco, y está bueno. Le despeja un poco la cabeza.

Una vez supera el shock y se adapta a una rutina, comienza a mirar a su alrededor, observando a las otras damas que cortan pescado, y comprende que para el noventa y nueve por ciento de la gente del planeta la vida debe de ser así. Estás en algún sitio. Hay gente a tu alrededor que no te entiende y a quien tú no entiendes, pero aun así la gente balbucea un montón de cosas absurdas. Para permanecer vivo tienes que estar todo el día, todos los días, haciendo un trabajo estúpido y sin sentido. Y la única forma de salirte de ello es abandonar, aflojar la cuerda, lanzarte a la aventura, zambullirte en el perverso mundo, donde desaparecerás y jamás se volverá a saber de ti.

A T.A. no se le da demasiado bien cortar pescado. Las grandes y fornidas babushkas rusas, de rostros toscos y movimientos pesados, no dejan de reñirla. Revolotean a su alrededor, observando su forma de cortar pescado con una expresión como si no pudiesen creer lo estúpida que es. Luego intentan enseñarle cómo hacerlo, pero aun así no se le da bien. Es difícil, y siempre tiene las manos frías y rígidas.

Tras un par de frustrantes días, le dan un nuevo trabajo, más abajo en la línea de producción: la convierten en camarera. Como una de las llenaplatos del restaurante del instituto. Trabaja en la cocina de uno de los grandes barcos rusos, transportando tinas de guiso de pescado, sirviéndolo en cuencos, tendiéndoselo a través del mostrador a una inacabable fila compuesta de fanáticos religiosos, fanáticos religiosos y más fanáticos religiosos. Excepto que ahora parece haber más asiáticos y casi ningún americano.

También los hay de una nueva clase: gente a la que le salen antenas de la cabeza. Las antenas son como las de los walkie-talkies de los polis: protuberancias cortas y romas de goma negra. Se elevan por detrás de las orejas. La primera vez que ve a una de esas personas piensa que debe de ser un nuevo tipo de walkman, y siente ganas de preguntarle de dónde lo ha sacado y qué está oyendo. Pero es un tipo muy extraño, mucho más que los otros, con la mirada permanentemente perdida y que masculla incoherencias para sí, y le da tanto repelús que simplemente le sirve una dosis extragrande de guiso y lo apremia para que siga avanzando.

Alguna que otra vez reconoce a alguien que estuvo con ella en la furgoneta. Pero no parecen reconocerla; tan sólo la miran como si no la vieran, con ojos vidriosos. Como si les hubiesen lavado el cerebro.

Como si a T.A. le hubiesen lavado el cerebro.

No puede creerse que haya tardado tanto en darse cuenta de lo que le estaban haciendo. Y eso aún la cabrea más.